Todavía se escucha el pisoteo sobre los adoquines de República, en la ciudad de Camagüey. Calle abajo, calle arriba, cartelera en mano, a la caza de la próxima función. En un ajetreo, contrarreloj y bajo la amenaza del huracán Matthew que nunca tocó tierra agramontina, la gente toma los teatros y se planta frente a las puertas. Logran entrar, se acomodan en la platea y esperan.
Siempre hay rostros conocidos, gente que uno se encuentra en Camagüey cada dos años y crea con ellos extrañas alianzas afectivas. Pero también hay rostros nuevos, tal vez están yendo al teatro por primera vez: ¡Bienvenidos! El teatro es un espacio de libertad, abierto a todos, inclusivo. Tome su asiento y déjese llevar. Ojalá le sea provechoso, ojalá enriquezca su espíritu y le contraiga el músculo cerebral como debe ser, con todos los sentidos y apetencias. El teatro también es un lugar impuro, tiene laberintos misteriosos y telas malolientes cargando un polvo viejísimo. Los actores sudan, marcan su ropa, tiznan las plantas de sus pies con el polvo oscuro del escenario y eso entra, penetra en cada uno de sus huesos, quemándoles la piel en cada función. Así y todo, al final salen y reverencian al público.
Algunos espectáculos del recién finalizado XVI Festival Nacional de Teatro de Camagüey mostraron una “invasión de realidad” que ha venido marcando la escena contemporánea cubana desde hace algunos años. Esa “apropiación” se ha concretado de manera diversa: en algunos casos, directa, en otros, oblicua. Sin embargo, lo más importante ha sido, a mi juicio, partir de materiales que conectan experiencias del aquí y el ahora, desde cierta acumulación de sensibilidades que pasan por la exposición de biografías personales, archivos autorreferenciales, la problematización de un debate generacional y social, entre otros puntos de una cartografía variada.
No me refiero aquí a valoraciones estéticas, sino a una aproximación, imperfecta y personal siempre, de tendencias que van abriéndose paso en el paisaje teatral de la Isla. Bajo diferentes presupuestos y poéticas, muchos de esos espectáculos tienen en común partir de experiencias vívidas y fundar un ámbito sensible de conexión con el espectador que pasa por vivir y compartir esa experiencia.
En ese tajo, se incluyen ejemplos como 10 millones, de Argos Teatro; Así quiero. La familia como teatro, del Laboratorio Ibsen. Plataforma de Experimentación Social; Family trash, de Osikán. Plataforma de Experimentación Escénica; Los caballeros de la mesa redonda, de Teatro del Viento; CCCP, de El Portazo; El viejo y el mar, de El Mirón Cubano; o Charlotte Corday y el animal, de Teatro El Público.
En cada uno de ellos advertimos el asomo de la realidad en tanto cosificación de sucesos, referencias, archivos personales, individuos reales en la construcción de espacios híbridos entre ficción y no ficción. En esa urdimbre también se produce un tironeo entre presencia y representación. No obstante, está claro que asistimos, en tanto espectador frente al actor o performero ubicado en el escenario, a una convención teatral. Pero ahí, en ese tránsito, en ese viaje de ida y vuelta, entre “platea” y “escena”, es donde toman cuerpo la experiencia y la crónica comunes.
En ese tanteo de lo real o no ficción, opera, de forma más directa en estos casos, una lectura paralela conectada a la Historia y al relato nacional. Hay una urgencia por revisar la biografía colectiva, la que se construye en el imaginario ciudadano.
De ahí que la historia que constatamos en 10 millones no solo refiere a la hoja de vida de su autor y director, Carlos Celdrán –sin ser una autobiografía, hay sucesos verídicos– sino que alude a momentos de giro de la política y la historia de la Revolución Cubana de los cuales fue testigo y víctima, como fue el fracaso de la zafra del 70 y los sucesos del Mariel una década después. En El viejo y el mar, por ejemplo –versión para teatro callejero de la novela homónima de Ernest Hemingway– Santiago es un hombre que habita en la calle rodeado de sus recuerdos; podemos observar, antes de lanzarse al “mar”, fotos antiguas del actor junto a su familia. Algunos espectadores pueden asociar la hazaña del protagonista a la resistencia moral que ha vivido el actor, así como una metáfora de los desafíos que impone el teatro callejero en la larga trayectoria de El Mirón Cubano.
Así quiero (creación colectiva de sus performeros Yohayna Hernández, Pedro Enrique Villarreal, José Ramón Hernández, Marien Fernández y Rayder García; aunque en Camagüey se presentó una versión con los tres primeros, junto a Marta María Borrás) y Family trash (con dirección de José Ramón Hernández); exponen de manera más transparente los materiales y archivos biográficos sobre los cuales se construyen la propuestas.
En ambos hay una decantación de los sucesos de la vida real de los performeros y / o actores que se ficcionaliza sobre el espacio escénico sin perder su condición de “realidad”. Objetos, fotografías, memorias que hacen vulnerable la “representación misma” y que contribuyen a generar una empatía peculiar, una comunicación sensible con el espectador. Derivados de talleres de teatro documental o biodrama, en sendos espectáculos o procesos en vivo, se genera una especie de ritual de la confesión, un acto de suma honestidad y fragilidad a la vez.
Así quiero, Family y Charlotte Corday se inscriben en esa delgada producción para públicos jóvenes. La familia como centro, las frustraciones, dolores y esperanzas nacidas en su interior, así como las tensiones en las relaciones intergeneracionales son algunos de los tópicos que miran a ese tipo de espectador. En Charlotte, cuya base dramática es el texto de Nara Mansur, se pone en evidencia otra épica, otra manera de relatar el mito, de descomponerlo, de apropiarse de él. La realidad penetra en las voces de los padres de sus creadoras, en la colección del museo sentimental donde se expone la memoriabilia de la actriz, Andrea Doimeadiós, y de su directora, Martha Luisa Hernández: fotos, objetos, textos… todo aquello que recompone y confirma, por otro lado, el deseo de “estar ahí”, de participar, de formar parte de un nuevo mito.
Los caballeros de la mesa redonda, bajo la dirección de Freddys Núñez, trabaja la realidad desde la analogía y la alusión indirecta. Aquí, el director y dramaturgista opera con la condición real a partir del texto dramático del alemán Christoph Hein. Pero lo que vemos es un juego escénico que no define ni dónde ni cuándo transcurre la historia, a pesar de constatar referencias directas a la Cuba de hoy. Sobre esos resortes, leemos un espectáculo atravesado por preocupaciones sociales del presente cubano muy relacionados, a la vez, con el futuro de la nación. Legítimo reclamo del teatro, en su profundo vínculo con la polis, por poner a discutir, desde las herramientas de su naturaleza artística, las angustias y preocupaciones de los ciudadanos.
Esa invasión de realidad está imbricada en el complejo tejido de Cuban Coffee by Portazo’s Cooperative, del matancero El Portazo. Partiendo del cabaret, como estructura espectacular, las historias personales se cuelan en su interior, en diálogo con una revisión de la Historia desde el presente. El montaje, en un ritmo trepidante, abre y cierra hendijas por donde penetran cuestiones tan tangibles como la migración, la noción del héroe, el futuro de la Isla (otra vez) en la encrucijada del restablecimiento de las relaciones con Estados Unidos.
El teatro, entidad viva que problematiza y se pone en riesgo desde sus propios lenguajes e historias, sigue punzando en lo más sensible, sangrante y urgente de la vida de nosotros aquí y ahora; como debe ser. La crisis es su naturaleza, la resistencia, uno de sus mejores nutrientes para la imaginación, y su poder, duradero.