El pasado fin de semana El Público volvió a sacudir la Habana con una de sus puestas. Tacones de aguja dorados, pelucas de un verde brillante, mallas y algunos grises se dejaron ver de nuevo por la conocida pasarela del Trianón.
Unos días antes del estreno me había llamado la atención aquel cartel colorido mientras caminaba por la avenida de Línea. Ya había perdido la costumbre de mirar la fachada del que antes fuera uno de los teatros emblemáticos de La Habana. La había perdido, en primer lugar, porque llevaba meses esperando un regreso que se hacía cada vez más largo, sobre todo para una adicta que como yo, necesita las sillas reclinables, el olor a telón húmedo y el tabloncillo chirriante del teatro para sentirse viva en esta ciudad.
La ausencia de El Público fue para mí la usencia del feeling dramático al que me malacostumbraron desde que a los 19 años y siendo aun una colegiala empecé a frecuentar la sala azul de Línea y A. Aprendí a amar el teatro desde que con mis escasos 8 años mi padre nos arrastraba a mis hermanos y a mí cada domingo al guiñol. Desde entonces, disfrutaba no solo el momento de ocio, el hecho trascendental de ponerme la bata de encaje y los zapatos de charol negro para salir de casa; sino también la sensación de estar asistiendo a un momento mágico cada vez que alguno de aquellos titiriteros movía sus manos y sacaba vida del trapo en medio de todo aquel olor a gamuza y luces bajas.
En los últimos meses, algunas obras se han presentado bajo la dirección de Carlos Díaz, ninguna de ellas lo suficientemente certera para darme el tiro de gracia como lo habían hecho antes “Ay, mi amor”, “Las amargas lágrimas de Petra Von Kant” o aquella visceral “Santa Cecilia”. No hablo de obras buenas ni malas, ni aunque quisiera podría hacerlo, respeto mucho el juicio especializado para emitir criterios de esa índole. En lo personal hablo de la pasión del cuerpo que embiste en la intimidad del teatro, del texto comprometido más allá de la consigna, del cosquilleo que sentí entonces en aquella sala de guiñol a mis 8 años; el mismo que siento cuando a veces algún que otro actor me sacude el corazón con un bocadillo.
Desde su fundación en los lánguidos 90, el teatro de Carlos Díaz ha sido una propuesta mordaz. El Público llegó a las tablas cubanas para enseñarnos que el dolor se grita, no admite susurros; y así comenzó toda una tradición carnavalesca que tenía al desnudo casi como una bandera.
-¿Al Trianón dices? Bah, encueradera segura.
Y es que El Público se posicionó en el imaginario citadino como eso: la compañía de teatro que nos regalaba desnudos al módico precio de 10 pesos en moneda nacional. De pronto y casi sin quererlo fue convirtiéndose en la caricatura de aquel grupo que se propuso ser todo menos complaciente.
Debo admitir que hasta este domingo de noviembre en que volví a mi silla reclinable del Trianón no logré ver en las obras de la compañía algo que se le pareciera a la desgarradora nostalgia de Santa Cecilia en el genio histriónico de Doimeadiós, ni a Adolfo doliéndonos desde aquel inventario de tristezas que fue “Ay, mi amor”.
El Público renace esta vez con “Peer Gynt”, original del escritor noruego Henrik Ibsen y adaptación del dramaturgo cubano Norge Espinosa. Contra todo pronóstico, la gutural voz de Ysmercy Salomón y el extravagante vestuario no fueron, sin embargo, la gran sensación de la tarde. Lo que sorprende realmente al público espectador -además de la ausencia de desnudos- es el hecho de estar ante un ejercicio dramático diferente; un exorcismo emocional al que el director Carlos Díaz somete a sus actores; desafiándolos a relatar delante de totales desconocidos sus intimidades más profundas. Peer, el joven soñador, no es más que un pretexto para contarnos la Cuba de hoy en la voz de su gente, actores que abren el pecho encima de un escenario y que también es gente que sueña, llora y debe aprender a respirar sin un hermano, un hijo o una madre; sobreviviendo al igual que cualquier cubano que decide quedarse de este lado del mar.
En “Peer Gynt” la fantasía nórdica disfraza el universo ibseniano de la búsqueda interior, del aprendizaje al que nos exponemos diariamente y se constituye como un proceso inacabado. Ibsen ha venido a lanzarnos el grito desde la voz escénica de Carlos Díaz, desde la valentía del cuello hacia arriba de cada uno de sus actores, desde ese arrebato del cuerpo que tanto extrañaba en aquella sala. Y no, no hay desnudos incluidos al módico precio de 10 pesos en moneda nacional. El Público es más que eso. Las puertas del Trianón estarán abiertas de viernes a domingo para los escépticos que quieran comprobarlo. Y yo, a partir de hoy, volveré a buscar lo nuevo en la fachada azul del Trianón.
Muy buena y respetuosa visión de la nueva propuesta de “El Público” y que bueno que esta vez no pondrán desnudos cuasi injustificados para vender… way to go.
Excelente artículo, la autora nos engancha desde el principio y nos trasmite su pasión por el teatro, por el buen teatro..gracias por recordarnos que quedan lugares en nuestra Habana donde cultivar nuestras almas………
Me dan ganas de ir al teatro, muchas gracias !!!!!
Carlos Diaz cala siempre en lo profundo con inteligencia sublime, ironìa intelectual, desmedida contenciòn (por paradoja). Es hoy el mejor director de teatro en Cuba.
Buen comentario! Soy fiel seguidora y admiradora del gran maestro que es Carlos Díaz. En mi opinión maestro de maestro. Pasión y actuación de primera lo ha caraterizado siempre junto a su elenco de actores de categoría estelar. Gracias y saludos