La primera vez que pisé el Guillermón Moncada ya había estado muchas veces en un estadio de pelota. Al igual que otros niños de aquellos años, y seguramente de ahora, desde pequeño iba con mi padre al Cándido González, en mi natal Camagüey, e incluso alguna vez visité el José Ramón Cepero, de la vecina Ciego de Ávila, donde vivía mi familia paterna.
En las gradas del Cándido, sobre todo en la banda de tercera, apoyé muchas tardes y noches a las novenas camagüeyanas, aunque nunca levantáramos un título ni faltaran las decepciones. Gocé las victorias y sufrí las derrotas, disfruté de batazos decisivos y fildeos espectaculares, aprendí del juego escuchando a los mayores y pude ver de cerca a muchos grandes de entonces, tanto ídolos locales como estrellas visitantes.
Por eso, cuando llegué a Santiago de Cuba a mitad de los años 90, a estudiar en la empinada y diversa Universidad de Oriente, pensé que ya lo había visto todo en un estadio. Al menos lo básico, lo principal, lo necesario. Que ya había vivido todo lo que un aficionado puede experimentar en el mayor templo del béisbol.
Mayúscula equivocación.
Una sola visita al Guillermón me sirvió para comprobar que, aun con sus lógicas similitudes, cada estadio es un mundo en sí mismo, un universo con sus propias reglas y personajes, sus propias dinámicas y rutinas. Que hay aficiones y aficiones, por más manido y redundante que suene. Y que, definitivamente, el Guillermón era otra cosa.
El Guillermón Moncada es como Santiago: telúrico y musical, tórrido y extrovertido, provocador y contagioso. Un carnaval desbordante de sensaciones, un espectáculo bullicioso y tenaz, una cofradía exuberante y rítmica que comulga y se exorciza al compás de la conga, al toque desenfrenado y feliz de los tambores, las campanas y la corneta china.
A diferencia de otros estadios que conozco, en el Guillermón la banda del home club es la de primera. Allí, encima del dugout de las Avispas, se instalan la conga con toda su parafernalia y los más furibundos seguidores rojinegros. Es el corazón del estadio, el epicentro de la sacudida que hace temblar los muros y provoca el rugir de miles de gargantas, el contoneo retador de los cuerpos, como si fuera la mismísima calle Trocha.
Por tener, el Guillermón tiene hasta su propio lenguaje, sus propias coreografías y estribillos —¡Kinde, camina eso!—, su propia manera de alentar a los suyos e increpar a sus antagonistas. Por tener, tiene hasta el santiaguerísimo “¡Íiiooo!”, esa exclamación sonora y contundente que brota unánime del graderío cuando la bola golpea con furia cerca del público o, incluso, cuando hace diana en algún espectador o pelotero.
Para los santiagueros, el Guillermón es el éxtasis, la reafirmación de su ser. Para los visitantes, un deslumbramiento intimidante, un estallido de asombros y revelaciones. Para los rivales, una trampa feroz, el bombardeo súbito e inevitable de decibeles que embota sus sentidos y hace flaquear sus piernas, mientras sus contrarios se agigantan en el terreno y las gradas vibran hasta el paroxismo bajo el hechizo de la conga.
Cada partido es un show; cada juego, la puesta en escena de un ritual que trasciende al béisbol, pero que tiene en este deporte uno de los pilares de su liturgia. Cuando la conga no está en el estadio, es como si el Guillermón se hubiese quedado mudo, como si hubiera perdido el alma repentinamente. Como si Santiago no fuese Santiago.
Claro que han existido tiempos malos. Períodos en que las tribunas se han visto menguadas y los tambores han estado mayormente ausentes; en que el silencio y el desánimo han conquistado a la afición ante la sequía beisbolera del equipo. Pero basta un repunte de las Avispas, el avance de los indómitos a una etapa decisiva, para que el estadio recupere la algarabía y la conga vuelva a reinar sobre el diamante.
No obstante, aun con Santiago en horas bajas, hay un momento ineludible para los fanáticos, una cita remarcada en rojo y azul en el calendario del Guillermón Moncada: el duelo contra Industriales. Es, con toda justicia, el gran Clásico de Cuba, el enconado enfrentamiento de dos archirrivales y también de dos sensibilidades e historias, de dos versiones del país. Y en el estadio santiaguero se vive como si no hubiera un mañana.
