Desde abril del 2011, todos los fanáticos que han entrado al Target Field por la puerta #6, en el jardín izquierdo del templo beisbolero de Minnesota, se han topado con la figura de Tony Oliva (Corralito, 1938), esculpido en bronce, inmortalizado como una de las leyendas en la historia de los Twins.
La estatua del pinareño batea, un swing compacto rumbo a la eternidad. No podía ser de otra forma, porque gran parte de su legado se cimentó por su exquisita técnica en el plato, desde donde intimidó, parado a la zurda, a cuanto lanzador se cruzó en su camino a partir de 1964.
Justo ese año irrumpió como un huracán en los diamantes de las Grandes Ligas y se ganó el “Novato del Año”. Después vino un rosario de éxitos y premios, incluidos ocho llamados al Juego de Estrellas, tres títulos de bateo y cinco lideratos en jits, algo que, por cierto, solo lo han logrado tres auténticos monstruos como Stan Musial, Pete Rose y Tony Gwynn.
Por todo eso, Oliva es hijo adoptivo de Minnesota. Allí, como es de suponer, campea como un rey del diamante, aunque es también un referente para la comunidad, que no desconoce su labor social, su acercamiento y apoyo a discapacitados, a los pobres, a personas de la tercera edad y a los latinos.
Si cabe, la figura de Tony Oliva es, desde el pasado 5 de diciembre, todavía más venerada en Minnesota y en todos los rincones donde dejó su huella, luego de ser exaltado por el Comité de Veteranos como nuevo miembro del Salón de la Fama de Cooperstown.
“Ha sido una sorpresa muy grande. Desde hace mucho tiempo lo estaba esperando por mis números, pero los que votan se habían tomado su tiempo. Me siento muy feliz, muy orgulloso, muy contento, por mí y por toda la gente que me apoya”, dijo Oliva en exclusiva a OnCuba.
A sus 83 años, el mítico jugador pinareño asegura tener la agenda más apretada que nunca. “Jamás mi teléfono había estado tan ocupado”, bromea en medio de una charla distendida, en la que sale a la luz una y otra vez su amor por “Cubita”, como él le llama a la tierra que lo vio nacer.
Había estado otras veces en las boletas del Comité de Veteranos y había quedado cerca de ser elegido. ¿Veía muy lejana la posibilidad de ser electo ahora?
Creo que este año tenía más posibilidades que nunca. Había quedado muy cerca en la vez anterior del 2015, cuando me faltó solo uno voto; aquello fue increíble. Ahora conservaba la fe, pero si no entraba, ya olvídate, porque mis números son lo suficientemente buenos para seguir en la boleta, pero si fallas un año por un voto y en la siguiente oportunidad quedas con menos apoyo, ya difícilmente te tengan en cuenta para el futuro.
Lo mejor de este proceso de espera ha sido el apoyo de los fanáticos, del club, de la familia, todos estaban muy positivos, pensando que podía llegar al Salón de la Fama este año.
¿Cuáles fueron las sensaciones cuando le comunicaron la noticia?
Imagínate, no llevaba esperando ni uno ni dos años por esto, llevaba casi 45 años anhelando un momento así y no sucedía. Ahora cuando sonó el teléfono, era la presidenta de Cooperstown, y sentí una gran satisfacción, por mí, por mi familia, por la gente que estaba dentro y fuera de mi casa esperando la noticia, fuera buena o mala. Eso ha sido lo principal, sentir cómo tantas personas han estado pendientes y apoyando.
Ya después que se confirmó la elección he vivido una especie de revolución bien grande. Donde quiera que voy la gente me felicita, el teléfono no para con llamadas de Cuba, Puerto Rico, República Dominicana, México, Venezuela. Ha sido una locura.
¿Cómo recibieron la noticia la gente cercana y la familia en Pinar del Río?
Creo que se enteraron antes que yo, porque mi hermano enseguida me llamó. Todos estaban muy contentos. Las muestras de cariño y reconocimiento desde Cuba son de gran valor para mi, porque mucha gente que me felicita desde allá ni siquiera me vieron jugar y algunos hasta hace un tiempo no sabían quién era Tony Oliva.
Ha sido elegido junto a Orestes Miñoso, quien terminó su carrera de Grandes Ligas justo cuando la de usted comenzaba. ¿Cuánto valor tiene la figura y el legado de Miñoso para los peloteros cubanos y latinos?
Miñoso tocó muchas vidas porque jugó en una era bien fuerte, de mucha exigencia. Yo no lo vi jugar en ese tiempo, pero recuerdo que escuchaba los partidos por la radio y tenía hasta una canción dedicada a él: «Cuando Miñoso batea de verdad, la bola baila cha cha chá». Ese coro no se me olvida. Era un ídolo para todos nosotros.
