Surrealismo en el mapa cubano

Óleo de Renier Rodríguez Méndez

Óleo de Renier Rodríguez Méndez

 

No te asustes cuando veas
al alacrán tumbando caña.
Costumbre de mi país, mi hermano…

Tonada popular, deliciosamente disparatada.

Alguien debería haber aconsejado a André Breton que se hubiese dado un paseíto por Cuba.

Aquí, con nuestros topónimos –los nombres geográficos–, habría enriquecido sus manifiestos surrealistas. Vayan, a continuación, algunos botones de muestra.

En la mayor cordillera del país, con un poquito de suerte, usted puede localizar el caserío Maldita Sea.

Por Palma Soriano existe un Ya Veremos.  En la provincia holguinera se conoce un Salsipuedes (nombre también existente en Bolivia y en Tucson, Arizona). Mientras, Llega y Pon es topónimo en Matanzas. Y –mire usted qué cosa–  tales nombres, a los vecindarios de esos cuatro poblados, les parecen lo más natural del mundo.

Se sabe, por Ranchuelo, de cierto Tumba la Burra,  emparentado espiritualmente con los cayos sagüeros Tumba la Olla.

Los guaimareños –no sé si por un trastorno en las papilas gustativas–  no se inmutan ante la presencia de un Limón Dulce.

Por la frontera provincial Santiago-Guantánamo anda suelto un cavernícola, escapado de las tiras cómicas: Trucutú.

La Víbora se denominan un barrio capitalino y una laguna pinareña, en un país donde los ofidios venenosos sólo se conocen a través de láminas, en los textos de Zoología. También disparatadamente ajenos se nos aparecen esos Manzanares del trópico (población y laguna en Placetas).

Un cayo avileño se llama Felipe el Grande. Y uno se siente tentado a pensar que el nombre recuerda los días en que el monarca allí vacacionaba. Al respecto sólo existe una pequeña dificultad: el taciturno constructor de El Escorial jamás cruzó el charco atlántico.

Está por ver si en cierto caserío escambraico la luz alumbra. Quizás haya perdido hasta esa propiedad esencial cuando le trastocaron su género: El Lumbre.

Por Las Tunas fluye un temible río, donde se nos puede aparecer un jigüe, una madre de agua, un cagüeiro u otro representante de la teratología popular. Imagínese, tal vía de agua no se llamará por gusto El Monstruo.

En una punta del sur pinareño se conspira gastronómicamente contra los felinos: Comegatos. Mientras, en una ensenada del norte matancero, se le hinca el diente a algo menos paladeable: Mascahierro.

Un grupo de pinareños, y otro de Villaclara, decidieron fundar sendos poblados. Quizás para evitar disparates como los ya descritos votaron por no comprometerse, y en ambos casos escogieron el topónimo Sin Nombre.

Pero el asombro padre asalta al viajero en la vía que une a Banes con la playa Guardalavaca. A la entrada de un poblado, el cartel muestra nítidamente el coprológico nombre: Retrete.

Y haber escogido un topónimo tan demencial no se lo explican ni en el camagüeyano Cayo Loquera.

 

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