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¿Nuevo delirio, nueva experiencia?

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  • Redacción OnCuba
    Redacción OnCuba
septiembre 19, 2014
en Teatro
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Delirio Habanero

Delirio Habanero / Foto: Tomado de Cubasí.

Como parte de las propuestas de Habanarte, estuvo en cartelera por tres días, en la sala Adolfo Llauradó, la legendaria obra Delirio Habanero. Un nuevo elenco subió esta vez a escena Teatro de La Luna, de la mano de Raúl Martín.

 

Por: Tara Ramplante

Una vez más vuelve a los escenarios cubanos Delirio habanero, la pieza que Alberto Pedro Torriente escribiera hace veinte años, convertida en clásico por Teatro de la Luna cuando el colectivo la estrenara en 2006. Después de muchas reposiciones retorna la misma puesta con otra posibilidad: el encuentro con nuevos actores, con nuevas formas de asumir el riesgo cifrado sobre todo en vivenciar la experiencia de la actuación trascendiendo las propuestas de los actores precedentes.

La obra expone a tres seres que confluyen noche tras noche en un espacio olvidado de La Habana en los años 90. El sitio adquiere una nueva dimensión pues ampara a una tríada de locos que construye su identidad sobre las personas de Benny Moré, Celia Cruz y Varilla, mítico cantinero de La Bodeguita del Medio. El encuentro de estos seres provoca una situación de desborde onírico pero también de crudo roce con una realidad violenta que ellos necesitan esquivar: la realidad social cubana de la época. Bien lo apunta La Reina: «Estoy de incógnito. Tengo que andar así, disfrazada, para que no me reconozcan». Lo dice El Bárbaro: «El cementerio es mi casa, señora. Yo soy un muerto vivo». Lo expresa Varilla: «Pero tú sabes que la entrada es por allá atrás. Este es un lugar secreto». El local (un bar clausurado desde finales de los sesenta) hace de cobija para encuentros íntimos necesario que mitigan el ahogo, pero se convierte a la vez en el punto en el cual se alivian sus espíritus atormentados de orates huidizos, desbocados y expandidos siempre hacia afuera. Es, por tanto, un sitio idóneo para las confesiones y también un escenario donde se catapultan tres miradas y tendencias al brillo, al protagonismo.

A partir de la necesidad de huir y protegerse que tienen estas criaturas enfermas, se produce un juego de sustituciones que se centra en el abandono del propio ser y la búsqueda de otras esencias en el pasado. La crisis económica, ideológica y ética de los años noventa en Cuba define el contexto en que los personajes se mueven, y que espiritualizan desde esa identidad calcada, esa evasiva forma de encontrarse con sus circunstancias.

Desde el punto de vista actoral, El Bárbaro, La Reina y Varilla –personajes de la obra– se han identificado en el imaginario teatral cubano a través de los cuerpos, voces y presencia de Mario Guerra, Laura de la Uz y Amarilis Núñez. Es posiblemente este elemento el que resulta seductor para un público que asistió masivamente a la sala y pareciera desear una experiencia novedosa, pero igualmente intensa en su recepción, con el añadido de su probable conocimiento del espectáculo después varias decenas de funciones a lo largo de siete años. Y es este mismo elemento el que provee un ángulo de cambio, y a la vez de cansancio en el riesgo, es decir, provoca la paradoja y la contradicción. Es difícil apartarse de la espada de Damocles que significan las presencias anteriores, a pesar de una energía especialmente renovada que se reconoce en este elenco, y de una voluntad de asimilar desde otras perspectivas personajes que descansan en un muy marcado trabajo de caracterización. Creo que es precisamente esta la trampa en la que se dejan caer sobre todo Luis Manuel Álvarez y la actriz Yordanka Ariosa en sus propuestas de Varilla y La Reina, muy deudoras de la concepción de Núñez y La Uz. La caracterización minuciosamente construida por aquellas se convierte en la verdadera camisa de fuerza para actores más jóvenes que aun así intentan dialogar desde un ritmo y energía muy personales, pero sin llegar a erigir decisivamente un espacio de autenticidad en su propuesta. La espada en estos casos constriñe, menos para Yassel Rivero en su trabajo con El Bárbaro, e induce a una especie de reproducción que pudiera operar como atractivo pero se convierte al final en un espacio de encierro. Esta es para mí la experiencia –trasplantada al actor- de la locura que viven los personajes, que tratan de establecer una zona de libertad en un espacio cerrado, pero que no se concreta en la realidad externa a él.

