El fútbol sólo existe en tanto confrontación de diferentes. Es, básicamente, conflicto. Una disputa de intereses: sobre el césped, desde las tribunas, en las pantallas y entre oficinas. Y en Brasil, tierra que gira sobre un sol de cuero, aquel antagonismo se tensa hasta el límite: ¿Qué deporte queremos? ¿Para quién? ¿A qué costo? ¿Bajo cuáles reglas? Son enigmas que empezaron a circular como una necesidad contextual y se tornaron demandas permanentes entre los brasileros y las brasileras al ver que su fútbol se elitizaba. Porque en estos tristes trópicos, aquel viejo fútbol inclusivo –en términos de clase y color, no de género–, parece estar condenado a un futuro nostálgico.
Quien mejor explica la disputa que viene tiñendo al fútbol brazuca es el investigador Irlan Simões en su libro Clientes vs Rebeldes. El autor analiza dos procesos paralelos y complementarios que vienen ocurriendo en el país: a medida que los sectores dominantes del fútbol global y local elitizan los estadios y construyen una “nueva cultura del hinchar” inspirada en Europa; miles de brasileros y brasileras se organizan para protestar y denunciar la mercantilización de un fútbol que condenan.
Esta disputa tuvo un ápice ayer en la ciudad de Rio de Janeiro. Dentro del Maracaná se jugaba la final de la Copa América de varones 2019 que consagró a Brasil campeón tras derrotar por 3 a 1 a Perú. La conmemoración se dio entre asientos sobrevalorizados, arbitrajes sospechosos, dirigentes de la CONMEBOL y FIFA bombardeados por corrupción y el presidente Jair Bolsonaro intentando tapar un abucheo generalizado del estadio mientras abrazaba una copa ¿ajena?
Y fuera del Maracaná, merodeando un templo que ya no es, un grupo de manifestantes que, con más voluntad que convocatoria, exigían lo que en Brasil no abunda…
El panfleto dice 11hs pero esto es Rio de Janeiro, tierra de horarios laxos. Rozando el mediodía llegan los primeros grupos de hinchas imantados por la consigna “caminata de hinchadas por el derecho a alentar”. La protesta apunta a la “organización elitista de la Copa América” por sus “abusivos precios de ingreso” y la “exclusión de la mayoría de la población de los estadios”. Algunos de los colectivos que convocan son Esquerda Vascaína, Fluminense Antifascista, Flamengo da Gente, Coletivo Popular Alvinegro, Brigada Marighella. De sus nombres se deduce el club al que alientan y la política a la que se adhieren. Antes de hablar con ellos los leo: “derecho a alentar”, “Conmebol Corrupta” o “VAR Vergüenza” son algunas de las demandas con olor aerosol. Lo más imponente es un banderón de más de veinte metros que busca viralizarse con el hashtag “SayNoToFIFA”. Faltan pocas horas para que comience la final y estamos a 200 metros del Maracaná. Los hinchas con entradas pasan, ríen, rezongan o fotografían. Los policías, de uniforme o civil, vigilan.
Luchamos por la vuelta al fútbol raíz. El verdadero hincha de tribuna está alejado de los estadios. El Maracaná de antes era popular, claro que siempre estuvo la elite, el fútbol es traído por la elite, pero antes el pueblo, que bajaba del tren, llegaba en masa. Era un Maracaná festivo, de cantos. Hoy perdimos esos hinchas de raíz, ese derecho a expresarnos, principalmente por lo económico. Piensa en esto: hoy el ingreso más barato para esta copa es un tercio del mísero salario mínimo.
Habla la experiencia de Bernardo desde un saber de economista, como hincha de Flamengo, militante de Esquerda Rubro Negra, y con las vivencias acumuladas durante 71 años, es decir, con edad y canas suficientes para dar testimonio auténtico de aquel Maracaná masivo, popular y festivo. Un estadio que movía multitudes, incluía clases populares y exponía tribunas coloridas. Basta recordar que en la Final Brasil-Uruguay de 1950, el “Maraca” cobijó 199.854 hinchas (173.850 pagaron). Por su parte, en la final del mundial 2014, con el estadio ya reformado, hubo menos de 80.000 personas. Una de las explicaciones es, como dice Bernardo, el bolsillo: el precio de una entrada de 1950 equivalía a un 7,7% del ingreso de 2014 .
Falta una hora para el partido. Un entusiasta diría que somos 70 personas. Lo bueno es que entre hombres y mujeres hay una buena repartija. Todos hacen lo mismo: pintan, cargan, gritan, cantan, ordenan y obedecen. Entre ellas está Fernanda, periodista e investigadora sobre fútbol. Es hincha del Victoria, viene de Bahía y viste una camiseta de su colectivo: “torcida organizada de esquerda do Vitória Brigada Marighella”. Mientras el viento batalla con sus frondosos rulos, me justifica su presencia:
Me gusta el fútbol desde muy chica. Lo siento como parte de nuestra cultura popular, pero lamentablemente el fútbol está alejando a las personas del él. Y, además, para las mujeres es extremadamente difícil, ya sea jugando, trabajando o alentando. El fútbol es muy machista. Por suerte es un reclamo que está creciendo. Porque es muy doloroso ser mujer y estar en la tribuna, nosotras sufrimos de diferentes maneras. Es una demanda buscar la horizontalidad en los espacios del fútbol. Tenemos un compromiso muy importante para lograr el respeto de la mujer en el fútbol.
