Cuando tenía 8 o 9 años siempre le pedía a mi padre que me llevara al estadio a ver lanzar a José Antonio Huelga, Aquino Abreu, Rolando Macías, Modesto Verdura o Gaspar Legón, mis ídolos de los equipos villaclareños a finales de la década del 60 del siglo pasado. Eran tiempos dorados para el picheo en Cuba, porque en la lomita contraria lo mismo podía cruzarme con “Changa” Mederos, Braudilio Vinent, Manuel Alarcón, que con “La Guagua” López.
Pero a pesar de tantas estrellas del montículo, a las que mi padre también apreciaba, él siempre me decía que había un cubano mejor que todos ellos: “¿Tú ves la curva de “Changa”, la explosividad de Vinent, los movimientos de Huelga? Pues hay un hombre que tiene todo eso y más. Se llama Luis Tiant”.
Aquellas palabras me retumbaban, me hacían brillar los ojos, porque, contrario a muchos niños fanáticos del béisbol, lo que más disfrutaba en un juego era el trabajo de los pítchers y no los jonrones de los sluggers. Sin embargo, el nombre de Tiant y sus éxitos no existían para el relato deportivo cubano en los años 60 y 70 del siglo pasado, justo cuando el derecho de Marianao estaba en su apogeo en Grandes Ligas.
Lo poco que sabíamos de él llegaba a través de algunos periódicos y revistas de la época que unos marineros amigos de mi padre le regalaban tras volver de sus travesías. Aquellos pedazos de papel de cierta manera nos trasladaban a los montículos de Cleveland o Boston, donde Tiant impartió cátedra durante casi 15 años. De todas las cosas que leímos, una de las que más me impactó fue una frase de Darrell Johnson, el mánager que llevó a los Red Sox a la Serie Mundial de 1975: “Si un hombre me pusiera una pistola en la cabeza y dijera que va a apretar el gatillo si pierdo este juego, me gustaría que Luis Tiant lanzara”.
Esa sentencia refleja la seguridad que transmitía desde el montículo el tirador antillano, quien solía decir que, cuando se aprende a competir, no importa el rival. Esa máxima lo transformó en uno de los lanzadores más dominantes de su época, sobre todo en sus primeras cinco campañas con Cleveland y su posterior aventura en Boston.
Con los Indians tuvo cinco años seguidos de más de 10 triunfos en el comienzo de su carrera en MLB, incluyendo la brutal temporada de 1968, en la que consiguió 21 victorias y efectividad de 1.60, la más baja de la Liga Americana en la Era de la bola viva (desde 1920). Ese curso, además, completó nueve blanqueadas y dejó un promedio de jits por cada nueve entradas de 5.3, el mejor entre todos los lanzadores del circuito. Sin embargo, los votantes no lo tuvieron en cuenta para el premio Cy Young, que fue a parar a manos de Denny McLain, ganador de 31 partidos en 41 salidas al diamante.
Poco después de cumplir los 30 años, en 1970, Tiant era un lanzador de 82 victorias y efectividad de 2.88 en siete temporadas en Grandes Ligas, pero una lesión en el hombro sembró las dudas sobre sus opciones de continuar trabajando al máximo nivel, al punto que los Mellizos de Minnesota decidieron liberarlo poco antes de comenzar la campaña de 1971.
En ese momento nadie podía imaginar que el cubano, en un ejercicio de resiliencia admirable, resurgiría de sus cenizas y ganaría más de 140 juegos en las siguientes 12 contiendas. Uno de los pocos que visualizó a Tiant como una estrella pese a que estaba hundido en el lodo fue Eddie Kasko, quien asumió como mánager de los Red Sox en 1970, con solo 39 años cumplidos. El joven mentor apostó por el cubano, incluso después de su negativa actuación de 1971, con balance de 1-7 y efectividad de 4.85.
