El Tigre mira su bate, el pedazo de madera en el que se hizo una la fuerza de sus garras. Sabe que antes del alba empezará a destrozar por última vez a los hombres y el resto de las bestias. Al menos entre los sorbos de vino tinto regados por esa selva en forma de diamantes.
El venado que se encarama en la loma; la estampida de búfalos que salen de la cueva, aún le parecen deleitables. Pero en la vida se cansa, se pone viejo, tanto el que recibe como el que da palos.
No está en Sumatra ni en Bengala, en la jaula de algún estúpido zoológico ni en el verso de Blake o de Borges. Para los amantes de la pelota, el Tigre es el de los terrenos de Aragua, Florida y Detroit. Es Miguel Cabrera, “Migui”, el capitán de Venezuela en el quinto Clásico Mundial de Béisbol.
Ante Puerto Rico, se convirtió en el único jugador en participar en todas las ediciones del torneo (a la espera de que actúe el lanzador mexicano Oliver Pérez, el otro jugador que, como él, ha asistido a todas las citas anteriores).
Como el cubano Frederich Cepeda, lleva el número 24 en el uniforme (casualidad: Cepeda habría podido ser el tercer pelotero en asistir a los 5 campeonatos); pero, a diferencia del espirituano, Miguel lo usa por su ídolo, el dominicano Manny Ramírez.
A Miguel le gusta hablar como los quisqueyanos, algunos son sus mejores amigos. Se sabe chistes clásicos del país, le encanta la comida (su cocinera es la tía de Moisés Alou); pero el sábado 11 de marzo quería que su equipo arrancara de un zarpazo todos los plátanos que encontrara. Aunque su primer jonrón en Clásicos fue ante República Dominicana, en las cuatro ocasiones que los había enfrentado nunca les había podido ganar. Hasta el sábado…
Ganar el Clásico es su sueño inmediato. Lo más cerca que estuvo fue en 2009, cuando cayeron ante Corea del Sur en semifinales. Luego, el siguiente paso es disfrutar su temporada final en la MLB con Detroit.
Cabrera sumaba rayas desde pequeño. En Cagua era de los “Tigritos”, dirigidos por el scout de los Rojos de Cincinnati, Félix Delgado. Jugaba de shortstop y pícher, hasta que su padre le aconsejó que lo suyo era batear. Fue el mismo que prefirió que Miguel firmara en 1999 con los Marlins de la Florida por 1 300 000 dólares mientras los Dodgers de Los Ángeles ofrecían mucho más. Atento siempre a la vuelta completa, veía posibilidades de que su hijo ascendiera rápidamente en la organización.
Miguel tuvo dificultades con el idioma inglés. Mientras se desempeñaba en Clase A dormía en un sótano con su compañero de cuarto Adrián González, extrañaba irse junto a los amigos del barrio la Pedrera, en Maracay, a cazar iguanas al río. Habría podido ser voleibolista. Como atacador central llegó a participar en un torneo juvenil con la selección nacional y su entrenadora le consiguió una beca para que se desarrollara en Suiza. En el Liceo Andrés Bello, donde pasaba el bachillerato en Venezuela, nadie sabía que jugaba pelota, y menos que era el mejor.
Quizá pensó en todo eso cuando el 20 de junio de 2003 lo pusieron por primera vez en el jardín izquierdo de los Marlins y falló en sus primeros cuatro turnos al bate. Pero el partido se fue a extra innings y el Miguel de 20 años dio un jonrón para dejar al campo a los rivales. Walk-off como primer jit en la gran carpa.
Entre las agujas de las aguas de Miami, emergía el tigre. Así, hasta que en los llanos congelados de Detroit le cupieron tres coronas en la cabeza. Y mordió fuerte para entrar en el club de 3 mil imparables y 500 vuelacercas, en el que solo irrumpieron otros 7 jugadores antes que él.
En los Clásicos porta todas las coronas ofensivas de Venezuela, menos la de average (en poder de José López), y en ninguna cita faltó su garra para desbordar los límites de algún estadio. Solo el cubano Alfredo Despaigne (7 contra 6) lo supera en cantidad de cuadrangulares.
Debutó en el primer Clásico, cuando todavía jugaba tercera base, tenía más protagonismo en el equipo y casi 60 libras menos. Además, tenía menos dolores en la espalda, menos en el pie derecho, menos espolones. Menos. Todo menos renunciar a competir con Venezuela mientras aun sea el Tigre que blande su bate, el pedazo de madera en el que se hizo una la fuerza del béisbol, o de Miguel Cabrera.
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