“Poner los pies en la tierra” es una expresión popular con un significado específico. Se refiere a estar al tanto de lo que ocurre, contactar con la realidad común de cada día.
De esto trata la pieza que disfruté por vez primera durante el Panorama de Teatro y Danza que se realizó en La Habana en 1975. Puede considerarse aquella una etapa intermedia entre los festivales de teatro latinoamericano que organizó la Casa de las Américas en el transcurso de los años sesenta y el año 1980, cuando se convocó el Festival de Teatro de La Habana, un evento escénico de vocación universal cuya historia llega hasta nuestros días.
Aquella edición del Panorama…, que en la portada de su programa declaraba estar dedicada al Primer Congreso del Partido, tuvo lugar aún en la etapa que más tarde sería denominada Quinquenio Gris, un período durante el cual se pretendió desmantelar la cultura cubana, y el teatro, arte tribunicio, resultó su principal víctima. El evento mencionado se desarrolló en los teatros Mella y García Lorca.
Nunca olvidaré la entrada de Santiago, sobre su supuesto caballo, por uno de los pasillos centrales del Mella, no obstante, no sería aquel espacio cerrado el sitio adecuado para la representación de semejante espectáculo, de naturaleza callejera, exponente de excelencia de la estética del Cabildo Teatral Santiago.
Más tarde, cuando conocí más sobre las artes de la escena, comprendí lo que entonces apenas percibí: que aquel espacio atentaba contra las características y la recepción de la obra al ser opuesto a su ambiente natural de representación.
Pero ya dije que corría el año 1975. Por entonces la administración de la cultura artística se hallaba en manos del Consejo Nacional de Cultura (CNC), institución que sería reemplazada un año más tarde por una entidad con carácter ministerial y el adecuado titular al frente: hablo del Ministerio de Cultura de la República de Cuba, con sus direcciones correspondientes, entre las que figuraba la Dirección de Teatro, que poco después resultó Dirección de Teatro y Danza, y con un político e intelectual como Armando Hart Dávalos como su ministro.
Al Panorama de Teatro y Danza debo igualmente el conocimiento de la versión de La vitrina, de Albio Paz, bajo la dirección de Flora Lauten con su grupo de campesinos de la comunidad La Yaya, en el Escambray; pieza en la que Flora actuaba el personaje protagónico y paradigmático (por parte de Paz) de Ana López, estrenado en el Teatro Escambray por Concha Ares y repuesto allí, años más tarde, por Susy Monet, actrices ambas de extraordinario gracejo.
Tampoco La Vitrina estaba pensada para presentarse en una instalación teatral al uso. Eran obras surgidas dentro de la estética y la ética de lo que se llamó entonces (bien o mal) Teatro Nuevo y se planteaban escenarios naturales que propiciaran una comunicación directa y espontánea con un público conformado por los sectores populares, puesto que la incorporación de dichos sectores al disfrute del teatro era su principal razón de ser.
De cómo Santiago… es un espectáculo relacionero, es decir, propio de la estética del teatro de relaciones, una forma teatral surgida del estrecho maridaje entre la gangarilla española y las manifestaciones literarias orales de la cultura bantú, predominante entre la población negra esclava de la zona y que tendría por escenario principal la ciudad de Santiago de Cuba. Esta modalidad libérrima de expresión escénica resultó la fórmula seleccionada por el Cabildo Teatral Santiago, institución surgida del seno del anterior Conjunto Dramático de Oriente, como poética que lo distinguiría.
Es esta la segunda creación del Cabildo… tras El 23 se rompe el corojo, una obra que funcionó como parteaguas entre la tradición de teatro dramático al uso que había seguido el Conjunto Dramático y con la cual sus integrantes, a la vuelta de una década, se sentían insatisfechos, y los nuevos modelos de teatro de participación popular que deseaban encontrar.
Raúl Pomares, entre las grandes figuras del Cabildo Teatral Santiago
Tuvo el Cabildo inolvidables pilares en su historia, así habría de ser para una troupe que se proponía atraer la atención del santiaguero en plena calle y devolverle expresiones populares extraídas del Santiago profundo: los barrios Los Hoyos, El Tivolí, con los mamarrachos, las poderosas comparsas, con su música propia, vibrante y poderosa y su vestuario de enorme colorido y riqueza.
Fuerte presencia demandaba la calle y el derroche de energía debía ser tenido en cuenta. Entre los pioneros, hoy recuerdo a Rogelio Meneses, Joel James, Carlos Padrón, Ramiro Herrero, Nancy Campos, Dagoberto Gaínza, Ruth Escalona, el brillante escenógrafo Pedro Castro, Raúl Pomares, creador central del espectáculo que nos ocupa y que celebra en este octubre su medio siglo de nacimiento.
