Para tratar con eficacia cualquier tema lo inicial es su definición; que no pretende ser absoluta, infalible o universal, sino que limita su vigencia al marco del ensayo que la solicita. De este modo, comienzo por establecer que, al referirme al teatro cubano, me ciño a aquel texto y/o espectáculo escrito por autores cubanos.
Cuando en 1989 concluí una investigación sobre la producción dramática cubana y las circunstancias en las cuales ella tenía lugar, desarrollada gracias al testimonio preciso de más de una decena de dramaturgos cubanos —encabezados por los maestros del oficio—, la primera conclusión era la ausencia de un programa de atención o estimulación a la dramaturgia nacional y sus cultores. Existían, entonces, tan solo exiguos certámenes literarios que incluían el género.
Entre sus páginas inéditas encuentro la observación de que, desde la fundación del Instituto Superior de Arte (ISA), en 1976, con su Facultad de Arte Teatral, ninguno de nuestros autores más reconocidos había participado en el ejercicio docente que preparaba a ese nivel a autores dramáticos. Algo distinto a lo que sucedía, en aquellos años, con la formación de actores, por ejemplo, para no hablar de las prácticas de otras facultades.
Durante los períodos republicanos previos a 1959, el principal problema de la dramaturgia cubana fue su arribo a la escena. El triunfo de 1959 y la política cultural de la Revolución Cubana de los primeros años cambiaron ese panorama y las obras de nuestros dramaturgos pudieron encontrarse con sus públicos mediante sus puestas en escena.
Fueron los tiempos vertiginosos de Santa Camila de La Habana Vieja, El robo del cochino, Aire frío, Contigo pan y cebolla, La casa vieja, La loma de Mambiala, María Antonia, Vade retro, Los juegos santos, El premio flaco, La toma de La Habana por los ingleses…
Vale precisar que solo tres títulos de los mencionados fueron dirigidos por sus autores. El resto fue conducido por los directores del momento: Adolfo de Luis, Heberto Dumé, Humberto Arenal, Sergio Corrieri, Berta Martínez, Roberto Blanco, Pedro Castro…
Parametración
Tras el Congreso de Educación y Cultura de 1971, se produjo en el ámbito del arte y la educación el proceso de exclusión de todos aquellos que se consideraran “ideológicamente desviados”, entre ellos: religiosos, homosexuales, también individuos considerados “confundidos políticamente”, “apáticos al proceso revolucionario”.
En realidad, la categoría parece ser bastante amplia y sus límites estar débilmente dibujados. En el medio cultural institucional se concluía diciendo que “no cumplían los parámetros adecuados para desempeñar su labor” y, por ello, allí el descarte tomó el nombre popular de “parametración”. A los excluidos se les llamaba “los parametrados”.
El contexto socio-político general, según la periodización del sociólogo Dr. Juan Valdés Paz (1), nos ubica en el cambio de la etapa de creación y ejercicio de un modelo de socialismo autóctono (entre 1964 y 1970) a la etapa que él llama “interregno hacia un nuevo modelo de socialismo”, entre 1971 y 1974, la cual desemboca —seguimos con él— en la asunción del modelo soviético, entre 1975 y 1991.
Silencio creador
La investigación que he mencionado revela “períodos de silencio creador” por parte de algunos de los autores de mayor renombre, que se extienden entre 1968 y 1980. No solamente sus obras precedentes no fueron publicadas ni puestas en escena, sino que varios de ellos dejaron de escribir.
Ilustro la afirmación con el caso de Abelardo Estorino, quien hizo la versión teatral de La dama de las camelias en 1968; fue prohibido su estreno en 1971 (la preparaba el Teatro Nacional de Guiñol).
Escribió luego la primera versión de La dolorosa historia de José Jacinto Milanés en 1974 y no terminó otro texto propio hasta 1979 con Ni un sí ni un no, pues en 1971 y 1972 se limitó a hacer los guiones “patrióticos” de los recitales con actores y músicos que Teatro Estudio realizó en esa etapa (Mientras Santiago ardía, Tiene la palabra el camarada Mauser), cuando su nómina de actores estaba afectada por el número de artistas “parametrados”, esto es, impedidos de ejercer su oficio.
