De acuerdo con la literatura examinada, Martín Fox y su hermano Pedro fueron los dueños exclusivos hasta el final, pero en los años 50 el juego había pasado a otras manos. A partir de la segunda mitad de esa década, la administración del casino estuvo a cargo de Lefty Clark, ubicado allí por la mafia después de que Batista mandara a buscar a Meyer Lansky para limpiar el juego en Cuba, escandalosamente tramposo y corrupto. La operación fue ejecutada con el SIM y termino con la expulsión de trece norteamericanos que operaban en el casino de Arroyo y en el de Marianao.
Después vinieron reacomodos. Jake Lansky, el hermano de Meyer, funcionaba como gambling manager en el casino del Nacional; Joe Silesi, alias Joe Rivers, en el del Deauville; Ralph Rubio en el del Riviera; Ralph Reina en el del Comodoro; y así sucesivamente. El personal cubano cumplía, en general, funciones de dealers entrenados en escuelas que Lansky inauguró en La Habana importando para ello toda la parafernalia propia de esa actividad en Las Vegas.
Una de esas escuelas funcionó en el edificio de Ambar Motors, en 23 y P, negocio y propiedad del ítalo-cubano Amadeo Barletta, lo cual remite a relaciones de articulación/cooperación entre los distintos grupos mafiosos que operaban en La Habana, a pesar de intereses en pugna siempre presentes en una relación de equilibrio que podía romperse con cierta facilidad. La Habana se convirtió, para ellos, en un Paraíso tropical: el juego era legal y los mafiosos hombres de negocios a la sombra del gobierno, el sueño húmedo largamente imaginado y solo factible en la Perla de las Antillas.
Lo anterior sin embargo no anula la existencia de relaciones de horizontalidad con la élite político-empresarial de la Isla, empezando por lo más grueso: el binomio Lansky-Batista. También se suman a ella, entre otros, el senador Indalecio Pertierra, fundador de Aereovías Q y el hombre fuerte del Jockey Club; Eduardo Suárez Rivas, secretario de Hotelera Riviera SA, empresa poseída por Lansky (desde la sombra, en la plantilla del hotel figuraba como manager de la cocina); Evaristo García Jr., otro bolitero y socio de Santo Trafficante Jr. en el hotel Deauville; el propio Amadeo Barletta, ejecutivo de la General Motors, presidente del Banco Atlántico –durante un tiempo, uno de los reductos para las transacciones financieras de la mafia– y dueño del periódico El Mundo, entre otros.
La presencia de Lefy Clark en Tropicana, como la de Joe Rivers en el Deauville, viene a ser como una huella en la arena. Ambos trabajaban para el segundo mafioso de más poder en La Habana, después de Lansky: el tampeño Santo Traficante Jr., quien había participado en la famosa reunión de la mafia en el Hotel Nacional en diciembre de 1946 siguiendo la huella de su padre, Santo Trafficante Sr., conectado a suministradores de ron y alcoholes cubanos durante la Prohibición (Ley Seca) en Estados Unidos, junto con Lucky Luciano y otros capos. A la muerte del viejo, en 1954, el hijo se convirtió en el Don del imperio, facturado a base de varias cosas, pero sobre todo de la bolita, un negocio ilegal en Tampa persistentemente perseguido por autoridades federales y locales. Y raíz de una corrupción galopante a todos los niveles.
El casino de Tropicana no tendría entonces por qué ser la excepción en lo referido al control de la mafia, un resultado de la Ley de Hoteles 2074 (1955), la cual establecía exenciones de impuestos y otros beneficios a quienes desembolsaran más de un millón de dólares en hoteles-casinos y 200 000 en clubes nocturnos-casinos. Según varios economistas, la ley contribuyó a cierta bonanza económica, pero obviamente enajenó el país a los grupos mafiosos, sus beneficiarios privilegiados. Y consolidó a Cuba como Las Vegas de América Latina, el Montecarlo del Caribe y el burdel del Nuevo Mundo, tres de las etiquetas más socorridas en la imagen externa de la Isla al cierre de los años 50. Los servicios sexuales –prostitutas, prostíbulos, nigthclubs y “exhibiciones”– se dispararon como nunca antes en un contexto donde el derrame de esa bonanza se quedaba por arriba, lejos de los sectores populares e incluso de las clases medias.
Entrada la década, los dominios fundamentales de Santo Trafficante Jr. en Cuba eran el hotel/casino del Comodoro, el cabaret Sans Souci –que controló en 1953 al comprárselo a los hermanos Sammy y Kelly Mannarino, de Pittsburgh–, el hotel/casino del Deauville y, finalmente, el hotel/casino del Capri. Santo tenía sus oficinas en el segundo y vivía en el edificio de 12 y Malecón, actualmente una beca de estudiantes universitarios.
La literatura examinada no permite establecer con certeza cómo era su participación en el casino de Tropicana, es decir, si lo poseía por entero o lo compartía con otros grupos actuantes en la Isla. Eso por razones obvias: la mafia no dejaba records de sus operaciones, y Santo Trafficante Jr. funcionaba con su sempiterna filosofía de operar con efectivo para protegerse de los rastreos federales.
Pero la relación de negocios y personal con “el Guajiro” Fox, más la presencia de subordinados del capo tampeño en distintas funciones en el casino, sugiere que no debió ser de poca monta, aunque probablemente compartida con otros, según la costumbre de dividir el cake, metafóricamente reflejada en la segunda parte de El padrino.
Continuará…