A tiempo y para bien de todos, al menos para los que amamos el fútbol, Chile salió del letargo, de ese calabozo frío y melancólico al que la habían confinado por años (nunca antes había ganado un título importante) y le devolvió el sentido, la razón de existir, a esta Copa América.
El torneo más aburrido no pudo estar, más soso imposible. No hubo un solo instante que nos quitara el sueño y que nos mandara de cabeza al insomnio. Esta Copa América nos entregó el fútbol en dosis, como un doctor de consultorio que reniega las recetas y dosifica las tabletas de medicamentos.
Al final, lo que nos queda como saldo, mirando con reposo, es que Perú fue lo que hace años tenía que ser en este continente: una bala de plata extraviada que puede mandar a la lona a cualquier gigante. Los albicelestes juegan bien al fútbol, tienen una plantilla respetable y al mejor del mundo, pero, siempre se quedan cortos; cumplen y ya. Chile logró atraer las luces del baile final. Por fin escogieron el traje ideal y entraron en el escenario, esta vez no le temblaron las canillas, esta vez no hubo desajustes en los nervios. Y Brasil ha caído sin fuerzas en una cama y yace postrada, ya no hay nombres que ericen la piel.
Aun así Argentina y Brasil son probablemente las dos selecciones más seguidas en Cuba.
Cuando en la isla se comenzó a ver el fútbol con más entusiasmo a finales de la década de los noventa, Brasil venía de ganar las Copas Américas de 1997, 1999, 2004, 2007 y las Copas del Mundo de 1994 y 2002, además del subcampeonato de 1998. Argentina se aferraba a la memoria de su reinado en el continente en 1991 y 1993 y el lejano pero memorable mundial de México 1986 donde Maradona se apoderó de la afición cubana (y mundial también, por supuesto).
Siguiendo esta final americana, aunque la afición habanera perseguía los pies de los albicelestes, uno podía encontrar hinchas de otros colores entre quienes llegan de pasada. “Llevaba meses preparando este viaje a La Habana, quería conocerla, y mira ahora hay fiesta nacional en mi país, cosas de la vida”, me comentó Gonzalo Gurti, turista chileno de 48 años que disfruta del partido final de la Copa América en el Hotel Nacional. “Hemos llegado a la cúspide, derrotamos a los más grandes del continente. ¡Viva Chile!” dice su esposa Esmeralda Arroyo con su chamarreta roja de la selección.
En una de las cafeterías del Hotel Nacional se han reunido un gran grupo de aficionados. Hay banderas y camisetas de Argentina por todos lados, hay además, un par de turistas brasileños que pasan y se toman un refresco y se hacen los que siguen de largo pero terminan al final de la sala, escondidos, hablando entre ellos.
“El fútbol es así, ahora le toca estar a ellos con la Copa, bastante que han sufrido los pobres” me dice Paulo Oliveira, en un portugués castellanizado. Luiz Ciao sí habla español y es mucho más tajante: “Argentina y Chile están lejos de ser en el fútbol lo que es Brasil. Ustedes los cubanos no saben de eso, ustedes gritan por cualquier cosa porque no saben, es como si yo fuera al estadio de aquí a hablar de pelota, por favor”. Luiz se marcha balbuceando algo, Paulo se queda a mi lado y entre risas me suelta: “no hagas caso, él es fan de Fluminense y ellos no admiten nada”.
El partido aún no termina y comienzan las ovaciones, las celebraciones como estruendo, el “Messiiiii, Messiiii”, los cánticos de alabanza al dios, como si todos quisieran que Argentina ganara por un solo motivo: para terminar de encumbrar a Lionel y sacarle de encima ese karma que lo arroja al barranco cada vez que calza de albiceleste.
“Si Argentina gana, los que odian a Messi se van a tener que esconder. Qué van a decir ahora los que lo critican. Ese bicho es el mejor de la historia”, me grita un tipo entre la algarabía y me abraza y me besa sin saber quién soy. No le digo nada, me limitó a ver cómo sigue en su euforia, como sigue gritando y abrazando y besando gente. No sé si a ellos los conocerá.
Después de un rato, de un prolongado partido que se asomó hasta la tanda de penales, Chile sale campeón de América. Los carros que llegaron hasta el Hotel Nacional con sus banderas de Argentina en las ventanillas, sonando sus claxons por todo el barrio del Vedado y gritando como si fueran una barra brava, ahora se van cabizbajos, recogiendo la mirada del suelo.
La pareja de chilenos me invitan a cervezas. Busco al aficionado de Argentina que antes me había abrazado. Quería brindar con él también, pero no lo encuentro. Ya se ha ido. El consuelo no siempre es bienvenido.