En los más de veinte años que viví en Santiago tuve la oportunidad de presenciar muchos partidos vibrantes, muchas jugadas inolvidables. Desde Juegos de Estrellas —como aquel de los veteranos decidido in extremis por un jonrón de Pacheco— hasta la conquista de varios campeonatos por la avasallante Aplanadora de Higinio Vélez. Pero los Clásicos frente a los Azules siempre tuvieron un plus único, un sabor especial.
Sentado en la banda de tercera, o detrás del home, o incluso en los jardines —sobre primera, la verdad, me senté muy poco, porque era la parte que más rápido se llenaba — contemplé extasiado los jonrones de Kindelán, Pierre y Bell, y también los de Correa, Kendrys y Malleta. Disfruté del pitcheo bordado de Vera, y del coraje sobre el box de Ormari y Bicet, y maldije los certeros disparos de Adrián Hernández, Yadel y Monthiet.
Desde las gradas del Guillermón pude ver fildeos magnéticos del “Imán” Mesa, doble plays electrizantes del propio “Mago” y su compinche Juan Padilla, saltos felinos del “Tigre” Pacheco para atrapar una pelota que amenazaba con picar más allá de sus dominios, y capturas increíbles en lo más profundo de Reutilio, Isaac, Javier y Tabares.
Como un observador nunca imparcial, vociferé como tantos y tantos más el desafiante “¡Ruge, leona!” y tragué en seco cuando los Leones respondían al clamor colectivo con estacazos y carreras. Reaccioné con más gritos y aplausos a la energía y la entrega de incombustibles como Meriño, Fausto, Benavides y Poll; y admiré la entereza de Vargas, Scull, Urgellés y Enriquito para no perder los estribos ante los chistes y ataques de la grada.
Tantas memorias regresan a mi mente ahora que Santiago e Industriales se vuelven a ver las caras en un play off. Ahora que, tras temporadas de caídas y sinsabores, Avispas y Leones coinciden nuevamente en una postemporada y, aun con nóminas distantes a las de antaño, hacen soñar a sus seguidores con la gloria de un título.
La última vez que lo hicieron fue hace más de quince años, para disputar en el lejano 2007 el cetro de la XLVI Serie Nacional, liderados desde el banquillo por los míticos Antonio Pacheco y Rey Vicente Anglada. Entonces, solo pude estar en uno de los partidos, el segundo, un desafío encarnizado que José Julio Ruiz decidió en el octavo inning con uno de los jonrones más polémicos y espectaculares de los campeonatos de Cuba.
Esa noche, como los miles que repletaban el Guillermón, vi perderse la pelota en la oscuridad por encima del techo del right field y me sumergí, eufórico, en el delirio de las tribunas. El árbitro, como todo el público y yo, vio salir la bola en zona buena y, a pesar del feroz reclamo azul, el batazo de José Julio rompió el empate y desató la locura.
Luego, los Leones arañaron dos éxitos en el Latino, pero la victoria de las Avispas en el quinto partido les permitió regresar a casa con ventaja y rematar a sus archienemigos en el sexto desafío. De esa forma, recuperaron la corona y tomaron desquite del año anterior. Esa vez, sin embargo, no estuve en el estadio, convencido de que tendría que “madrugar” para alcanzar sitio, y preferí saborear del triunfo por televisión.
Este sábado, muy a mi pesar, tampoco estaré en el Guillermón. Desde la otra esquina de la isla, extrañaré vivir el Clásico desde las gradas y respirar la atmósfera envolvente, embriagadora, del estadio. Echaré de menos el repique de la conga y la atronadora respuesta de la tribuna, el frenesí y la tensión ante cada jugada, el desenlace en vivo y en directo sin más narración que el debate o el jolgorio de los aficionados.
Me queda, sí, seguir los juegos por la transmisión televisiva. Intentar percibir por la pantalla toda la emoción y el disfrute posibles. Y luego, cuando la serie venga para La Habana, ir hasta el Latinoamericano. Pero qué va, tengo que ser honesto: por más que vaya al Coloso del Cerro y me sume al graderío y la conga oriental encima del banco de primera, nunca será lo mismo. El Guillermón, definitivamente, es otra cosa.