Después tuve la oportunidad de conocerlo aquí en Estados Unidos y de compartir con él varias veces. Siempre pensé que iba a entrar antes en el Salón de la Fama por su calidad como pelotero y porque fue y es una inspiración. Rompió la barrera racial para los peloteros latinos y de qué manera, como un gran pelotero. Yo digo que, entre todas las estrellas de esa época, Miñoso merece el doble de reconocimiento, porque soportó las humillaciones a las que eran sometidos los negros y brilló en el terreno.
Aunque ya los tiempos habían cambiado un poco, cuando llegas a Estados Unidos todavía muchos negros estaban expuestos a la segregación. ¿Cómo viviste aquel fenómeno siendo ya una figura pública?
No me afectó tanto porque yo sabía dónde me estaba metiendo, conocía las reglas y cómo funcionaban las cosas en Estados Unidos. También en Cubita había su poco de racismo en aquellos años, lugares donde no podían entrar los negros, por ejemplo, así que llegué preparado en ese sentido. De cualquier manera, el impacto se siente igual, porque a veces uno no tenía lugares dónde comer y tenías que vivir recluido en los barrios negros.
¿En qué medida incidieron esas condiciones en su ascenso a Grandes Ligas?
Bueno, de entrada yo sentí las consecuencias de la segregación nada más llegar a Estados Unidos; me dejaron fuera del equipo en los entrenamientos de primavera porque en los estados del sur los clubes tenían una capacidad limitada para incluir a jugadores negros. Yo había llegado tarde por problemas con el visado, entonces me tocó mirar todo desde las gradas.
Por suerte, Rigoberto Mendoza, un cubano que estaba en la organización antes de que se mudara a Minnesota, me salvó. Recuerdo que habló con el gerente general y le insistió para que me dieran una oportunidad. También hizo fuerza Joe Cambria, un scout que había captado a cientos de peloteros de la Isla desde los años 30, quien me encontró un espacio en la Rookie League.
Ya a partir de ahí me puse dichoso, porque superé ese nivel rapidísimo. Bateé por encima de .400, con más de 100 jits en sesenta y pico de juegos. En Clase A y AAA las cosas igual me fueron bien, dando jonrones, con promedios por arriba de .300 y más de 150 impulsadas. Eso me abrió las puertas de Grandes Ligas en un período de tiempo relativamente corto.
Pero volviendo a tu pregunta, todo eso sucedió en un escenario algo complejo por el tema del racismo, la barrera del idioma, que no lo conocía muy bien, y por estar lejos de la familia, prácticamente sin opciones de regresar a Cuba, porque ya había mucha tensión entre los dos países. Afortunadamente, conté con el apoyo de Zoilo Versalles, Camilo Pascual, José Valdivieso, Julio Bécquer y otros cubanos que ya estaban en Grandes Ligas. Ellos eran como mis niñeros, me ayudaban con el idioma, a ordenar comida, me acompañaban y me guiaban para moverme hasta la casa o cualquier otro lugar. Se convirtieron en mis hermanos y todavía hoy estamos muy unidos.
Hablando de béisbol, ¿qué fue lo más difícil en esos primeros años en Estados Unidos?
La defensa, sin dudas. En mi primera temporada en la Rookie League cometí como 14 errores y mi promedio de fildeo fue un desastre. Imagínate, nunca había jugado pelota de manera organizada. Yo era un campesino, mi vida era ir a la escuela y después trabajar en la finca cosechando yuca, malanga, tabaco y todo lo que apareciera. En Pinar del Río, Roberto Fernández Tápanes, jugador de la Liga Profesional y de las Menores, me había visto y se dio cuenta que yo hacía todo bien excepto fildear.
Y en efecto, cuando llegué a Estados Unidos mi problema era fildear la bola, no podía agarrar los rollings, los fly y me costaba jugar de noche, algo que nunca había hecho. Entonces empecé a fijarme en lo que hacían Al Kaline, Roberto Clemente o Willie Mays, se convirtieron en mis referentes. Trabajé fuerte, siempre atento a las orientaciones de los coaches, porque quería ser mejor, un pelotero integral. Al final eso me dio resultado y hasta gané un “Guante de Oro”.
Tenía problemas defensivos, pero el talento con el madero venía de cuna…
Mi bateo siempre ha sido bueno. Desde Cuba forjé esa confianza. Allá jugaba pelota muy poquito, pero practicaba al bate con mis hermanos, que de vez en cuando me tiraban chapitas, tusas o cualquier cosa para que yo mejorara mi swing y pudiera jugar los domingos.