Pomares, oriundo de Las Tunas (1934), tuvo una intensísima vida. Se inició en la escena con el Teatro de la Universidad de Santiago, en 1956, de la mano del gran Francisco Morín, quien fuera convocado por el destacado intelectual Ezequiel Vieta para colaborar en la preparación de aquel grupo escénico. Entre los jóvenes actores que formó Morín en Santiago siempre destacó a Raúl Pomares, dueño de figura, voz, ductilidad, organicidad y gracia.
Su vida profesional comenzó con la fundación de los conjuntos dramáticos de cada provincia, un proceso que tuvo lugar entre 1961 y 1962, a la par de los grupos teatrales profesionales que dirigirían su labor a los niños. En este caso, Pomares integró el núcleo fundador del Conjunto Dramático de Oriente, en 1961. A su desempeño en el teatro sumó el cine (con unos treinta filmes e incursiones poco conocidas en la asistencia de dirección y la dirección de otros, algunos desde los estudios cinematográficos de Tele Rebelde) y los dramatizados televisivos de todo formato. En todos estos medios hizo una prolífica carrera.
En la esfera teatral sus dotes trascendieron el terreno de la actuación y nos revelaron todo un hombre de teatro, capaz de liderar una compañía teatral, como el inicial Cabildo, idear y escribir una obra y llegar, incluso, a gestar una nueva agrupación artística, como fue el caso del Cabildo Teatral Guantánamo.
Pero, acaso una de sus más esplendentes creaciones teatrales sea esa ocurrencia que involucra a quien fuese el santo patrono de la ciudad de Santiago en uno de los mejores exponentes del teatro de relaciones, modalidad escénica que vuelve a poner de moda el Cabildo Teatral Santiago, así como de la creación escénica cubana de la segunda mitad del XX.
Sobre el Apóstol Santiago y sus vínculos con esta región del planeta
El Apóstol Santiago representa a España. Muchas ciudades del llamado Nuevo Mundo llevan su nombre. La primera de ellas se encuentra en República Dominicana: Santiago de los Caballeros. La segunda resultó nuestra Santiago de Cuba, en el oriente de la isla. Luego vendrían muchas más por todo el continente americano. Ello habla de un origen cultural común de nuestros pueblos y de la pertenencia al mundo hispano.
La figura refería a Santiago Matamoros, legendario guerrero acompañado de su caballo blanco y su capa roja y blanca con la espada en ristre. Defensor de la cristiandad, combatiente destacadísimo contra los moros hasta lograr su expulsión de la península. De algún modo su saga se acomodaba a esta otra cruzada por la conquista de las tierras americanas para la Corona española. Probablemente ello le facilitó el cruce de los océanos en la espiritualidad de sus paisanos.
No obstante, nuestros acuciosos historiadores orientales nos advierten acerca de que, si bien en un inicio el santo patrón halló la aquiescencia de los primeros pobladores de la región, que para entonces era uno de los departamentos de la isla y se llamaba Cuba, con el transcurso del tiempo y la transformación natural de la composición poblacional la devoción por Santiago apóstol fue disminuyendo entre los criollos. Se hacía manifiesta la contradicción entre un pueblo nuevo y la imposición de un poder foráneo.
Las celebraciones de la ciudad y su patrono se realizaban inicialmente cada 24 y 25 de julio, patrocinadas por el Cabildo secular. Una procesión salía del Ayuntamiento hasta la catedral, donde la esperaba el cabildo eclesiástico. Se adornaba toda la vecindad y comenzaban las diversiones y el desfile de comparsas con los bailes y la música populares.
Las autoridades se preocupaban por hacer gala de la fidelidad a la Corona española, mientras una parte significativa de la población ponía todo su empeño en festejar su ciudad y su condición de nacidos en estas tierras.
Algunos hechos poco ortodoxos
En 1828 varios comerciantes catalanes consiguieron situar en el centro de la Plaza de Armas una estatua ecuestre del rey Fernando VII, elaborada en madera dura, en su afán por hacer patente su fidelidad al lejano monarca.
La vida jugó sus dados y la representación del soberano no satisfizo a los pobladores, con independencia de sus sentimientos políticos, por lo que decidieron desmontarla y guardarla en algún rincón del Ayuntamiento.
Para acentuar los tintes rocambolescos de la situación, sucedió que, tras la muerte del rey, en 1833, sin remilgo alguno, la figura antes oculta fue asumida como la representación de Santiago Apóstol; un anhelo de la mayoría, que deseaba contar con algún tipo de imagen corpórea del patrono para las festividades del 24 y 25.
En el transcurso del siglo los paseos de las máscaras, comparsas y mamarrachos tomaron cada vez mayor importancia para los ciudadanos, sobre todo para los sectores populares. La laicización que vivió la isla a partir de los años cuarenta prosiguió separando al poblador de su patrono, una tendencia que se percibió en las fiestas patronales en general, las cuales se transformaron en celebraciones identitarias de otro tipo hasta tomar vida propia como fiestas profanas y dar lugar a los carnavales y las parrandas.
