Federico Malagrino, dueño de un quiosco de revistas y periódicos en Buenos Aires, no ha vuelto a ver un juego del Mundial en su casa. Después de amanecer el 22 de noviembre con los golazos de Al Shehri y Al Dawsari, decidió salir y dejar todo atrás. “Voy a cambiar de lugar para el próximo partido. Ya lo tengo pensado. No lo miro más allí”, decía tras sufrir la derrota de la albiceleste frente a Arabia Saudita en la apertura de la Copa de Qatar.
Amadeo, que también cree en las cábalas, ha repetido camiseta en todos los choques del Mundial desde los latigazos de Leo Messi y Enzo Fernández contra México. “Miro los partidos con la misma remera, sin lavarla. Supongo que dejar una remera sucia es más fácil que sacar un doctorado en probabilística”, comenta en perfecto argentino.
Mauricio, un chico de la Zona Oeste de Buenos Aires que hace un año tuvo que dejar el fútbol tras romperse el cruzado y los meniscos, entiende que los de su país —en medio de un gran torneo como el Mundial— eligen creer en algo más que lo deportivo: “Intentamos agarrarnos de cualquier cosa para confiar un poco más. Somos muy pasionales, es un plus que tenemos”.
Futbolero hasta la médula, Mauricio nunca ha visto a Argentina levantar la Copa. Nació en 1997, tiene 25 años, y desde que vino al mundo la albiceleste solo ha ganado una Copa América, hace diecisiete meses; una Copa que vivió partido a partido junto a su tío. “Para la final contra Brasil, mis viejos quisieron venir a casa, pero no los dejé”, recuerda.
A Federico, Amadeo y Mauricio les apasionan las cábalas, las supersticiones y las coincidencias históricas. Para ellos, son armas poderosísimas, una manera de mantener vivas las aspiraciones y los sueños, da igual lo que esté sucediendo en el campo.
Por ejemplo, cuando Argentina superó 5-0 a Emiratos Árabes en un amistoso antes del Mundial, todos de inmediato evocaron el recuerdo de 1986. Aquel año también sacaron cinco goles de diferencia (7-2 vs. Israel) en su partido previo a la Copa de México.
“¡Elijo creer!”, decían todos, como si no tuvieran a Messi, como si no llevaran tres años sin perder al ritmo de Lionel Scaloni y su indetenible “Scaloneta”.
Pero la historia no se detiene ahí. Han aparecido muchos otros datos que, de alguna, establecen un puente entre el Mundial de 2022 y las ediciones de 1978 y 1986.
Polonia y Marruecos no se metían en octavos desde el año del título de Maradona; hasta que lo lograron de nuevo esta vez.
México no quedaba fuera en la fase de grupos desde que Pasarella y Kempes alzaron la Copa en el Monumental en 1978, y ahora fueron eliminados a las primeras de cambio.
Kempes y Maradona erraron penales en sus terceros partidos de 1978 y 1986, respectivamente. Messi falló un penal en su tercer partido de Qatar.
José Luis Cuciuffo fue el último futbolista cordobés que vistió la camiseta número 9 para Argentina en un Mundial, allá en 1986. En Qatar 2022, el 9 lo lleva Julián Álvarez, también cordobés.
“¡Elijo creer!”, gritaban de nuevo, como si las historias fueran un tesoro, agua en el desierto.
Pero, supersticiosos al fin, a Federico, Amadeo y Mauricio se les metió el diablo en el cuerpo cuando se dieron cuenta de que la semifinal contra Croacia se jugaría el martes 13. Día de mala suerte, pensaron. Por eso, se sentaron en el mismo lugar de las últimas victorias, con la misma ropa, vieron el partido por el mismo canal, rescataron las historias del equipo del 86 avanzando hacia el estadio Azteca en los mismos puestos del bus y escuchando las mismas tres canciones en cada viaje, como dictaba el manual del Carlos Salvador Bilardo Digiano, precursor del Bilardismo y el más cabulero de la clase.