José Milián estrenó La toma de La Habana en 1970, en Teatro Estudio —todo un éxito de público—, y no podrá volver a estrenar una obra hasta 1979.
El problema eran los escritores
Fue el primer teatrista —y el único entre los escritores— en presentar su caso ante la justicia mediante abogado (con el Dr. Aramís Taboada) y el Tribunal Supremo falló a favor de la ignominia; declaró que, en efecto, el Consejo Nacional de Cultura se hallaba en el derecho de separar a escritores que no le interesaban.
Mientras, Blas Roca, al conocer del hecho por el propio Milián declaraba que aquello era un proceder anticonstitucional. Roca se hallaba trabajando en el texto de la Constitución de la República que votaríamos luego, en 1976.
Tras este primer lance con la justicia revolucionaria, un grupo de actores presentó reclamaciones mediante otro abogado (el Dr. Dávalos, quien no aceptó incluir el caso de Milián) y lograron ser reintegrados.
A esa altura estaba claro: los actores no constituían un real peligro. El problema eran los escritores. No obstante, lo que estaba sucediendo obtuvo trascendencia y algunas figuras relevantes y dignas de la vida nacional alzaron sus voces. Entre ellas estuvo la de Lázaro Peña.
Tras el I Congreso del Partido, en 1975, el poder revolucionario tuvo su primera gran reforma institucional, que comenzó en 1976. Surgió el Ministerio de Cultura y se designó a un cuadro político de la estatura de Armando Hart como ministro. Su tarea inicial y de altísima importancia era restablecer el lastimado tejido creador con la reincorporación de quienes habían sido separados del mismo. El área más afectada era el teatro.
Sin aviso ni disculpas
Paulatinamente, los creadores dañados fueron reincorporados al sistema, aunque algunos no regresaron. Nadie les avisó oficialmente que podían hacerlo; tal como comenzó, sin anuncio ni declaración alguna, con absoluta impunidad, así, en ese mismo estilo, sotto voce, terminó, aparentemente.
Nunca se les ha ofrecido una disculpa pública a estos cientos de personas, dañados en lo más íntimo, sin cometer delito alguno. Víctimas de una purga que estimuló las más bajas pasiones e involucró como denunciantes a varios de sus compañeros.
Si bien el hecho no tuvo la nefasta trascendencia internacional del Caso Padilla, que “desencantó” a un grupo significativo de intelectuales latinoamericanos y europeos con respecto a la Revolución Cubana, sí fue uno de los errores políticos más lamentables dentro del ámbito cultural.
Tuvo mayor impacto en cuanto a la violación de derechos ciudadanos, el número de personas afectadas (que no se reduce a los directamente excluidos; se extiende a familias, colegas, amigos, grupos teatrales de pertenencia y todo el gremio teatral en este caso) y la aún incalculable huella que dejó.
Se produjo una fractura de suma importancia. Nada sería igual que antes. Es la naturaleza de cualquier estigma: permanecer en el tiempo. Los estigmatizados no volvieron a ser los mismos. El teatro cubano tampoco.
Escritores-directores
Consecuencia o no de ese proceso, la mayoría de estos y otros dramaturgos comenzaron a oficiar como directores escénicos en el afán de garantizar que sus obras llegaran a escena. Excepciones constituyen Piñera, Felipe, Arrufat, Artiles frente a Estorino, Ferrer, Milián, Quintero, Jesús Gregorio, René Fernández, Tomás González, David Camps, Ignacio Gutiérrez, Pepe Santos…
Otros autores no dirigen, pero estarán ligados a una agrupación para la cual escriben y que reduce a ese autor su repertorio. Fue el caso de Alberto Pedro Torriente y Teatro Mío, con la conducción de Miriam Lezcano.
Entre las promociones posteriores de dramaturgos —provenientes o no de la Facultad de Arte Teatral del ISA— a quienes no sean capaces de realizar la puesta en escena de sus obras o no tengan una relación de correspondencia con un particular grupo teatral, les resultará tortuoso el acceso de sus producciones a los escenarios, aun cuando haya excepciones.
