Hay fiesta. Pablo Milanés cumple sus primeros ochenta años a tres meses de haberse instalado en la posteridad. Todo será agasajo para él. No tendrá que cocinar aquellos arroces fritos pantagruélicos y barrocos. Tampoco lo haremos cantar. Hoy le toca escuchar.
Aquí han venido amigos y admiradores a contarle, desde el cariño, lo que él ya sabe. Esa costumbre tan cubana de hablar de alguien presente como si no estuviera, hilvanar mil veces los cuentos, las anécdotas que el tiempo adereza hasta hacerlas irreconocibles. Hoy vinimos a contarle a Pablo, Pablo.
Y no dejaremos que nos arrase la nostalgia. Haber formado parte de la era Pablo Milanés fue un don glorioso que no podemos sino agradecer sonrientes.
La gente va llegando. Nos dicen: “Gracias por la invitación”. Nos apuramos a responder: “Gracias a ustedes por venir”.
Como en los primeros tiempos, nos reunimos alrededor del fuego a contar. No falta el tintineo del hielo contra el cristal de las copas, ni un son viejo que lo cubre todo. Pero ahora se imponen las palabras.
La Capilla Meanina de Fabelo
Por Roberto Fabelo. Artista visual.
Pablo y yo compartimos mucho. Su defensa apasionada de la música cubana nos llevó a intensas veladas: juntos escuchamos, con éxtasis, desde hermosos boleros hasta las últimas tendencias del jazz criollo.
Durante décadas lo visité. Y en cada encuentro dibujaba por todas partes de su casa. En el baño de visitas llené todas las paredes y el techo de dibujos. Él mandó a desahabilitar el baño como tal, para convertirlo en lo que bautizó jocosamente como La Capilla Meanina de Fabelo. Después supe que les enseñaba con orgullo la “capilla” a sus invitados.
A esos encuentros yo siempre llevaba una botella de tequila, el mejor que pudiera hallar en el mercado, bebida que nos gustaba a ambos. Nos lo bebíamos mientras jugábamos dominó, una de sus pasiones, con un grupo hermoso de amigos.
Pablo admiraba y celebraba la belleza de Suyú, mi esposa y también gran amiga suya. Nada más abrir la puerta, me preguntaba: “¿Trajiste el tequila y a Suyú, con sus labios pintados de rojo?”
Un día, temprano, casi de madrugada, llamó para decirme que me tenía un regalo. Horas después, cuando acudí a su encuentro, me cantó la canción “Fabelo”, que compuso para mí. Un gesto de mi hermano Pablo que me dejó marcado para siempre.
Aunque lloré su pérdida, que todos sabemos irreparable, me gusta recordarlo alegre y brioso, cantando con su voz excepcional. Guardo de él, además, para uso propio, su visión ecuménica de la cultura y de la vida.
“Sigo imaginando que lo ha dicho por mí”
Por Mabel Cuesta. Escritora y académica.
Tengo 17 años y estoy atravesando la Plaza de la Vigía de la ciudad de Matanzas. Me paro entre el Palacio de Justicia y el Teatro Sauto. Soy una suerte de adoquín entre los dos edificios. Hay una tarima y Pablito Milanés sale como agua por las bocinas y canta “creo en ti porque dándome disgustos o queriéndome mucho siempre vuelvo a ti”. Es solo una grabación con miles de escraches; pero igual me sacude.
Tengo 17 años y nunca he vuelto a nadie, nada. Soy un adoquín sacudido en medio de una plaza de una ciudad de la que me quiero marchar. No puedo esperar para marcharme. Soy un adoquín que canta temprano porque luego habrá un concierto aquí mismo y esto se llenará de gente y él no me verá.
Por mi parte, sé que no podré despegar mis ojos de su boca, de sus manos; aunque todo se resuma a desear el padre que no tuve y, como si supiera él de mis carencias, de mis huecos insalvables, seguirá: “creo en ti como creo en Dios, que eres tú, que soy yo…”.
Esto será todo. Ahora lo entiendo. Llego anticipada por horas a la plaza porque este será nuestro único posible encuentro y he decidido sentarme en la acera a esperar… Canto otra de las letras que vomita la bocina. Anhelo ser la novia de alguien, la hija de alguien, la que pase de la mano de alguien… Todo sigue sucediendo en la tarima vacía, intento conformarme.
Entonces pasa a mi lado un auto blanco. Lo maneja una muchacha y él va en el lado derecho. Cuando digo él, digo en realidad el padre que no tuve, el hombre que no me verá luego. Creo que alza la vista y creo que me hace un saludo con los ojos. O me lo invento.
