La célula fundamental, performance de Nelda Castillo, Mariela Brito, Katherine Perzant y Leonardo Terrero, cerró el pasado domingo 27 las jornadas de presentaciones de esa modalidad escénica que, desde el 18 de agosto, a razón de una por día, se pusieron a consideración del público en la sede de El Ciervo Encantado.
A pesar de las serias amenazas de lluvia, los siempre fieles seguidores de ECE acudieron a la convocatoria de este colectivo, parte de nuestra vanguardia teatral, para diseccionar un tema de los más sensibles para los cubanos de hoy: la familia, que según Federico Engels (1884) y el Papa Francisco (2015) constituyen la base nuclear de la sociedad, pilar y garantía “de reproducción y mantenimiento de la especie humana”: la célula fundamental.
Cuatro actores en escena y una pantalla sirven para hilvanar el discurso sobre la pérdida, el desasosiego, la imposibilidad y la añoranza.
La familia
Una revolución como la cubana de 1959, en tanto hecho de gran violencia, no podía menos que estremecer los cimientos de la familia. Las becas, las movilizaciones, las misiones de profesionales en el extranjero, las campañas militares, el éxodo masivo por razones políticas y económicas, impactaron directamente en la familia, unas veces erosionándola, otras craquelándola y, en ocasiones, disolviéndola. Se trata de un aspecto de la historia contemporánea del país más que conocido, vivido, sufrido por todos.
Nelda y Mariela se adentran en uno de los tantos basureros urbanos que, de un tiempo a esta parte, van devorando la ciudad. Ahí colectan álbumes fotográficos, cartas, discos, postales, mensajes escritos en cualquier soporte que las personas han ido desechando, bien por muerte o por abandono del país. Con todo lo hallado se arma una instalación que el público aprecia gracias a las imágenes que toma en tiempo real Leonardo Terrero, y que van a dar a una pantalla de fondo.
Mientras, Katherine Perzant va leyendo fragmentos de poemas suyos de dos libros inéditos que engarzan a la perfección con el sentido de la puesta; que es como decir, pone voz a los girones de historias muertas, memorabilia de generaciones que se superponen unas a otras en las sucesivas olas migratorias y que la intemperie amenaza con deshacer para siempre.
Reclamos de los que quedaron en esta orilla, dolor de los que partieron sin saber si alguna vez podrían atar de nuevo los cabos de la madeja que, idealmente, debió ser una para siempre, seres que se recuerdan, que se dibujan los rostros con palabras, que se reinventan en un ejercicio imaginativo donde la fantasía suple a los recuerdos allí donde estos no alcanzan.
Alguien rememora el patio, sus árboles, las frutas que ya no volverán a saber igual; alguien evoca la noche encendida del sexo primerizo; alguien convoca a los amigos, como si el tiempo y las numerosas tormentas del vivir no los hubiera disgregado y siguieran siendo esos “locos bajitos”, pringados, sudorosos y rientes que atravesaban la casa en tropel.
Son seres que se han perdido, a uno y a otro lado del mundo, bodas, bautizos, entierros, graduaciones, festividades familiares; que no pudieron asistir a un enfermo, consolar a una adolescente transida de amores contrariados, ni celebrar el éxito esforzado de algún amigo o familiar. Aquellos que darían lo que no tienen por volverse a reunir alrededor de una mesa, sin importar la calidad de los alimentos, pues todo lo que se cuece con amor adquiere la categoría de manjar.
Los que permanecen
Uno asiste al espectáculo doloroso mientras en la cabeza no deja de resonar la frase leída en alguna carta de Lezama: “Junto a los que se van, los que permanecen”. Y durante la hora y algo que dura la función anda descolocado, sin poder discernir con certeza de qué lado de la mampara queda nuestro cuerpo, más cuando partir es el sueño creciente de muchos.
Los textos que el espectador escucha, —las cartas finales se deben a Mariela— forman un entramado riquísimo de situaciones dramáticas, tela de araña gigantesca que nos contiene a todos, los idos, los quedados, lo que están por volver, los que pasaron página y allá, en cualquier allá, levantaron otra familia, los sepultos y los desaparecidos en el mar.
Por lo pronto, alguien se encarga de cubrir con un manto blanco los muebles y las fotos “para que no le entre polvo al corazón de las cosas”, mientras otros componen “una canción que no se podrá bailar”, a menos de que se escuche en una fiesta triste, donde danzan las sombras.
Hacia el final, Mariela dice un texto que lo resume todo:
“Vamos a brindar por los ausentes y por los presentes. La nochebuena se pasa en familia, con lo que sea. Ya está servida la mesa. A esta casa solo le hace falta una buena limpieza para volver a recibir.”
Hemos sido convidados a la mesa, una mesa plural. Hay varios platos, pero se debe comenzar por la sopa, sinónimo de lo inevitable y de lo íntimo. Pasa tú, entre usted. Esta casa solo puede ser para todos, los que habrán de adecentarla y preservar para los que vendrán detrás, a engrosar la célula fundamental, a prolongar ese “pequeño género humano” que componemos, a restablecer el equilibro demográfico en este archipiélago, no obstante, bendecido.