En el modelo que sigue la tradición teatral cubana, es el director escénico la figura de poder. Cada vez más se prescinde de dispositivos como “consejos artísticos” y especialistas como “asesores teatrales”. Quiere esto decir que es el director quien decide la obra que entrará en relación con el público. Quien visibiliza autores, estilos, géneros, filosofías; influye en el gusto y educación del público, en la formación de espectadores.
El dramaturgo abandonado
Puesto que dentro del gremio teatral no existe vida social; no tenemos clubes, cafés donde regularmente se reúna la gente del teatro ni actividades regulares de interés general y, tras los setenta, se hizo infrecuente entre los grupos teatrales la asistencia a los estrenos y temporadas del resto de los colegas —práctica que los más jóvenes van recuperando.
Ello no colabora para el encuentro natural e informal, el intercambio de información y el bosquejo en colectivo de nuevos planes y propósitos. No existen otros canales de comunicación entre dramaturgos y directores ni dispositivo alguno de promoción de los nuevos textos producidos por nuestros autores.
La figura del dramaturgo no recibe atención alguna por parte de la institucionalidad de la cultura. Es nula la promoción en torno al mismo y existe una total inconsciencia con respecto a su importancia en las instituciones encargadas del desarrollo de un robusto teatro nacional.
El autor teatral continúa en las mismas condiciones que en sus épocas describieran Virgilio Piñera o el crítico e investigador Rine Leal: tiene que desarrollar otros oficios que le garanticen el diario sustento; son los eternos aficionados o amateurs del teatro cubano, puesto que no pueden vivir de su profesión.
Nada se hace
Más allá de la precariedad que caracteriza el quehacer cotidiano de nuestro teatro —cada vez más ninguneado en el plano del apoyo económico y material—, el lugar al cual ha sido relegado el dramaturgo cubano se reveló con nitidez a partir de la actividad que comenzaron a realizar los agregados culturales de las embajadas de determinados países (Noruega, Alemania, España, Francia, etc.) en nuestro suelo desde inicios del nuevo milenio.
Promocionaban primero la lectura y luego el montaje de las obras de algunos de sus autores nacionales (ni siquiera los ya consagrados) por nuestras compañías teatrales, mediante la financiación de estas acciones.
La iniciativa obtuvo claro respaldo. De inmediato, directores y grupos se enrolaron en la práctica. Lamentablemente, no fue imitada por nuestras embajadas en parte alguna del planeta.
Tampoco el Consejo Nacional de las Artes Escénicas ni su sistema de consejos provinciales se ocupan de estimular en sus agrupaciones artísticas la puesta en escena de un autor del patio.
Una vía posible sería el apoyo a la producción del espectáculo; otra —que no repercute sobre el presupuesto— garantizar una alta promoción en los medios; mejor aún, ambas, pero… nada se hace.
De hecho, cualquier colega puede comenzar el montaje de uno de los textos de algún dramaturgo nuestro en activo sin tener la menor noción de que para ello necesita su autorización, dado que hay reglas que debe respetar dentro de los llamados “derechos de autor” o copyright reconocidos por la legislación cubana al respecto desde inicios de los años ochenta.
Subsuelo propio
Los directores, desde su oficio, pueden crear sobre los escenarios cuantas versiones deseen de Antígona, Macbeth o Las relaciones de Clara para hablar a través de ellas de zonas de la realidad cubana. Dichas versiones siempre habrán de remitirnos a su original referente.
No haremos más que establecer cierta comparación entre dos realidades semejantes, hallar resonancias o alertar sobre la reiteración o supuesta universalidad de un conflicto. Seguirá vacía La caja de zapatos (Piñera), no se escucharán Tambores en la noche (Felipe), El Mayor General [no] hablará de Teogonía (Triana).
El teatro cubano puede originarse, en opinión de muchos, a partir de cualquier partitura (dramaturgia alemana, argentina, inglesa, danesa), pero cuando ella proviene del subsuelo propio, las raíces suelen ser increíblemente profundas.
De otro modo, ninguno hubiese escrito (ni nosotros aplaudido a rabiar) Manteca, Chamaco, Diez Millones, Huevos, Jacuzzi por citar algunos títulos de las últimas décadas.
Nota:
Juan Valdés Paz. La evolución del poder en la Revolución Cubana, T.I, Rosa Luxemburg Stiftung, Ciudad México, s/f.