En la Cuba del presente, entre secuelas de la pandemia, una economía severamente afectada, a lo que se añaden dimensiones de la vida social que recuperan paulatinamente su actividad, hacer Teatro, —labor que, entre muchas cosas, comienza por su producción— es, sin duda alguna, un acto de heroísmo.
No obstante, en cuanto las cifras pandémicas fueron retrocediendo nuestras agrupaciones creadoras comenzaron a abrir las instalaciones teatrales y a presentarse ante el público, que acudía solícito al convite en un acto hermoso de reafirmación de la vida.
Si inicialmente subieron a la escena los espectáculos que ya estaban en repertorio, no hubo que esperar mucho para que, cual luces de fiesta, aparecieran una tras otras las nuevas propuestas: los estrenos, la mayor parte dando fin a un proceso detenido por fuerza mayor durante dos años.
Es así que han coincidido sobre las tablas dos versiones de una de las obras más conocidas de August Strindberg, La señorita Julia, a cargo del Teatro Buendía, en La Habana, y de Teatro Icarón, en Matanzas; cada una con sus propósitos y su discurso espectacular, no obstante, ambas ambientadas en la época y lugar que refiere el texto original.
Aunque me dedicaré a reseñar la propuesta de Teatro Icarón, en Matanzas, cuyo estreno a teatro lleno ocurrió el sábado 7 del mes en curso, me detengo en el aspecto de la producción teatral por lo que ello significa en cuanto a los costos y los esfuerzos del trabajo. Ambas obras le hablan, por descontado, al espectador de hoy, pero empleando para ello ropas y accesorios de época.
La visualidad de la puesta de Icarón, que le debemos al artista Rolando Estévez, en su concepción, y al resto del equipo de la entidad en cuanto a su realización, impacta. Su estilización y sobriedad resaltan su presencia y significado en un espacio que se ha preferido casi vacío para la puesta en escena.
El uso y composición del espacio brinda una coordenada de contemporaneidad y discute la condición naturalista que, desde la aparición de esta obra en el mundo artístico, variadas voces le han endilgado, a pesar de que Strindberg muestra en su teatro su propia travesía formal que, si bien parte del ambiente naturalista ( El padre, 1887, puede ser un exponente), termina en el expresionismo de Sonata de espectros, y ya en 1888, cuando escribe La señorita Julia, esa ascendencia del naturalismo ha sido superada.
La cocina, tan bien descrita en el texto, lugar propio de los criados, ocupa la mayor parte del espacio y es lo único signado en esta representación. Destaca en ella la vara de donde penden algunos útiles muy precisos y el modo en que algunos de ellos se emplean. Ya, para la escena final, se nos ha reservado una sorpresa. La cortina que parecía ser la de fondo se descorre apenas poco menos de la mitad y deja ver una escalera con aires de actualidad, cada escalón resaltado en luz roja; ella nos conduce a un segundo nivel. Allí, en su término, ha de suceder la muerte de Julia, trabajada a lo “gran final”.
Es preciso hablar, también, del acabado del vestuario, algo poco frecuente en la escena cubana de las últimas décadas, salvo conocidas excepciones, y del diseño de iluminación, concebido también por el propio Estévez, y realizado por José Heriberto Oramas. La elección de un lenguaje de tonos e intensidades colaboró, con eficacia y belleza, para resaltar cada momento del espectáculo.
Notable el trabajo con la banda sonora (temas de Lalo Brickman) en cuya selección participaron Mario Rodríguez y Lucre Estévez, el primero a cargo, además, de la edición.
A pesar de tratarse de noche de estreno y, sobre todo, de esa inquietud, ese ser y no ser que el propio autor confesó haber usado como materia para construir sus personajes (Strindberg estaba más allá de pertenecer a una sociedad burguesa) —tal vez como herramienta silenciosa para socavar la complacencia, el perenne estado de confort del burgués—, todo el diseño que se aprecia del trabajo actoral es excelente y vaticina una relación intensa entre sus caracteres.
Con la primera actriz Miriam Muñoz, en el papel de Cristina, se miden sin distingos no solo Lucre Estévez, como Julia, quien también tiene sobre sí toda la responsabilidad de la puesta en escena, sino el muy joven Rubén J. Martínez Molina en la compleja personalidad de Juan.
La puesta, que cuenta con los valores que ya antes he mencionado, añade a ellos la austeridad y limpieza de movimientos, la creación de acertadas imágenes escénicas, así como el recurso de extrañamiento bien utilizado, como cuando Juan y Julia hablan a la platea textos que debieran decirse el uno al otro.
Aquí ahora solo falta el paso del tiempo, la debida cantidad de encuentros con el público que hará que los actores, cada uno, logre alcanzar el clímax de sus respectivos procesos (no siempre coincide en el actor el punto más alto de su proceso personal con la fecha del estreno), y tendremos sobre la escena a Juan y a Julia en todo su esplendor.
Por el momento, resta afirmar que Icarón, liderado por esa inmensa Miriam Muñoz, incorpora a su repertorio otra obra mayor y que Lucre Estévez Muñoz, escoltada humildemente por sus padres (y ello es todo un privilegio) ha alcanzado la mayoría de edad sobre el escenario y ha demostrado con esta ingente labor realizada —que suma a la Dirección Artística y la actuación, la producción y la gerencia de relaciones públicas y promoción— una capacidad de organización y una intensidad envidiables.
En la ya interesante carrera de Teatro Icarón, el grupo se anota dos grandes momentos en la dirección teatral, su puesta en escena de Manteca (de Alberto Pedro Torriente), realizada justamente en lo que entonces eran los cimientos crudos de esto que ahora ya se ha erigido como una hermosa sala teatral, y esta entrega de La señorita Julia, cuya inteligente versión dramatúrgica también le corresponde. Para todas las épocas pero, en particular, para la nuestra, en ella se nos habla de la simulación y el engaño al servicio de intereses personales, de la frivolidad y la vida vacía de sentido, de la parálisis, siempre estéril, que provoca el miedo y del resto de los asuntos con los cuales cada espectador pueda dialogar, puesto que de eso se trata el Teatro, lugar adonde venimos como a la casa de la familia mayor o a una iglesia o sitio de oración.
Si se me permite, brindaría apenas una sugerencia a las instituciones de las artes escénicas: que atiendan a este talento joven, ya probado, que inviertan en el completamiento de su formación, toda vez que el director o directora teatral es, en nuestra tradición escénica, una figura primordial para el desarrollo de nuestro teatro. No obstante, “se hace” a partir de poseer determinadas condiciones individuales. En el caso de Teatro Icarón concurren esas condiciones y no es cosa de desaprovecharlas. Urge ya una preparación especializada allende los mares que le brinde las competencias y las relaciones necesarias.
Por lo demás, que el público se prepare para descifrar las sorpresas que le tienen reservadas las muchas Noches de San Juan por venir.