¿Cuándo comienza la elitización del fútbol brasilero? Cualquier fecha es arbitraria. El origen podría estar en una frase: “Vine para vender un producto llamado fútbol”. Eso dijo Joao Havelange en 1974, el brasilero que presidió la FIFA entre aquel año y 1998. Es la época de los primeros contratos FIFA- Adidas-Coca- Cola. La era de partidos trasmitidos por televisión y vía satélite. Cuando las principales ligas de Europa flexibilizan los cupos de jugadores extranjeros: América Latina comienza a exportar masivamente jóvenes como materia prima para un fútbol central devenido industria multinacional. El fútbol-negocio brotaba y Brasil, feudo de la máxima autoridad de FIFA entonces, apareció como laboratorio ideal.
Los años 80 y 90 aceleran lo inevitable. En Europa central, los vientos neoliberales hacen del fútbol una mercancía en alza. Sumado a ese contexto mundial, las estampidas en los estadios de Heysel en 1985 y Hillsborough en 1989 –en el primer caso fallecieron 39 hinchas y en el segundo 96– producen consecuencias irreversibles. En el fútbol europeo, principalmente el inglés, urgen reformas. Los muertos, por avalancha y violencia de hooligans, son el pretexto para transformaciones estructurales de los estadios, obras que demandan mucho dinero. Varios clubes devienen sociedades anónimas. Los jugadores se tornan estrellas comercializadas. Dirigente bueno es dirigente de negocios. El hincha se piensa como comprador compulsivo. Y los estadios, bajo el argumento de la “seguridad”, se teatralizan, es decir, se tornan escenarios concebidos con un público que pasivamente ve y consume. El fútbol se “moderniza”: clubes-empresas; jugadores-producto; dirigentes-empresarios; estadios-shoppings; e hinchas-consumidores.
Pero el año bisagra es 2007, cuando Brasil es elegido sede de la Copa del mundo de varones 2014. Con esa elección el país queda obligado a adoptar los “patrones FIFA”, es decir, crear –a veces de la nada y otras con reformas profundas– estadios “multiuso”, reducir capacidades, obligar a sentarse, prohibir banderas, silenciar instrumentos, remover barrios “problemáticos”, encarecer el transporte, reforzar la seguridad, criminalizar la protesta y, obviamente, elevar el precio de las entradas.
El investigador Irlan Simoes, citando una publicación del diario O Estado de São Paulo, afirma que, entre 2004 y 2012 la inflación oficial nacional es de 47,97%; por otra parte pero en la misma época, el aumento de los ingresos al campeonato brasilero es de 152,05%.
A menos de 45 minutos para el silbatazo inicial del partido iniciamos la caminata para el Maracaná. El objetivo es, creo, desplegar las banderas al lado del estadio. A mitad de camino, sobre una pasarela que desemboca en la cancha, dos policías nos niegan la circulación. Nos dicen que “solo pasa quien tiene entradas” mientras por nuestros dos lados caminan libremente vendedores ambulantes, vecinos, curiosos e hinchas a los que no se les pide las entradas. Ante una excusa tan grotesca como injusta, es Diogo el que habla con la policía. Diogo es uno de los organizadores del evento. Lleva gorrito, camiseta del Fluminense y un repique atado a la cintura. Habla de la constitución, del derecho a circular, de no generar problemas, de caminar tranquilos. El uniformado tiene oídos sordos.
Bloqueado un ingreso la obstinación nos lleva al “plan B”, dar la vuelta al estadio. Mientras caminamos, otro uniformado, con fusil en mano, se acerca a Diogo para dejar un recado: desaparece, sal ya de aquí… “esquerdopata” asqueroso. En tiempos de Bolsonaro, “esquerdopata” –izquierda + psicópata– se ha vuelto un insulto común hacia los militantes de izquierda que, como se lee, son estigmatizados como enfermos patológicos. No contentos con la humillación, a los pocos pasos nos cercan policías con motos, armas largas, pasamontañas y requisa. El Maracaná es una fortaleza blindada. Y sus guardianes hacen del miedo una táctica de persuasión.
Normalmente la nostalgia no suele ser una buena consejera. Genera distorsión y romantización. Pero a veces produce una cosa que el historiador E. P. Thompson vio al analizar la formación de la clase obrera en Inglaterra: una forma de ser rebelde en nombre de la tradición. Porque a veces, cambiar las cosas es tirar el freno de mano. Y más en Brasil, una nación sumergida en uno de los más escalofriantes autoritarismos que encuentra su fuente de legitimación en las costumbres. Tal vez, entonces, a esta crónica de esta final de copa de fútbol, la motiva una idea subyacente: en épocas de conservadurismo obligatorio… la disputa pasa por volcar la mirada al pasado para escarbar profundo. Hacer una genealogía más botánica que arqueológica. Ese tipo de excavaciones que nos llevan hasta eso que Bernando llama “raíces”.