A cualquiera que viera esos números le sería imposible pronosticar que al siguiente curso Tiant daría un giro radical para convertirse en uno de los mejores lanzadores de MLB. Incluso dentro de la propia campaña de 1972, nadie habría pensado que un hombre con cuatro victorias y promedio de limpias de 3.18 a finales de julio terminaría el año con 15 triunfos y efectividad de 1.91, la más baja entre todos los serpentineros calificados de Las Mayores.
Su rendimiento entre agosto y septiembre fue espectacular, con 11 victorias, dos derrotas, un salvado y promedio de limpias de 1.18 en 114 entradas de labor. En ese lapso eslabonó una cadena de 15 partidos en los que permitió tres carreras o menos, con seis lechadas en su cuenta, cuatro de ellas consecutivas, entre el 19 de agosto y el 4 de septiembre. Además, consiguió una descomunal racha de 40 entradas en blanco.
“El Tiante” se había transformado en diamante. Fraguaba su leyenda en Boston, donde pasó de ser un jugador del montón, casi inadvertido, a ser uno de los ídolos de la ciudad y del Fenway Park, que coreaba su nombre tan alto como “nunca antes había escuchado en mi vida”, decía Carl Yastrzemski, uno de sus compañeros, quien también asegura que Tiant se lo merecía todo.
Lo que vino a partir de entonces fue una absoluta locura. Entre 1971 y 1978, un pequeño período de ocho temporadas, Tiant logró convertirse en el quinto serpentinero con más victorias (122) en la historia de los Red Sox, únicamente superado por Roger Clemens (192), Cy Young (192), Tim Wakefield (186) y Mel Parnell (123), quienes trabajaron más que él en Boston. Además, forma parte de un exclusivo grupo de seis tiradores que ganaron más de 100 juegos y lograron efectividad inferior a 3.40 en su trayecto con la franquicia de Fenway Park.
Tiant se convirtió en uno de los hombres más populares del béisbol en Estados Unidos y quedó para siempre en la memoria de la fanaticada de Boston, una ciudad que le abrió los brazos. “Me quedo donde la gente me quiere […], me respeta. Eso es importante para mí… Tú me respetas, yo te respeto. Eso es algo que me enseñó mi padre. Respeto para construir respeto”, decía el derecho, quien retribuyó todo ese cariño con una entrega total desde el montículo.
Allí, en su colina, brilló con luz propia y hasta estuvo a punto de acabar con la “Maldición del Bambino” al ganar dos juegos en la Serie Mundial de 1975, pero finalmente la Maquinaria Roja de Cincinnati tronchó su sueño de ser campeón de las Grandes Ligas con los Red Sox.
Su transformación después de los fracasos de 1970 y 1971 es una de las historias más improbables que se hayan escrito, y demuestra que con esfuerzo e inteligencia se pueden sortear múltiples obstáculos. Tiant perdió algo de su velocidad juvenil, por lo que cambió su estilo e instauró el arte del engaño como arma principal, soltando la bola por diferentes ángulos y escondiéndola hasta el último segundo de su movimiento, a veces dando la espalda al bateador durante el wind up. A eso le sumó una imagen intimidante, con un bigote de chico malo del oeste y una actitud desafiante.
“Sabía que necesitaba algo diferente. Tenía que hacer algo para poder esconder mejor la pelota. Cambié mi forma de lanzar por completo”, dijo en un documental el derecho cubano, quien fue descrito como un equilibrista, un artista de performance sobre la lomita.
En Cuba, por desgracia, durante muchos años estuvimos de espaldas —o más bien con los ojos vendados— a ese show que un hijo de Marianao daba en el mejor béisbol del mundo. En lo personal, me sucedió como a la mayoría: sin revistas ni periódicos que llegaran desde el extranjero, era imposible seguir la pista de lo que estaba sucediendo. Solo el tiempo —casi dos décadas, para ser exacto— me permitió descubrir en profundidad la figura de “El Tiante”, tantas veces negada en la isla, cual enemigo.