En la historia particular que nos ocupa ocurrió que, como consecuencia de su uso por varias décadas, el deterioro de la figura del apóstol se hizo muy evidente y demandó una solución. Así que, tal como entró, salió de la escena pública la representación del Apóstol y correspondió al pendón de Castilla ocupar el lugar protagónico en las ceremonias de julio.
Al iniciarse la ocupación estadounidense en 1899, el eminente patriota Emilio Bacardí, entonces alcalde de la ciudad —el primero en el cargo—, rescató la estatua errante y la conservó en el museo que proporcionó a sus conciudadanos.
Para entonces, el valor que esta había tenido inicialmente, como símbolo del poder colonial y de opresión sobre los criollos, había sido anulado con el fin de la dominación española sobre nuestras tierras, en tanto se reafirmaba la familiaridad con aquella representación del guerrero que, sobre su caballo blanco, transitaba por las calles de la ciudad durante las fechas de su onomástico.
Su vinculación con el surgimiento de los carnavales y, luego, con su celebración anual, penetró en la sensibilidad popular y Santiago Apóstol integró los símbolos identitarios de la ciudad.
Ciertamente, a través de los siglos, la figura de Santiago ha mostrado una tenacidad a toda prueba por mantenerse vinculada de algún modo a esta tierra.
Raúl Pomares, el Cabildo Teatral y el Apóstol Santiago
De todo ello se valió el ingenioso Raúl Pomares para enriquecer el repertorio del naciente Cabildo Teatral Santiago con una nueva obra que resultó un clásico de su repertorio y de la creación teatral de una época.
En la puesta, la principal controversia se establece entre Ño Pompa, quien representa al pueblo y era interpretado por el propio Pomares, y el Apóstol Santiago, estrenado por el actor Héctor Echemendía y a quien sustituyó Dagoberto Gaínza en 1976.
El espectáculo contó finalmente, tal como era típico en el Cabildo, con el aporte de todos, incluyendo —según recuerda el actor, dramaturgo e investigador Carlos Padrón— hasta las visiones brechtianas del teatrista alemán Ulf Keyn, de visita por Santiago en las jornadas que le quedaban libres entre sus labores con el Teatro Bertolt Brecht, en La Habana.
El montaje quedó firmado, como director teatral, por el muy joven Ramiro Herrero, quien trataba a toda costa de culminar sus estudios universitarios en esa etapa.
La visualidad, extraordinaria, respondió a los diseños magníficos de Pedro Castro, escenógrafo y director teatral de portentosa imaginería.
El texto que cierra reza: “Ahí te dejo, infeliz pedazo de madera. Si algún día te bajas del pedestal y pones los pies en la tierra vas a ver, por primera vez, cómo son las cosas verdaderamente y, si te queda un poco de vergüenza y sangre en las venas no tendrás más remedio que seguir a toda esa gente, adonde quiera que vayan. Adiós, Apóstol, Santiago se va”.
Y es que Santiago, el hombre que en las liturgias y afanes políticos fuera convertido en símbolo de lo que en esencia no era (el poder colonial), recobra su carácter humano, toma la espada, deja atrás el pedestal, adonde por más de un siglo ha sido destinado y decide integrarse a la masa humana que sueña y batalla por el mundo que merece: uno mejor para todos.
50 años
El espectáculo, pensado como la mayoría del repertorio del Cabildo, para desplegarse en plazas y escalinatas, tuvo su estreno en octubre de 1974 en los predios del castillo de San Pedro de la Roca, el Morro santiaguero que preside la entrada de la bahía y, desde entonces, resultó una de las más importantes creaciones del Cabildo Teatral Santiago.
Aprovecho la ocasión para rendir homenaje a esa agrupación, única hasta hoy entre nuestras expresiones dramáticas y de la cual se desprendieron, después, núcleos de artistas que fundaron las nuevas compañías teatrales que conforman hoy la geografía múltiple de la escena santiaguera.
Segura estoy de que el estudio profundo que se le debe revelaría conexiones insospechadas —ocultas a la mirada de superficie— con poéticas contemporáneas que a partir de los noventa reverenciamos. Pienso en Teatro Buendía, Teatro El Público, El Ciervo Encantado, Teatro El Portazo.
Sus fundadores asumieron un desafío colosal —cada época plantea el suyo— al cual dieron respuesta sobre la base de la honestidad extrema, valor, presencia, tenacidad, hermandad y talento.
Comenzaba el sonido de los tambores y los metales, tremolaban las abigarradas capas al viento… Cuando el Cabildo salía, ninguno podía quedar indiferente.