En Estados Unidos, cuando llegué y me dejaron fuera del equipo, recuerdo que me sentaba en las gradas, miraba los partidos, veía a todos los jugadores y sabía que podía batear ante cualquier rival. Yo tenía mucha confianza en mis habilidades como bateador. Después lo demostré en el terreno en una época durísima de pitcheo, enfrentando y conectado ante rivales como Sandy Koufax, Jim Palmer, Mel Stottlemyre, Mike Cuéllar, Rich Gossage, Luis Tiant o Catfish Hunter.
¿Ha pensado alguna vez hasta dónde habría podido llegar Tony Oliva de no ser por las lesiones y las operaciones de la rodilla?
Mira, yo me lesioné en Oakland intentando fildear un globito de Joe Rudi. Busqué capturar la pelota de cordón de zapato y, cuando caí, metí la rodilla en un huequito donde había un tubo de agua. Ahí se me rompieron los meniscos y lo demás es historia. Nunca pude regresar al outfield. Jugué con una sola pierna por el resto de mis días, como bateador designado, y así tuve tres temporadas con más de 120 jits y siempre con más de 100 carreras producidas.
Entonces, imagínate, sin lesión mis números hubieran sido mucho mejores, porque salí del juego en uno de los momentos más estelares de mi carrera, pero no es algo que me atormente. Yo me siento muy contento con lo que logré antes y después de las operaciones.
¿Le quedó la “espina” de no ganar una Serie Mundial?
Hay que tener una suerte tremenda para ganar una Serie Mundial, porque los rivales también son campeones. A nosotros en Minnesota nos faltó el último empujón. En 1965 llegamos hasta el último juego contra los Dodgers y no pudimos. Ya en 1969 y 1970 ganamos nuestra división, pero perdimos con los Orioles por el título de la Liga Americana. De cualquier manera, pude sacarme esa “espina”, como dices, en 1987 y 1991, cuando gané con Minnesota la Serie Mundial como bateador instructor del equipo.
Cualquier referencia a su carrera conduce inevitablemente a Minnesota. ¿Cuánto representa la ciudad para usted?
Minnesota es mi segunda patria. “Cubita” es mi patria, donde nací, donde están mis raíces, donde di mis primeros pasos, y Minnesota ha sido mi segunda casa. Aquí hice mi familia, he vivido aquí durante más de 60 años. En la organización me han tratado muy bien, tanto cuando era jugador como después de retirado. No puedo quejarme, porque la comunidad también ha sido genial conmigo. Es una ciudad bella, muy tranquila, con gente muy amable…
Sus padres y sus hermanos nunca lo vieron jugar en Grandes Ligas. ¿Cómo vivió aquellos tiempos de éxito en el terreno lejos de la familia?
Fue muy duro. Muchas personas no saben lo que uno pasó, lo que significa estar solo. Aunque tengas todo el éxito del mundo, la familia hace mucha falta, sobre todo cuando terminas un partido y no tienes con quién compartir. Esa sensación de triunfo a veces se convierte en tristeza, porque quieres estar con tus padres, disfrutarlo con los seres cercanos.
Pero el destino es así. Sé que mi familia me estaba apoyando en todos los momentos, desde la distancia, y nunca rompimos los vínculos. Y sé que vivieron con mucho orgullo todos mis logros y también los de mi hermano Juan Carlos, uno de los grandes lanzadores en la historia de Pinar del Río y de Cuba.
¿Quién saldría mejor parado en un duelo entre su hermano (Juan Carlos) y usted?
Es una buena competencia porque él va a tratar de sacarme out, seguro, seguro, y yo voy a tratar de batearle. Si me saca out, se va a reír de mí, pero siempre vamos a salir ganando, porque la victoria queda en la familia.
¿Le hubiera gustado jugar en Cuba?
Sí, seguro. Me gustaría haber jugado en el Cienfuegos, de la Liga Profesional. Pedro Ramos, también pinareño, jugó ahí, y para mí era un referente. Estoy convencido de que hubiera sido una gran experiencia disfrutar de la afición cubana, jugar frente a esos que nunca me vieron y no saben qué clase de pelotero fui.
Ser exaltado a Cooperstown es un reconocimiento a su carrera, pero en el corazón de muchos fanáticos ya usted era todo un inmortal. ¿Qué mensaje tiene para esa afición, siempre fiel, de Minnesota, de Pinar del Río, de Cuba?
Mi mensaje es de gratitud, para mis fanáticos, para mi familia, para todas las personas que me llevan en el corazón. Me da mucha satisfacción que este premio se haya celebrado por igual en Minnesota y en Pinar del Río, dos puntos que están alejados a más de dos mil kilómetros. Es una muestra que, sin importar la distancia, podemos estar unidos por el béisbol. Llegar a Cooperstown no es un premio solo para mí, es para ustedes también.