De casi todo se habla en Mar nuestro, la pieza de Alberto Pedro (La Habana, 1954-2005) que Raúl Martín, al frente de Teatro de la Luna, llevó a escena esta temporada. O, más precisamente, se habla de casi todo lo que nos interesa a los cubanos de esta hora. Pues presenciamos una “asamblea de mujeres” en la cual hasta Oshún baja a meter la cuchareta.
En una formación de teatro arena, el público, al que ilusoriamente le toca observar desde el mar, asiste al duelo de tres personajes que se hallan, en crisis, sobre una balsa que ha quedado varada en lo que parece ser el mar de los sargazos. Ellas son Fe, Esperanza y Caridad.
Por esas difuminaciones de la lógica que tiene el teatro de AP, donde casi todo se resuelve a nivel mítico, la primera impresión para el espectador es de extrañeza. ¿Quiénes son ellas? ¿Qué las ha impulsado a lanzarse al mar? ¿Están solas desde el inicio sobre el precario artefacto o son el residuo “afortunado” de un grupo más grande que deshizo la adversidad?
Y ahí las tenemos, con escasísimas provisiones, enfrentándose a sus miedos, entre el que destaca el de regresar o volver. Tales términos para ellas no deben representar lo mismo, aunque son verbos entre los cuales no median diferencias. El hecho es que están, como nunca antes, enfrentadas a lo ineluctable, a sí mismas y entre sí.
¿Lo que les está sucediendo se debe al ateísmo de una de ellas? ¿Es por no haber sabido escoger entre anarquía y autoritarismo? ¿Tal vez por negar las creencias ancestrales, sepultadas en un cientificismo que, a la larga, termina siendo un dogma más? Si es lo primero, se impone hacer creer por la fuerza a Esperanza, ponerla a rezar a cualquier precio, aunque su naturaleza se lo impida; al fin y al cabo, es por su bien, y en estos casos la violencia resulta imprescindible.
Fe es la líder autodesignada. Ella finge tener respuestas para todo, pero a las claras se nota que comparte las incertidumbres de sus compañeras de viaje hacia ningún lugar, y una certeza: algo no se ha hecho bien, algo de las sagradas proporciones se ha alterado, la penuria, tan prolongada, de donde intentan salir, no puede ser casual. Incluso llegan a cuestionarse si pertenecen al “pueblo elegido”, el que debe plantar cara al imperio más poderoso de la tierra para redención del resto de la especie.
Y en sus dimes y diretes andan cuando se les aparece la Virgen de la Caridad, con los atributos de Oshún, mujer zalamera, de risa estertórea, sumergida en una atmósfera áurea. Es la virgen que alguna cree haber entrevisto ya, la portadora de un mensaje y varias decepciones.
El mensaje es que el secreto de la felicidad es ninguno. No hay que buscar ese estado ni en el norte ni en el sur, sino dentro de cada cual. Las decepciones se desprenden de que ella no tiene poder para torcer, en una u otra dirección, el destino de nuestros personajes. El “allá” donde se supone moran los santos marca reglas muy estrictas, y cada deidad tiene atribuciones, obligaciones y poderes limitados.
Un jarro de agua fría les lanza la Virgen cuando razona: “…seguimos estancadas en el mar de la necesidad, lejos de la costa de la Felicidad que se imaginan y que no puedo concederles porque no me es dado realizar ese tipo de prodigio. ¡Despierten, mujeres, no hay milagro!”
La propuesta de ella para las tres es… que regresen cuando el mar se aclare y el viento vuelva a ser propicio. Pero eso sí, deben todas estar de acuerdo en emprender el retorno, pues se trata de un destino común. ¡Tremenda idea! Regresar es volver al punto desde donde se partió, justo el mismo del cual quieren escapar como sea.
Líneas arriba dije que eran múltiples los tópicos que se ponían a discusión en Mar nuestro. Y uno de ellos es la racialización de la persona. Los mismos personajes se aceptan como “blancas, mulatas y negras”, en una escala cromática que es, asimismo, sinónimo de posición social. Una entre las tres dice —sentimiento compartido— que, si hay que reencarnar, a la otra vida le gustaría venir como hombre, blanco y del Norte.
Por Caridad, que es una mujer negra y poco agraciada, sabemos que es la tercera vez que se lanza al mar, siempre en busca de un serbio, el único hombre que la ha mirado como mujer. Al final accede a contemplar el retorno como una opción —la otra sería la desaparición en el mar, la muerte como salvación—, pero con la certeza de que sus intentos de fuga no van a terminar ahí.