La distancia entre los cubanos y Tiant, así como sucedió con otras estrellas como Tony Oliva, Tany Pérez o Mike Cuéllar, fue abismal. Creo que esa distancia se convirtió en el rival más duro que enfrentó Tiant en su carrera, al punto de que muchos años después de dejar el deporte activo se podía notar la tristeza en sus relatos: “Salía con mis compañeros de equipo y no me sentía bien. Cuando estábamos tomando y bebiendo en lo único que podía pensar era en mi madre y padre. No sabía si ellos comían o lo que hacían”.
Alrededor de 15 años estuvo el lanzador de Marianao sin ver a su familia, que solo pudo viajar a Estados Unidos para un reencuentro en el verano de 1975. Ese año, el senador George S. McGovern (demócrata de Dakota del Sur) visitó Cuba y trajo una carta del senador Edward Brooke III (republicano de Massachusetts) dirigida a Fidel Castro, en la que pedía una autorización para que los padres de Tiant pudieran verlo lanzar en Estados Unidos.
Fidel accedió a la solicitud y permitió que los padres de Tiant viajaran y permanecieran en el país norteño tanto tiempo como desearan. Llegaron a Estados Unidos el 21 de agosto de 1975 y cinco días más tarde Luis Sr. tiró junto a su hijo la primera bola de un partido entre Boston y California en Fenway Park.
Tiant estuvo casi 50 años sin regresar a Cuba, hasta que finalmente en 2007 tuvo la oportunidad. “Nunca pudimos regresar a la patria. No es culpa de ustedes (los jóvenes); […] es por causa del destino, de todas esas cosas que se han formado a lo largo de estos años. No es culpa del cubano […] y no es culpa mía”, dijo en una entrevista a ESPN en 2016, justo cuando volvió a pisar su tierra para lanzar la primera bola del recordado duelo entre los Tampa Bay Rays y la selección nacional antillana, en el marco de la visita a la isla del presidente Barack Obama.
“Lo mejor que me pasó fue ir a mi país. Siempre se lo pedí a Dios. Veía a mis amigos muriéndose sin poder ir. La madrina de uno de mis hijos, Celia Cruz, murió y nunca pudo regresar. Muchos peloteros que jugaron conmigo han muerto y tampoco han podido regresar. Cuando estuve en el Parque Central, las personas […] hicieron una bolita (círculo) alrededor mío y me saludaron. Ahí había dos o tres que sí me conocían. Eran veteranos…”, añadió Tiant, a quien también se le conoce como “El hijo perdido de La Habana”.
Esos viajes, el regreso a los orígenes, la conexión tardía con su gente, le permitieron a Tiant sellar una herida que sangraba, aunque creo que no terminó de cicatrizar del todo. Algo parecido le sucedió con el Salón de la Fama de Cooperstown, cuyos votantes han ignorado durante décadas su excelso historial, aunque en este caso, bien vale decirlo, el lanzador encontró la manera de que ese dolor no lo afectara.
“Cuando quieran votar que voten. No me voy a volver loco pensando en eso. Tengo otras cosas en las que pensar. El Hall de la Fama es mi familia. Lo único es que no me vayan a poner después de que me muera [sic]. Cuando estás vivo puedes disfrutar con tu familia con tus hijos, amigos. Pero muerto, qué vas a disfrutar muerto. Eso no está bien [sic]”, señaló a ESPN en 2016.
A esta altura, a unos días de su fallecimiento, sus palabras cobran más sentido que nunca. Cooperstown perdió por no disfrutar de un personaje tan excepcional en sus salones, aunque, afortunadamente para Tiant, las personas que lo rodearon y lo admiraron se encargaron de levantar su placa en el Salón de la Fama popular.
“El Tiante” emprende ahora su particular viaje rumbo al templo de los inmortales del béisbol, al paraíso donde reposan —o quizás juegan con bates y pelotas— las grandes luminarias del diamante; los de aquí, los de allá, los negros, los blancos, los mulatos, todos juntos en el mismo terreno.
No tuve la oportunidad de verlo jugar, pero me queda la esperanza de algún día, en otra dimensión, encontrar a mi padre y pedirle que me lleve al estadio para ver lanzar a Luis Tiant.