El caso de Rivero es paradójicamente distinto. Se siente una libertad mucho más abierta en su trabajo, y a pesar del referente que sigue pendiendo lo que propone como actor rebasa en mucho la propuesta anterior, y tiene una textura genuina, personal, es un acercamiento a mi entender verdaderamente nuevo en toda la medida en que puede serlo un trabajo estrictamente pautado sobre partituras de movimiento y enunciación invariables desde el día del estreno de la obra. Sin embargo, el momento en que el referente pesa sobre él es cuando el público advierte la desmesura en esa ambivalencia de El Bárbaro –es loco y es a la vez El Benny, no se sabe si es el Benny loco o un loco que “hace” a Benny–. Es notable que la puesta necesite el elemento de la ambivalencia. El Bárbaro parece ser, pero no es ni será jamás Benny Moré. Lo mismo sucede con los demás. Es la contraposición imprescindible, el movimiento oscilatorio sobre el que se erigen los seres y el sentido de actualizar el discurso que portan los referentes en la época de los 90. El sentido está, más que en el hallazgo de una personalidad genuina para cada uno, en la imbricación de un ser con otro, en el contrapunteo incisivo que se da al producirse el choque entre la individualidad real y la construida. Yassel Rivero concibe sin embargo su personaje sobre una ascensión paulatina y asfixiante de la locura, que llega casi a las puertas del arquetipo. Es entonces que su autenticidad equivoca el camino, lo cual descoloca dada la potencia que ostenta como actor y que es reconocible sobre el brillo de la espada que él –incluso en sus instantes de locura más pertinaz– logra evadir.

La experiencia que se ofrece al espectador mediante estas reposiciones pasa muchas veces por el conocimiento de un proceso y un modo de trabajar del colectivo que no radica únicamente en las herramientas actorales. Hay una tradición de variar los elencos incluso en puestas anteriores, pero creo que Delirio…, como ninguna otra, ha localizado referentes tan definidos, no solo para la obra del grupo sino para el repertorio del teatro cubano en los últimos diez años. El riesgo que conlleva asumir un trabajo como este –tan coreográfico, pautado, y por tanto, propenso a lo invariable– se inclina hacia una indudable superación de los antecedentes que incluso el público es incapaz de obviar, aunque pueda advertir fuerza y distinción en los nuevos cuerpos y voces y una necesidad de liberarse y salir, mostrarse, tal como quieren los personajes de la obra. Habría que replantear tal vez una experiencia de dirección que aborde esta contradicción y despliegue búsquedas más individuales, para vivificar no solo el proceso de articulación de los personajes sino también la relación de la obra con el público.

La labor actoral tiene una importancia capital para la puesta –estructurada sobre un despliegue virtuoso que demanda a veces demasiado rigurosamente de la caracterización–. Es así que Delirio habanero se ha convertido en una obra fuertemente sustentada en los intérpretes. A pesar de que Raúl Martín, director del grupo, conciba su puesta en escena a partir de un sentido espectacular hacia el que guía cada uno de los elementos que la componen, en correspondencia con la naturaleza de las figuras en las que se inspiró el autor, la cuestión de los actores ocupa un sitio cardinal. Su trabajo define la comunicación del receptor con una tradición musical, de vida nocturna que distinguió a La Habana de los cincuenta en las que emergieron Benny, Celia y Varilla y sobre las que la puesta también se piensa y construye. Cada tema interpretado es un conducto para un reencuentro cultural, vehiculado mediante la potencia y el encanto genuino del actor. Sin este elemento de correspondencia –tal como sucede en la obra con la ambigüedad e indisociabilidad del loco respecto a la identidad que imita– la puesta no llegaría a expresar el verdadero delirio, a alcanzar su definición mayor.

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