La música cubana fue el obturador que hizo abordar a Marlon Brando un DC3 con destino a La Habana un 19 de febrero de 1956. Una de las determinaciones más estables y sistemáticas de la relación cultural que fue conformando un humus con impactos específicos en las dos orillas.
En efecto, un conjunto de factores contribuyó a ese proceso de influencias recíprocas que ha sido estudiado por distintos especialistas y académicos, pero básicamente posible, primero, por los viajes de estadounidenses a Cuba, bien por eventos o por turismo, y después por los desarrollos tecnológicos, del gramófono y los discos de acetato al cine, la radio y la televisión. Por eso tanto el son como la rumba pudieron penetrar en nuevos espacios sociales y viabilizar a su modo cambios en las dinámicas del cuerpo y de las relaciones entre los sexos en un medio cultural como el estadounidense, marcado por la herencia puritana y la rigidez de sus axiomas.
Uno de esos correlatos fue la incorporación de ritmos cubanos en los salones de baile, visible ya desde los años 30 después del atronador éxito de “The Peanut Vendor” (“El Manisero”) del compositor Moisés Simons, así como del impacto de las propuestas sonoras de Xavier “Cuggie” Cugat, cuyo genio consistió —como afirma Leonardo Acosta— en “su habilidad para integrar los idiomas musicales cubanos con los sonidos familiares de las orquestas norteamericanas”. Dicho desde hoy, en la fusión.
Un poco más tarde sobrevino el furor de la conga de Desi Arnaz, un santiaguero emigrado a los Estados Unidos debido a un padre machadista, autoproclamado “the hottest guy in Havana” y “the king of the rhumba beat”, pero con impactos en una manera de hacer que serían mucho más tarde recogidos por Emilio y Gloria Estefan en su época de Miami Sound Machine.
A principios de los años 50 una epidemia llamada mambomania o mambo craze arrasó en el gusto de audiencias y bailadores estadounidenses, un fenómeno sociológico sobre el que también impactan las ansiedades traídas por la Guerra de Corea (1951-1953). El nuevo ritmo, lanzado desde México DF por la orquesta de Dámaso Pérez Prado, un mulato cubano con mucho talento y fanático de Stan Kenton, era uno de los platos fuertes del Palladium Dance Hall, en 53 y Broadway, en pleno centro de Manhattan.
Allí se efectuaban jornadas en las que tocaban agrupaciones como Machito y sus Afrocubanos, dirigidos por el saxofonista Mario Bauzá. Pero también estaban, Tito Puente (Nueva York, 1923-2000), Willie Bobo (Harlem, 1934-1983) y Tito Rodríguez (San Juan de Puerto Rico, 1923-1973), entre muchos otros. Toda una pléyade de músicos latinos, muchos de los cuales han pasado a la historia por sus contribuciones al jazz. Y junto a ellos, una generación de bailarines que dejaron un impacto en las maneras de hacer, sentir y mover lo latino en Estados Unidos como parte de un proceso de crossover, visible también en otros dominios de la cultura como la literatura, el arte y el cine.
Marlon Brando fue tragado por esa ola. En 1952 matricula en Alma Dance Studios, la academia del Palladium, y toma clases de baile con Katherine Dunham (1909-2006), bailarina, coreógrafa y docente afro-americana que al terminar la Segunda Guerra Mundial abrió la Katherine Dunham School of Dance and Theatre, en Broadway y 43, cerca de Times Square, después de una sostenida carrera comenzada en Chicago, donde en los años 30 fundó el Negro Dancing Group. Profesora de celebridades como Gregory Peck, Eartha Kitt, Shirley McLaine, James Dean…, coreógrafa y bailarina ella misma en la película Mambo (1954), del director Di Laurentiis, uno de los núcleos duros del género en los Estados Unidos, junto al famoso “Mambo italiano” de Rosemary Clooney.
Considerada indistintamente “Katherine La Grande de la Danza”, “la madre matriarca” o “la Reina Madre del baile negro”, su labor estuvo marcada desde temprano por influencias afrocaribeñas. Su trabajo tiene que ser entendido en el contexto de los procesos de conformación de las identidades afroamericanas en el siglo XX. De hecho, su vida y obra se enmarcan en una segunda oleada de lo negro después de los años 20-30, esta última emblematizada por el jazz de Louis Armstrong, el Teatro Apollo y el Harlem Renaissance.
Los años 40-50 se distinguen sin embargo por su énfasis en los impactos culturales de la diáspora africana y por un mayor ecumenismo, de manera de apartar a los Estados Unidos de cualquier excepcionalismo posible.
