Los traficantes identitarios señorean en las calles y alrededor de los centros turísticos en la Cuba de hoy, pero también en los espacios propios de la variante artesanal del cuentapropismo con artefactos como muñequitas de indumentaria tropical y pectorales y traseros magnificados a la manera de Venus paleolíticas –personajes salidos de Landaluze–, lienzos con carros viejos y, desde luego, bongós y maracas, como si nada hubiera ocurrido en el panorama nacional. Un caso de identidad congelada en el tiempo que se retroalimenta con la decadencia constructiva de La Habana y el apogeo de las ruinas.
El problema se complica cuando se sube de escalón y se evidencia más o menos lo mismo en promotores culturales que internalizan de alguna manera construcciones y estereotipos de nuevos clientes a partir, en última instancia, de un conocimiento bastante limitado e incompleto de cómo ven a los cubanos allende a los mares, sobre todo en el llamado Primer Mundo y, dentro de él, en Estados Unidos.
Para muchos, Cuba no es sino otra sugar island caribeña, con todas las implicaciones que esto tiene en un imaginario donde lo africano se semantiza de exótico a incivilizado, rancia herencia del colonialismo con la cual hay que bregar, pero frecuente en la cultura WASP, las siglas en inglés de blanco, anglosajón y protestante. Las guías turísticas que se distribuyen sobre la Isla en Estados Unidos constituyen, en general, un indicador inequívoco al respecto, no solo por lo que dicen sino también por lo que omiten, y en Cuba deberían ser objeto de estudio entre técnicos y expertos en turismo para poder percibirlo en todo su despliegue.
Hay que repetirlo alto y claro, a ver si se entiende de una vez: más allá de ciertos lugares comunes –por ejemplo, la crisis de los misiles o la imagen de Fidel Castro con un tabaco–, Cuba no significa mucho en sitios como Maine, Idaho, Michigan o Nebraska, por solo citar cuatro puntos de la vasta y diversa geografía estadounidense. Esta es una de las raíces del problema.
Y con el proceso que sobrevino después del 17 de diciembre de 2014, las cosas no fueron distintas, sino más bien todo lo contrario. Las expectativas de muchos turistas de la Yuma consistían –y aún consisten– en llegar a ver y tocar todo lo viejo antes de que desaparezca y sea sustituido por los impactos de la globalización y la inversión extranjera, con su ola de Mc Donald’s y Kentucky Fried Chicken.
Esa hibernación de la imagen se expresa en la idea de un anchor de la televisión, liberal por más señas, según la cual todo lo que él necesitaba saber sobre Cuba estaba en la segunda parte de El padrino. Obviamente, una alusión a Superman –un personaje de los 50 dotado de una peculiar dimensión fálica– cuando en un club de La Habana Michael Corleone descubre que su hermano Fredo es un traidor. O de un ejecutivo de Google que, al regresar a Estados Unidos, declaró: “Los autos norteamericanos de la década de 1950, pintados con vivos colores, convertidos a diesel y reparados por mecánicos cubanos, dan una idea de lo que Cuba debe haber sido antes de 1959”.
Por otro lado, a grupos estudiantiles y culturales que siguen viajando a la Isla se les somete a menudo a una sobrexposición vertical y horizontal de “lo cubano”, consistente en llevarlos casi de manera exclusiva a palacios y callejones de rumba y grupos folklóricos en los que, por ejemplo, el componente rural y campesino queda excluido del campo óptico, un viejo problema agudizado ahora por la mano (visible) del mercado.
En estos casos, la movida del promotor debería dirigirse a enseñarles no lo que ya saben o creen saber, sino lo contrario, es decir, lo que no saben o no conocen. Parece innecesario escribir que en Cuba hay manifestaciones culturales de altísimo vuelo no necesariamente conectadas ni con la rumba –con toda justicia declarada patrimonio nacional–, ni con el folklore, estrechamente entendido.
Por eso los promotores culturales más inteligentes, que siempre los hay, tienen el buen tino de balancearles la experiencia al relacionar a esos grupos con la diversidad cubana e incluirles en el paquete tanto a la Universidad de las Artes y a Danza Contemporánea de Cuba como al grupo infantil La Colmenita, la Casa de la Música y otros sitios e instituciones culturales emblemáticas que no se conectan con lo que traen en mente.
Es que hasta lo legítimo puede llegar a ser unilateral y, en definitiva, acabar retroalimentando estereotipos prexistentes. La experiencia sugiere que esos mismos grupos terminan agradeciendo la movida de péndulo cuando se les somete a evidencias sólidas, claras y distintas.
El viaje adquiere entonces su mayor sentido cuando deviene agente del cambio y traduce la idea de complejidad.
No es, por descontado, un problema de gusto. Es de concepto.