A falta de cauris, la diosa consulta unas piedras del muro de Berlín, que una de ellas atesora como talismán o resguardo. Las piedras hablarán, registrarán el presente y el porvenir, pero no el de cualquiera —digo yo— sino el de aquellos para los cuales las dos palabras juntas, “muro” y “Berlín” tengan un hondo sentido trágico.
Hay un momento ciertamente significativo en la obra, y es cuando los personajes discuten la realidad o no de la aparición de la Virgen. Los parámetros principales para decidir esto o lo otro son el color de su piel y la “calidad” de su cabello. Y esta que se hizo corpórea es “menos clara” que la que imaginan.
“La virgen es mulata”, concluyen, “¡Pero adelantada! ¡Mulata blanconaza! ¡Y tiene el pelo bueno!” Y ahí sale a relucir el catálogo aberrante de los tipos de mujeres negras que creen conocer. Copio: negra colorada, negra lavada, jabá, blanca capirra, mora de pelo bueno, mulata indiada de pelo, blanca yucateca, negra parda, mora tinta, la charol y, al final de la escala, la negra conga: “chiquitica, gordita, zamba y no le crece pelo…”
La puesta
Para un texto tan intenso, Raúl Martín ha elaborado una puesta espléndida, trepidante, que apenas da respiro al espectador, que salta de un personaje a otro sin poder concentrar su simpatía en alguno en específico. Y es que aquí el protagonista es el logo, el discurso, y las cuatro mujeres, diosa incluida (Doreen Granados), tienen cosas valiosas que decir, arcaicas concepciones que dirimir y un desaliento unánime. Ellas están sobre un círculo que limita la balsa del mar. Un paso más allá de la raya está la catástrofe.
Y, paradójicamente, un paso más allá está el público, “inmerso” en los mismos dilemas de Fe (Yaité Ruíz), Esperanza (Minerva Romero) y Caridad (Osmara López): ¿El futuro levemente promisorio queda en otro lugar? ¿Qué divide lo real de lo imaginario? ¿Puede el dogma, cualquier dogma, sustituir a la razón? ¿Somos el resultado del azar o el producto de nuestras acciones individuales y colectivas? ¿La masa siempre tiene la razón? ¿De qué razón hablamos? ¿De qué sirve detentar la razón si eso no se traduce en acciones concretas que contribuyan al bienestar de esa misma masa sacrosanta…?
Excelentes las actuaciones; expresiva la banda sonora, que mezcla, entre otros géneros, filin con violín para la virgen. La escenografía, mínima, refuerza la contrastante sensación de cautiverio en medio de lo inmenso. En resumen, un espectáculo equilibrado, denso en lo simbólico y ágil en la estilización de la expresividad popular del cubano.
A Raúl Martín se le recuerda por ser el director, al frente de Teatro de la Luna, de espectáculos tan brillantes como La Boda y Los siervos (Virgilio Piñera), El enano en la botella (Abilio Estévez) y Delirio habanero (Alberto Pedro). Justamente de este último dramaturgo también había montado El banquete infinito (2017), y ahora se presentará en el XI Festival Internacional de Teatro de República Dominicana (del 20 al 30 de octubre) con dos piezas que han sido estrenos este año: Mar nuestro y Esperando a Odiseo, también de AP, con Teatro El Duende, de RD, y el actor cubano Orestes Amador.
Hasta Santo Domingo llegaron nuestras preguntas, que Raúl Martín, más que ajetreado en estos días, respondió amablemente.
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¿Qué te ofrece Alberto Pedro como dramaturgo?
Una mirada sarcástica de la realidad, lo que me parece la mejor arma para hablar de la sociedad a través del teatro.
¿En qué medida crees que su teatro cala en la realidad nacional?
De manera profunda. Como inigualable filósofo de lo cotidiano, eleva el lenguaje de pueblo a un nivel poético logrado solo por grandes dramaturgos como él.
¿Se puede decir que sus textos, aunque con un fuerte contenido simbólico, son esencialmente realistas?
No diría eso. Las situaciones en que coloca a sus personajes, las fábulas que construye, están más en el campo de lo alucinado o absurdo. Como dije, construye los diálogos con el habla popular, como profundo observador de la realidad inmediata que era; pero sus textos se elevan a lo poético desde esa aparente sencillez y creo que eso lo aparta del realismo, aunque el diálogo sea potentemente veraz.
Excelente dúo este de Alberto Pedro y Raúl Martín. De la conjunción de ambas sensibilidades cabe esperar nuevos asombros.