Sin embargo, empecinada, sentada en otras plazas, y treinta años después, sigo imaginando que lo ha dicho todo por mí. Y cuando digo “por mí”, quiero decir por el pueblo huérfano que somos.
“Quería ser su amigo”
Ramón Fernández-Larrea. Poeta y humorista.
El día que me enteré de que Pablo Milanés era de mi pueblo, recorrí varias veces la avenida Milanés de Bayamo, con la secreta esperanza de encontrarlo o hallar algún familiar suyo.
Quería ser su amigo. Hasta que descubrí que, desde mucho antes, el propio Pablo me había ofrecido amistad, a mí y a todos, con aquellas hermosas canciones que comenzaron a llenar nuestro tiempo.
Luego, el aire de la capital comenzó a llenarse de Yolandas. En cada ventana había una, y ya el nombre de Pablo sonaba también con otras voces en aquellos experimentos del Icaic. Y yo seguía queriendo ser su amigo.
Tuve esperanzas. Mis amigos de entonces eran los continuadores: Donato Poveda, Frank Delgado, Santiago Feliú, que formaban parte de la segunda oleada de aquello que algún administrador ideológico acuñó como “Nueva Trova Cubana”. Por suerte, estaba Pablo, y en aquellos mismos años llenó el aire de la isla con sones de siempre y canciones que alguna gente consideraba de otra época, demostrando con ese acercamiento o rescate que la trova cubana era una sola, y que no había nacido por imperativos de ninguna revolución. Salían de su disco “Años”, y en él sonaban Compay Segundo, el Albino, y la voz afilada del gran Miguelito Cuní cantando con Pablo “Convergencia”.
Ahí comprendí una verdad que me ha dado luz siempre: cuando el hoy y el ayer son buenos y se juntan, nace el mañana, y contra eso no hay freno u olvido.
Fue un poco más adelante cuando pude conocer a Pablo Milanés en persona, y darme cuenta de que estábamos en los mismos lugares y con las mismas personas, solo que en momentos diferentes. Recuerdo que lo habían ingresado en un hospital de La Habana, y un amigo común me pidió que le grabara en casetes “El Programa de Ramón”, que él escuchaba a diario. Aquella revelación nos puso juntos en tiempo y espacio, y la alegría de saberlo me dura hasta hoy.
Nos vimos desde entonces varias veces. Breves encuentros en La Habana y luego en Santa Cruz de Tenerife y Barcelona.
La vida me hizo después un regalo inolvidable: actuar juntos en un evento solidario que se iba a celebrar en Galicia, en el Polideportivo de Santiago de Compostela, el sitio más grande donde he podido leer mi poesía.
Era el año de protestas del pueblo gallego por la indolencia del Gobierno español ante el derrame de petróleo del buque Prestige, que había contaminado sus playas y mares. Me sobrecogió volar desde Barcelona en compañía de mitos de la canción como Pi de la Serra y Paco Ibáñez, a quienes había escuchado con la convicción de que eran leyendas inventadas por la gratitud del hombre. Pero eran seres normales, y al llegar a Santiago de Compostela estaba Pablo, que era el vaso comunicante con toda esa otra realidad.
La estructura del programa para esa noche nos la explicaron en el amplio camerino del lugar. Los poetas alternarían con los músicos. Y ante cada aparición uno debía decir su nombre, su origen y fundamentar brevemente qué motivaba su presencia en el evento.
Yo era el único escritor no gallego o español entre los participantes; cubano como Pablo, lo que nos hacía todavía más cercanos y excepcionales. Pensé en mis palabras de presentación y me acerqué al sitio donde Pablo Milanés hablaba con sus músicos. Quería consultarle lo que diría a los habitantes de Galicia.
No he olvidado hasta el día de hoy la expresión de terror que puso Pablo al escuchar mi disparate. Le dije: “Pablo, voy a decir mi nombre, que soy un poeta cubano, y para que entiendan la solidaridad de un habitante de nuestra isla con este desastre ecológico les diré: “Hermanos gallegos, esta tierra sufre y sufrirá por culpa del barco Prestige. A nosotros nos destrozó la vida, como a ustedes, una embarcación. Era más pequeña y se llamaba ‘Granma’, pero ha sido igual o más terrible”.
Por suerte, Pablo Milanés entendió enseguida que era una broma, que nadie podía decir en voz alta y ante aquel público tamañas desmesuras. Rió como un niño, y me agradeció, con una mano en el pecho, que fuera un chiste, que lo salvara de un infarto y que yo no estuviera para entonces tan loco como algunos pensaban.
Aquella fabulosa serie documental que nunca fue
Leonardo Padura. Narrador.
