En el principio fue la confesión: Peter no ama a María, ni a Judit. Se casó por lo que dicen se casan a veces los ricos: para mantener el estatus burgués. Un hombre viene de la Argentina a decirnos que no necesita ser amado. Que él, Peter, se casó con su mujer precisamente porque no sabía que ella lo amaba tanto. Y se pregunta si uno tiene la certeza de estar viviendo un momento crucial para nuestras vidas en el instante en que se produce. Y todo esto te lo dice así, sin inmutarse, como para que uno lo crea sin cuestionar una línea, mientras su primera esposa sufre amargamente el desamor y la muerte de su único hijo, y a la segunda le da por robarle y siente náuseas por tanto olor a limpio.
Bastante trillado ya (sobre todo por peliculitas rosa hollywodenses), el tema de si existe o no una persona “esperando” por otra en algún universo y si aquel que entra de pronto al cuarto es el indicado, es el tema de La mujer justa, una puesta en escena argentina de la Compañía Cooperativa La Mujer Justa, dirigida por Hugo Urquijo, sobre un texto de Graciela Dufau y el propio Urquijo, basado en la novela de Sándor Márai.
Estructurada en monólogos que narran la versión de los hechos de cada personaje, la obra se sustenta en las creencias de cada quien. Los actores convencen hasta el tedio, si no por la actuación, por la extensión de la puesta. Peter (Arturo Bonin) no necesita del amor. A María (Graciela Dufau), la consume el dolor porque la pérdida del hijo equivale a la pérdida del marido y Judit (Victoria Onetto), es una pobre desgraciada que nunca se enamoró de Peter, aunque tal vez sí de la clase, de la posición.
Hora y media de espectáculo sobran para lanzar interrogantes y responderlas a un tiempo. Para mezclar historias y predecir desenlaces. Aún así, La mujer justa viene a decirle al público cubano que la gente puede enloquecer de amor, sufrir y morir desesperadamente de dolor a un tiempo y el público cubano escucha atentamente y aplaude de pie, a lo mejor sin entender muy bien por qué lo hace, porque nuestro público –me contó Norge Espinosa una vez– aplaude de pie desde tiempos inmemoriales cualquier puesta. No es este el caso, no me malinterpreten.
La mujer justa está basada en un texto sólido, aunque repetitivo, donde además de las ideas que sobre el amor poseen los personajes, se hace referencia al contraste de clases, la familia y la felicidad. Aunque por momentos la obra se desfasa y uno no sabe bien en qué época se está desarrollando la puesta. Y ese texto se sostiene en las actuaciones de Bonin y Dufau. El primero, un Peter que con total desenfado duda de la existencia de la persona justa para compartir su vida, un tipo cruel, tal vez sin proponérselo, que no llega a ser un personaje negativo, porque uno no puede culparlo, por más que lo intenta, por vivir la vida según sus convicciones. Y la segunda, una María demasiado sufrida para vivir en este mundo, quejándose constantemente de sus decisiones o de la muerte del hijo que acarrea la distancia del esposo frío, al que sabía complacer en la cama, pero nunca le llenó el alma. Las demás actuaciones distan de ser relevantes.
En realidad la puesta argentina es otra raya para el tigre, en un festival que desde hace mucho no recoge ni remotamente la vanguardia del teatro mundial. La muestra internacional, ya se ha dicho, existe gracias a grupos que financian sus propios gastos de viaje y hospedaje, y vienen por el solo placer de intercambiar con el público cubano y su cultura. Quiera Dios que nuestra isla caribeña no pierda sus atractivos a los ojos de la escena mundial y podamos tener, al menos con estas características, más Festivales Internacionales de Teatro de La Habana.