América Latina tiene dos galardones bien ganados: es la región más futbolera del mundo y la más violenta. Lidera la tabla de homicidios y la de canchas por metro cuadrado. Si de pensar el fútbol de las Américas se trata, se impone preguntarse por su relación con los conflictos armados ¿Qué tienen que ver las balas con los goles? ¿Es la guerra la continuación del fútbol por otros medios?
Un desprevenido lector de la reverenciada crónica de Kapuscinski La guerra del fútbol diría ansiosamente que sí. Que, como el título lo sugiere, fueron los incidentes en torno a un partido de fútbol entre los seleccionados de El Salvador y Honduras en 1969 los que originaron una guerra que desangró a ambos países durante 100 horas.
Lo cierto es que el propio Kapuscinski afirma –en la misma crónica– que las verdaderas causas del conflicto armado estaban donde siempre están: concentración de tierras, desigualdad, migración forzada, reforma agraria truncada, chovinismo y xenofobia. El fútbol simplemente fue, para su texto, un recurso literario; y para la historia, un agravante de lo existente.
Tal vez la relación entre este deporte y los conflictos armados tenga más sentido si invertimos la fórmula: ¿no será el fútbol la continuación de la guerra por otros medios? Difícilmente la mitología maradoniana fuese tal si “D10S” no hubiese marcado esos dos goles contra Inglaterra a pocos años de la guerra Malvinas. Diego, metáfora corporizada de la patria argenta, envase de todos los deseos diseminados, hizo del fútbol una revancha. Pero no solo con gambeta, astucia y gol sino con su recurso más hábil y productivo: la palabra dicha. A 10 años de “la mano de Dios” y el “barrilete cósmico” Maradona declaró:
Es cierto, públicamente se declaraba que las cosas no se mezclaban, pero era mentira. Porque inconscientemente lo teníamos bien presente. Entonces era más que ganar un partido, más que dejar fuera de la Copa del Mundo a los ingleses. Nosotros hacíamos culpables a los jugadores ingleses de todo lo que había sucedido. Sí, yo sé que es una locura, pero así lo sentíamos y era más fuerte que nosotros. Nosotros estábamos defendiendo nuestra bandera, a los pibes, la verdad es ésa.
El fútbol también puede ir a contramano de la guerra. Colombia es un buen ejemplo de la oposición entre balas y goles. Primero lo hizo en la ficción, con la película Golpe de Estadio. En aquella comedia de Sergio Cabrera hay un cese al fuego entre la guerrilla colombiana y las fuerzas policiales estatales en pos del partido que disputarán la selección colombiana y la argentina por las eliminatorias para el mundial de fútbol Estados Unidos 1994. Al haber un solo televisor en aquella remota zona rural ambos bandos se obligan a la paz.
Hay frutos con creces: Colombia gana, golea y gusta. Y el aguardientico no tarda en girar entre los bandos enfrentados. Pero el país cafetero también hizo de aquella ficción una política. Lo hizo la red no gubernamental “Gol y Paz: cambiando el juego” que ha encontrado en el fútbol una herramienta social para contener los cientos de miles de desplazados por los conflictos armados que asolan al país. Igualmente lo propuso las FARC cuando bajó sus fúsiles tras 54 años de lucha armada e ideó un equipo de fútbol profesional para sus militantes desarmados.
El fuego cruzado también entorpece al fútbol. Me remito a las consecuencias de la Guerra del Pacífico que, entre 1879 y 1884 unió a Bolivia y Perú contra Chile. La noticia más antigua sobre el primer partido de fútbol en Perú es del 7 de agosto de 1892. Otros investigadores como Gerardo Álvarez o Aldo Panfichi, se remontan hasta comienzos de 1870. La explicación ante tal controversia es razonable: el fútbol en Perú aparece a comienzos de la década del 70 del siglo XIX pero rápidamente se trunca por el estallido de la Guerra del Pacífico.
Las consecuencias de ese conflicto duran hasta hoy en el fútbol peruano: cuando un jugador hace una “chilena”, aquella maravillosa acrobacia con la que remata al balón en el aire y de espaldas al césped, los peruanos, en memoria de sus muertos no rinden tributos a su enemigo. En Perú no hay “chilena”, hay “chalaca”.
El fútbol y la guerra se unen por mil vínculos tan intensos cuanto evidentes. El síntoma es la infinidad de datos que podría seguir enumerando hasta empachar al lector. La rendición argentina en Malvinas firmada en el campo de juego de Port Howard; los fusilamientos y las torturas en el Estadio Nacional de Santiago de Chile durante la larga noche pinochetista; y un larguísimo etcétera. Muchos episodios que mantienen una constante: siempre hablamos de hombres. “Guerras”, “fútbol” e “historia” de hombres. Tal vez, entonces, el lazo entre trincheras, fechas y arcos pasa por el género.
Ayelen Puyol –Periodista, futbolista y feminista argentina– escribió que, cuando medios ingleses le preguntaron a jugadoras argentinas si pensaban en las Malvinas antes del partido Argentina-Inglaterra por la Copa Mundial en Francia, ninguna respondió que sí. Y Ruth Bravo, jugadora salteña de la selección argentina, retrucó: “Ojalá consigamos el mismo resultado que las mundialistas del 71”. Ruth habla de la hazaña del seleccionado argentino de mujeres en el mundial de México 1971 cuando ellas metieron 4 goles y las inglesas 1.
Trazar causalidades entre guerra y fútbol es una batalla intelectual que nace perdida. Lo que sí puedo decir es que, en lugar de causa-efecto, entre ambos rituales hay superposición y complemento. Ambos son escenarios agonistas donde ganar supone someter al adversario. Los campos de juego se tornan campos de batalla, “Ganar o morir”.
Lo mismo rige para sus hinchas que sienten al fútbol de manera bélica. Para todo fanático los territorios propios se defienden, los ajenos se invaden y los neutrales se conquistan. Los ídolos se convierten rápidamente en portadores de la patria, a la que juran defender con orgullo y vehemencia. Claro que también están los casos de paz, tregua e inclusión, pero créame que, en mi extensa lista, son los menos.
Pero siempre hablamos de hombres.
Tanto la guerra como el fútbol son, en consecuencia, parte de una educación sentimental por la que nosotros, los hombres, aprendemos a matar en nombre de lo amado.