Allá por el año 1990, con el director de cine Rigoberto López, comenzamos a trabajar con Pablo Milanés para hacer una serie documental de seis capítulos. Su título sería “Pablo canta y cuenta la historia de la música cubana”.
Por ese motivo, tuvimos varios encuentros con él para hablar del tema e ir sintonizando. Recuerdo que en distintas ocasiones, cuando se tocaban determinados períodos, personajes, movimientos o géneros de la música popular cubana, Pablo cogía la guitarra e interpretaba un fragmento de alguna canción representativa para ejemplificar lo que se estuviera tratando.
Se producía una especie de apropiación profunda, porque, aunque él respetaba las esencias, enseguida eso se convertía en música de Pablo Milanés. Él tenía esa capacidad de recorrer todos los registros de nuestra música y convertirlo en algo propio, podía desdoblarse e interpretar todos los géneros.
Lamentablemente, ese documental no llegó a realizarse por falta de financiamiento. Pienso que habría sido un servicio fundamental para la historia de la música cubana, contada y cantada por Pablo Milanés.
El caso de las jicoteítas desaparecidas, los sacos de hielo y el cuadro de Santa Bárbara
Por Juan Pin Vilar. Cineasta.
Pablo y Adita Santamaría cumplen el mismo día, y creo que hasta son del mismo año.
Yo vivía con una muchacha en la esquina de su casa, donde hoy está el Estudio de Maykel Bárzaga, por lo que nos veíamos frecuentemente. Me gustaba mucho conversar con él, que era un anfitrión de lujo.
En uno de sus cumpleaños, que coincidía con el final de la gira “Amo esta isla”, había tanta gente en su casa que el hielo se terminó. Salimos en su Lada verde a conseguir hielo Gabriel, su amigo de la infancia, él y yo. Llenamos el maletero y el asiento trasero con dos sacos de frappé y dos de cubos, que los trabajadores del lugar donde lo resolvimos no le quisieron cobrar. Él insistía, y ellos que de ninguna manera le cobrarían. Pablo los invitó a la fiesta.
Aquel patio se repletó entre amigos, personas que habían participado en la gira y varios hieleros. En medio del tumulto de gente que entraba y salía de la casa, Armando Hart, ministro de Cultura por esa época, quiso conversar con él, y se apartaron hasta una esquina del patio.
Pablo me hizo una seña para que me acercara, y me dijo al oído: “Mándame gente para que nos interrumpa, a ver si Armando se da cuenta de que está en una fiesta y se va”.
Era muy simpático ver a Pablo dedicarle tiempo a todo el que yo le presentaba. Pero Hart insistía en la conversación. En eso Pablo me susurra: “Dile a Sara de parte mía que, sin que nadie la vea, se lleve las jicoteítas que están en la cocina, que yo le explico después”. La Gorda, que era tremenda jodedora, se las llevó.
Saliendo Sara por la puerta, empezaron a culparla por llevarse las jicoteítas, y Pablo le dijo a Hart: “Espérame aquí, que voy a alcanzar a Sara“. Por suerte no existía el celular.
Arrancamos calle abajo, cruzando el bosque de La Habana, para visitar a Adita [Santamaría], que también tenía tremendo fiestón en su casa.
Cuando doblamos una de las curvas del bosque, chocamos con la esquina del maletero de un carro que estaba mal parqueado a un costado de la calle. Dentro había una pareja templando. Lo que se bajó del carro a medio vestir fue una fiera enorme, maldiciendo e insultando en el mejor estilo de guapería criolla.
Pablo y yo nos quedamos helados. De repente, el hombre empieza a repetir como un mantra: “¡Júrame que no eres tú, coño! ¡Júrame que no eres tú!“ Había reconocido a Pablo; y tampoco le quiso cobrar los daños. Entonces Pablo invitó a la pareja a la fiesta en casa de Adita.
El hombre cerró su carro abollado y Pablo fue cantándole a la mujer hasta que llegamos a la fiesta.
Al rato me pregunta: “¿Qué inventamos para regresar sin jicoteas y sin Sara?“ En esa época yo tenía un romance secreto con una pintora, y le digo: “Llévame a casa de Fulana para pedirle un cuadro para ti. Esa es la demora“.
Fuimos a casa de la pintora; él me esperó parqueado en la esquina. Le dije a ella que quería regalarle algo especial a Pablo por su cumpleaños y me llevé una Santa Bárbara espléndida y dedicada. Al fin regresamos a su casa, bastante tiempo después de haber salido a rescatar las jicoteítas, pero con una obra fabulosa que evitó que la sangre llegara al río.
Pablo Milanes, una persona excepcional.