Dos horas antes de que comenzara el partido que definiría el campeón de Qatar, Buenos Aires era como el animal que se contrae antes de arremeter contra su víctima. Todo su cuerpo trepidaba por un mismo sentimiento; de la concentración dependía el júbilo y este superaba el recelo del momento por venir.
La víctima no era Francia, sino aquel sentimiento opuesto a la felicidad, y el orgullo ante el capitán de la selección, Lionel Messi. El mundo parecía coincidir en que se merecía alcanzar el título de campeón mundial, que su genialidad debía ser recompensada.
En Argentina la felicidad había dopado a la mayoría de la gente. Celebraron descomunalmente la victoria contra Croacia y desde entonces no disminuyó la felicidad desbordada; solo había que esperar si el sentimiento era lo suficientemente fuerte como para sobreponerse a los resultados del juego del domingo al mediodía, hora de Argentina.
En las calles y las avenidas, en las aceras y los comercios abundaban las camisetas de la selección, las caras embadurnadas de colores lo mismo en chicas que chicos, niños o ancianos. Hubo cortes de calles anunciados, supermercados que trabajaron hasta el mediodía, menos flujo en el transporte público. Los autos sonaban los claxon como saludo, salían banderas desde las ventanillas y una o muchas voces cantaba siembre lo mismo: “Muchachos, ahora nos volvimos a ilusionar, quiero ganar la tercera, quiero ser campeón mundial, y al Diego en el cielo lo podemos ver alentándolo a Lionel…”.
Como acostumbro a recorrer la ciudad en bicicleta, pude ver todo esto. El primer símbolo persistente que encontré fue el del abanderado de Urquiza. Así le he puesto a un hombre que, desde los octavos de final, cada día de partido se atrinchera en la base del monumento a Justo José de Urquiza. Mientras el héroe pétreo y su caballo gallardo están allá encima dispuestos a confrontar la historia, ondea él su bandera nacional durante horas, como si fuese inagotable en sus sesenta y tantos años.
La zona de los Bosques de Palermo es la más agitada. El Gobierno de la Ciudad dispuso dos pantallas inmensas y para cuando paso en mi bicicleta después de haber recorrido unos 15 kilómetros, hay una multitud entusiasta. La gente salta o va en busca de un sitio donde acomodarse, sin temor al sol, que es violento en esta época del año. Por suerte hoy el clima ha sido ligeramente agradable, lo contrario a lo que ocurrió en cuartos de finales.
La ciudad vivió entonces una especie de sopor concentrado en 40 grados de sensación térmica. Los tres goles argentinos contra Países Bajos fueron debidamente celebrados en los balcones, pero acto seguido los vecinos volvían a internarse en sus departamentos climatizados. Superado el partido, que fue violento en parte por culpa del arbitraje, aquel cielo se cubrió de una nubosidad densa y comenzó a llover a la vez que se sucedían las celebraciones.
Hoy hay nubes, pero pasan a toda velocidad en busca de los Andes. Ni siquiera los pronósticos hablaban de complicaciones más allá de una persistencia de 26 grados, un cielo parcialmente cubierto, viento del este y, en la noche, luna cuarto menguante. “Cada vez que pasa algo importante aquí la naturaleza parece responder”, me dijo mi esposa aquel día de cuartos de finales. Hoy, todo estaba por verse.
Frente a una de las pantallas de los Bosques de Palermo, tres mujeres vendían unas orejas plásticas coloreadas como la bandera. Recuerdan el gesto de Messi en el juego contra Países Bajos. Un gesto que recordaba a Riquelme, a las injusticias del fútbol. “Van Gaal no hay que ser bocón, no hay que ser soberbio”, me dice una. Se llaman Claudia, Verónica y Cynthia. Las tres llevan puestas las orejas que venden, junto con vuvuzelas y banderas.
A las 12 menos 2 minutos en Doha ya se había decidido que Francia sacaba la pelota. Hacía rato estaba de regreso, y miraba la pantalla junto a unos amigos cubanos. “Señoras y señores, arranca la final del mundo”, se dijo en la televisión. A los 23 minutos, una falta sobre Di María derivó en un gol de Messi, sobre quien estaban puestos dodos los ojos del mundo. El barrio fue ahogado por un grito común. A los balcones todos, pero después todos de vuelta dentro. Nada se sabe hasta que el juego termina.
Di María al fin pone el segundo gol y se reitera la escena descrita. Familia a los balcones, griterío, y rápido la gente al interior porque no quiere perderse los detalles. Desde los primeros minutos los números favorecían a los argentinos: más posesión de la pelota, más ataques. Segundo tiempo favorable. “Ay”. “Ay” “Ay, ay, ay”. Minuto 80, penal. Francia hace gol. “Argentina es así”, dice alguien. “Todo aquí es así”. Otro gol de Francia. Tragedia, sufrimiento hasta el final. Silencio, una tumba. El barrio por el piso.
La hinchada argentina ha dejado de cantar, parece que ha perdido su equipo cuando apenas están empatados. Eso lo tiene en contra Argentina. No hay razones para estar triste, si todavía están en igualdad de condiciones y viene el tiempo extra. “¡Levanten el ánimo, carajo!”.
Salimos al balcón con tambores y trompetas. El resto de la cuadra nos sigue. Logramos levantar el ánimo alrededor. Los contagiamos. Pero, ¿cómo termina esto? A esperar. Un gol. ¿No sería por nuestro entusiasmo? Eso, eso. Todo el mundo afuera, otra vez, gritando hasta que un penal vuelve a poner a Francia en igualdad de condiciones con Argentina. “Esto va a penales”, dice alguien.
Y llegan los penales, y ganamos en los penales y no puedo describir lo que pasó en el barrio. Ciertos estados personales producen un istmo colectivo que lo trastoca todo. Cuando sucede esto que sucede con el fútbol, la gente entrega lo más profundo de sus sensibilidades, y no lo esconde. Desde los primeros triunfos de Argentina en este Mundial empezábamos a mostrar relaciones amistosas entre vecinos, gestos recíprocos, gritos después de cada victoria, miradas, palabras.
Como se diría en cubano, “no hay drama” en Argentina a la hora de mostrar las pasiones. Son estas más fuertes que cualquier otra cosa, no importa lo mal que esté la economía o lo que sea que golpee y traumatice a esta sociedad; lo importantes es ese sentimiento, el ahora, la alegría que será perdurable cualquiera sea lo que suceda después.
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