El grupo teatral El Ciervo Encantado repone la temporada de PIB, performance en escena, desde el viernes 11 de enero hasta el domingo 27, siempre a las 8:30 p.m. en su sede de 18 y Línea, Vedado.
Gracias a la conexión profunda y conflictuada del grupo, liderado por Nelda Castillo, con el aquí y ahora cubanos, PIB devuelve un peculiar y riesgoso abordaje, a partir del fenónemo del reguetón y la contaminación ambiental principalmente, del deterioro social y civil contemporáneo.
Las siglas relacionadas con el desarrollo económico de un país, Producto Interno Bruto (PIB), aquí son una refracción del estado en que nos encontramos, en una cadena productiva que invierte la lógica de esos flujos y dibuja un círculo vicioso de causalidades. ¿Qué somos? ¿En qué nos hemos convertido? Somos también lo que consumimos, nos hemos convertido en el residuo y en el zumo de esa digestión. Este ciclo de vida reconstruye un nuevo ecosistema de cuerpos, ideas, comportamientos, deseos, ansiedades y frustraciones que encarna la violencia de “nuestra modernidad”.
Con PIB, el colectivo vuelve al trabajo con la memoria del cuerpo, resultado de un entrenamiento con la joven Yindra Regüeifero, que pone en escena una metáfora performática, bajo la dirección de Nelda Castillo, la música original y montaje audiovisual de José Cabrera Shigueto y un equipo de colaboradores y de técnicos.
A diferencia de piezas más recientes, cuyo trabajo actoral (fundamentalmente Departures y Arrivals, con Mariela Brito) ha trabajado desde una política del cuerpo más presencial, PIB retorna a un trabajo de honda sedimentación: la condensación en el cuerpo de sus actores de múltiples placas sensoriales, contrapuestas y fluctuantes, emposadas sobre una memoria acuciosa que viaja desde lo más fecundo de nuestra Historia y nuestro presente. Desde esa arquitectura compleja del actor se levanta una narratividad visual y poética de hondos sentidos.
¿Qué producimos? ¿Hacia dónde va y cómo nos relacionamos con ese “producto? ¿Cuáles son las materias primas que reciclamos? ¿Nos reciclan y nos colocan en una zona de vulnerabilidad social y cultural? ¿Cuáles son y dónde se localizan los resortes que hacen del reguetón un himno de resistencia y de conquista?
Condenado por su lenguaje soez, ofensivo a la mujer, vulgar, y etcéteras sucesivos, el reguetón con sus variaciones melódicas en su más primitiva versión, es un fenónemo que nos obliga a repensarnos como ciudadanos. El espectáculo no intenta juzgar ni moral ni musicalmente esta manifestación, sino que hurga en su impacto en el ser social que somos, al punto que lo deforma y anula. La imagen de la performer y, más que imagen, su composición gestual y visual, refiere justamente esa distorsión.
La distorsión está imbuida y disuelta en proyecciones audiovisuales que aluden a la excesiva contaminación de las aguas, al torrente de basura y mierda que se avalancha, en el cual nos sumergimos y del cual somos responsables.
Gradualmente, la pieza construye una narratividad de complejas resonancias que nos devuelve una imagen deshumanizada y primitiva de lo que somos. Poco a poco, vamos reconociendo en la voz de la performer, textos de un reguetón más pegado a nuestros oídos en almendrones, taxis, guaguas, audífonos, bares, lugares públicos, fiestas populares, etcétera. Vamos identificando una banda sonora, cada vez más poderosa y familiar, que nos dice, directa y enfáticamente, el punto en que estamos.
Gracias a la entonación y cadencia de esa voz, advertimos realmente lo que nos está diciendo. En muchas ocasiones, sostenemos una relación pornográfica con el reguetón: una cara de la moneda lo condena, pero la otra, goza y se despelota con él, más allá de cualquier ofensa o mensaje procaz. Pero esa relación pornográfica atraviesa muchas instancias de la vida cotidiana, de la interacción social y política.
El reguetón es también una señal y un síntoma de ese caos moral, ambiental y social. Y me atrevo a decir que es también la conquista –igualmente mediatizada, mercantilizada y manipulada– de un discurso invisibilizado que ha permeado todas las capas sociales.
A diferencia del rap o del hip hop, su carácter político no está en su mensaje de denuncia y protesta, sino sencillamente en el hecho de estar, de llegar y permanecer. Pero esto último ha sido posible gracias a esa distorsión generalizada, a esa animalidad básica que va desde la irresponsabilidad ciudadana con la naturaleza y el entorno, hasta la corrupción, la doble moral, la podredumbre y el instinto de supervivencia que alimentan la apatía y la decepción. En definitiva, “Bajanda”.