Lo anterior explica, en última instancia, el desplazamiento de la Dunham por varios países caribeños —Jamaica, Martinica, Trinidad y Tobago, Haití…—, a los que accedió gracias a becas de instituciones como la Fundación Rosenwald para emprender, a fines de los años 30, estudios antropológicos y etnográficos, y en particular para investigar el papel de la danza en ceremonias y rituales religiosos del vudú haitiano o el de Shangó en Trinidad y Tobago.
De su incursión y relaciones con Cuba, estudiadas por la investigadora Rosa Marquetti, salieron creaciones como “Cuban Slave Lament” y “Havana Promenade”. En la Dunham el trabajo danzario y el académico no pueden desconectarse, porque forman una simbiosis mutuamente fecundante, hecho subrayado de manera creciente por las visiones acerca de su quehacer en los Estados Unidos de hoy.
La Dunham y sus clases deben haber constituido otra de las fuentes de información que tuvo Marlon Brando sobre la cultura, la música y el baile cubanos, junto con su relación con los intérpretes criollos, neoyoricans y puertorriqueños que tocaban en el Palladium, también llamado “The House of the Mambo”. El director musical de su compañía era el cubano Gilberto Valdés Bernal, quien estuvo con ella durante diez años (1946-1956).
Curiosamente, en 1956, el mismo año de la visita de Brando a La Habana, la Dunham lanzó y promovió un disco, Drum Rythms of Haiti Cuba Brazil: The Singing Gods, con los percusionistas Francisco Aguabella, Chocolate Díaz Mena, Julito Collazo y Antonio Rodríguez. Dos de sus pistas, “Ñáñigo” y “Oloya de santo” son cubanas.
En definitiva, aquel nuevo énfasis en lo negro y lo diaspórico africano estaba apuntando un tiempo de cambio que a la salida de los 50 conduciría al movimiento por los derechos civiles. El mensaje subrayaba alto y claro, de nuevo, que África no era ni incivilidad, ni atraso, sino fuente nutricia que había dejado impactos multilaterales en la cultura estadounidense, un capítulo específico de la acumulación originaria y la economía de plantación.
No es entonces un azar que en el cine de los 40-50 aparezcan actores negros en papeles protagónicos, más allá de la Mammie de Gone with the Wind (Lo que el viento se llevó), personaje que le valió a Hattie McDaniel el Oscar de la Academia como mejor actriz secundaria (1939), y de los otros personajes negros del Hollywood histórico, donde los negros solo cabían en papeles de salvajes, esclavos o sirvientes, por no mencionar su imagen en filmes fundacionales racistas como El nacimiento de una nación, de hecho, una glorificación de la práctica de los linchamientos.
Justamente entre los años 40 y 50 actores y productores afroestadounidenses como Sidney Poitier, Harry Belafonte, Dorothy Dandridge y otros levantan la mano y plantan con un enfoque diferente, y sobre todo con la necesidad de reconocer/escuchar una voz —o mejor, varias— hasta entonces aplastadas/marginadas por la cultura WASP y los prejuicios raciales.
Pero a Brando la percusión cubana lo subyugaba. Confiesa en sus Memorias:
Los miércoles por la noche había un concurso de mambo en el Palladium, y yo lo esperaba durante toda la semana. Tito Puente, Willie Bobo, Tito Rodríguez, Machito y las mejores bandas afrocubanas tocaban allí. Después que empecé a ir al Palladium, abandoné la batería y me compré un par de tumbadoras. No podía contenerme cuando oía esos extraordinarios ritmos sincopados. Estaba hipnotizado por todo eso, y cada vez que tenía que elegir entre bailar y tocar percusión, escogía la percusión.
También:
Nadie que asistiera al Palladium podía pensar en otra cosa que en bailar. Aquel ambiente era fabuloso. Daba la impresión de que todos los puertorriqueños de Nueva York salían a la pista de baile y se quitaban de encima las frustraciones acumuladas durante la semana, mientras trabajaban de camareros o empujaban un carrito en la zona de la ciudad dedicada a la ropa para mujer. La gente movía el cuerpo de forma inimaginable al ritmo del mambo, el baile más hermoso que había visto jamás.
Siempre me había sentido estimulado por el ritmo, incluso por el tic tac del reloj, y los ritmos que ellos tocaban me resultaban irresistibles. Cada orquesta solía tener dos o tres tambores de conga, y yo no podía quedarme quieto al oír sus extraordinarias y complicadas síncopas. Había sido bastante bueno tocando la batería, pero nunca había tocado la conga. Abandoné la batería y me compré unos tambores de conga.
Y cierra con esta afirmación: “El descubrimiento de la música cubana casi me hizo perder la cabeza…”
Continuará….
Lo adoro!