Todas las cábalas, las escritas y las secretas, dieron resultado. Argentina, que no había perdido nunca en semifinales de la Copa del Mundo, arrolló a Croacia en Lusail con un festival de Leo Messi y Julián Álvarez, el rosarino y el cordobés, el rey y el heredero.
“La Araña” fue un tormento arriba. Provocó un penal para que Messi abriera la lata, removió dos veces las redes en exhibición de nueve puro, con la fortuna de los rebotes y con el olfato de pillo esperando la asistencia del genio. Tiene solo 22 años y los libros de récords de Míster Chip nos dicen que es el cuarto jugador más joven con un doblete en semifinales del Mundial, solo superado por Pelé (17 en 1958), Carlos Peucelle (21 en 1930) y Gyula Zsengeller (22 en 1938).
Su rendimiento merecería el MVP del partido, pero seguramente Julián se lo entregaría a “La Pulga”, quien dio otro show de futbolista total, el enésimo, como si quisiera borrar uno a uno todos los episodios en que terminó caminando a las duchas cabizbajo.
Frente a Croacia, aguantó de espaldas, abrió espacios, corrió a campo abierto, combinó, defendió, remató, anotó, asistió… Su desgaste fue brutal, y ninguna jugada lo demuestra mejor que su carrera de 40 metros bajo la respiración de un cazador como Gvardiol, el intimidante defensor de la máscara que se ha graduado con honores en el Mundial, pero que no pudo, sin embargo, evitar el pase de la muerte para el tercer dardo albiceleste de la noche.
Si a alguien no le convence su impacto en el juego de esta Argentina, los números están ahí para zanjar cualquier debate. Messi es el máximo anotador (11) de su país en los Mundiales, tras superar este martes a Gabriel Omar Batistuta, y también es líder en participaciones directas en goles (20/11 dianas y nueve asistencias) en la historia de la Copa. Atrás dejó a Miroslav Klose, Ronaldo, Gerd Muller y Pelé. “La Pulga”, además, igualó al alemán Lothar Matthaus como el jugador con más partidos (25) en la historia de los Mundiales, récord que va a batir cuando salte al césped del Lusail el próximo domingo.
Messi está “maradoneando” en el Mundial, había dicho Jorge Valdano en una de las definiciones más exactas del desempeño del 10 en Qatar. Detrás de la sentencia está implícito el aporte del rosarino en la cancha y además su liderazgo en la concentración argentina. Lo estamos viendo desde el inicio de la Copa, cuando, después de caer frente a Arabia, Lio dio la cara y pidió a la gente que confiara. “No los vamos a dejar tirados”, prometió. Ha cumplido con creces.
Da la impresión de que con esta versión de Messi no hay imposibles para Argentina, aunque la clave trasciende al 10. La capacidad de lectura e interpretación de Scaloni, la custodia de “Dibu” Martínez y el sacrificio pretoriano de “Cuti” Romero, Otamendi, Enzo Fernández, De Paul y MacAllister hacen de la albiceleste un equipo en toda la regla, un candidato sólido al trono del fútbol mundial más allá de cábalas, supersticiones y coincidencias históricas.
No hace mucho, Ricardo Giusti, miembro de la nacional argentina que ganó en el 86, recordaba algunos rituales de aquella escuadra. Él, por ejemplo, dejaba un caramelo en el medio de la cancha en todos los partidos y siempre tomaban mate a la misma hora. “Éramos casi una secta en la que Carlos Bilardo era el gurú (…) Hoy me resulta increíble que hiciéramos todo eso pensando que así íbamos a ganar un partido o un campeonato”, decía Giusti, que al final salió campeón, gracias a otras artes: el ingenio táctico de Bilardo y la magia de Maradona en el campo.
Quizá este sea un buen mensaje para los fanáticos argentinos de cara a la final del domingo. Alteren el orden, cambien de camiseta, de asiento, de televisora; no escriban el nombre de Francia ni el de Marruecos en un papel para quemarlo o meterlo en el congelador… Elijan creer en su selección, lo tienen todo para ser campeones del mundo.
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