“Tiene el pecho de yeso” ilustraba Diego Maradona con su originalidad innata la impericia de un jugador que intentó recepcionar la pelota a nivel del tórax y la rebotó tres metros.
La frase se me congeló en la memoria hace 20 años, sentado a sus espaldas en el palco de invitados del estadio “Pedro Marrero” de La Habana.
Maradona había llegado a Cuba tres semanas antes, el 18 de enero del 2000, para un tratamiento por su adicción a la cocaína, que, semanas atrás, le había provocado una peligrosa crisis hipertensiva y arritmia ventricular durante sus vacaciones en el balneario uruguayo de Punta del Este.
Apareció en el estadio cubano, con sus más de 120 kilos de peso, lentes oscuros, pantalón corto, zapatos deportivos y el pelo teñido de amarillo, acompañado de su padre, para dar el puntapié inicial en la final del campeonato nacional en el que Pinar del Río ganaría a La Habana dos goles por uno.
La gente, desde las gradas, lo vitoreó cuando el excapitán de la selección argentina entró y salió del campo. Esa tarde se había registrado una de las pocas buenas concurrencias para un partido doméstico en lo que va de siglo.
Cuarenta y ocho horas antes me había comentado, durante un encuentro con veteranos y directivos del balompié local, que estaba desesperado por jugar: “Veo una pelota y enloquezco”.
Cuatro meses después, cumpliría su deseo. Yo tendría la suerte de estar involucrado.
El “Pelusa” había rebajado algo de peso y con el tratamiento aplicado, los médicos le autorizaron a calzar de nuevos los botines.
El 7 de junio del 2000, con la ayuda de su manager Guillermo Coppola, se organizó un juego entre “Amigos de Maradona” versus “Prensa Extranjera”, con algunos directivos de la Federación Nacional incluidos.
En línea frente a las tribunas semivacías, esperamos a Diego y sus colegas para darles la bienvenida con las palmadas de rigor. Era, después de todo, la “reaparición internacional” del Pibe. Yo, por mi parte, volvía a la cancha conocida desde la infancia.
Entre sus amigos llegados desde Buenos Aires estaba el músico Rodrigo Bueno, conocido como “El Potro”, quien había viajado a la Isla para que Diego escuchara por primera vez una canción en su honor, “La Mano de Dios”, que luego sería un éxito mundial:
“A poco que debutó/ “Maradó, Maradó”/la 12 fue quien coreó/ “Maradó, Maradó”/su sueño tenía una estrella/llena de gol y gambetas…/ y todo el pueblo cantó:”Maradó, Maradó”/ nació la Mano de Dios/ “Maradó, Maradó”/llenó alegría en el pueblo/ regó de gloria este suelo…”.
El “Potro” jugaría en la defensa central aquella tarde. Dos semanas después moría en un accidente de tránsito en una carretera bonaerense.
Un aguacero nos acompañó casi todo el partido. Al empezar el segundo tiempo, cambié de posición y me fui a la portería. Antes, le pedí a Diego que nos juntáramos para una foto.
Minutos después me cobraría el favor: le tocó ejecutar un tiro libre a 15 metros de distancia, afincó bien con sus manos la pelota en la tierra mojada, y disparó un misil con su zurda prodigiosa al ángulo izquierdo. No la vi pasar.
Diego saltaba y miraba al cielo con sus brazos en alto, como si fuera uno de sus goles contra los ingleses en México-86.
Era su primer golazo en no sé cuánto tiempo. Y yo, de lo más orgulloso por aquel “pepinazo”. El juego terminó 6-0 , dos del Pibe. Otro “aguacero”.
Con el silbatazo final, nos reunimos todos en una esquina del campo para una foto de familia con Maradona al centro, mientras exclamaba “¡una cerveza por favor!”.
Me quedé con las ganas de, al menos, llevarme a casa de recuerdo la camiseta de aquel inolvidable partido.
Desde su llegada a Cuba —estancia que se pensó que sería por unos meses y se prolongó de 2000 a 2005 con sus intermitencias— Maradona habló varias veces de su disposición a ayudar directamente a la selección nacional.
A pesar del golpe publicitario que significó su presencia en la Isla, nunca escuché que la idea fuera bien recibida por las autoridades balompédicas. Y creo que no solo por resquemores de poner a los equipos nacionales bajo la tutela de Maradona; el argentino era un severo crítico del presidente de la FIFA, el suizo Josep S. Blatter.
Esta era su tercera visita a Cuba, pero en condiciones muy distintas a las de julio de 1987 y diciembre de 1994.
En la segunda ocasión hice un paréntesis en los preparativos de fin de año y llegué al Hotel Nacional, donde se alojaba con su familia y el resto de su séquito, entre los que se encontraba Guillermo Coppola, el actor Ricardo Darín y el periodista argentino que se había encargado de promocionar la idea de una camiseta número 10 de la Albiceleste firmada por Diego y otros jugadores dedicada a Fidel Castro.
Era 29 de diciembre, al mediodía. Había hecho varios intentos fallidos de ingresar a la piscina donde transcurría la “fiesta argentina”.
Estaba a punto de darme por vencido y olvidarme de mis preguntas sobre su dopaje positivo en el Mundial de Estados Unidos cuando aparecieron en el lobby del hotel el campeón olímpico de Barcelona y recordista mundial Javier Sotomayor y Roberto Moya.
Moya había logrado una preciada medalla de bronce olímpico en los Juegos Catalanes, en el lanzamiento del disco. Lamentablemente, en mayo de 2020, a los 55 años, el atleta habanero falleció de forma repentina en Valencia, España.
Pues con Sotomayor al frente logré mi visa de ingreso a la piscina. Allí estuve toda la tarde escuchando las anécdotas de los campeones, entre cervezas y camarones. Admiradores de Diego se acercaban de vez en vez para saludarlo, entre ellos el periodista italiano Gianni Miná y el cantautor cubano Augusto Enríquez.
Al día siguiente me enteré de que Maradona clausuraría la jornada pasada la medianoche, en la discoteca, con una nueva gorra color verde olivo en su cabeza, autografiada.
Siete años después me mandó a llamar a través de Coppola para una entrevista en el hotel-sanatorio “La Pradera”, donde era atendido por neurólogos, cardiólogos y nutricionistas.
Esa noche me hice acompañar de mi hijo Michel, que entonces estudiaba Comunicación Social en la Universidad. La “exclusiva” de Diego era para mostrarme su nuevo tatuaje: el rostro de Fidel Castro en su pierna izquierda.
Pero había más. Aprovechando el Granma, quería hacer público su interés de conseguir una casa en Cuba, rentada o comprada. Nunca recibió respuesta; al menos afirmativa.
Michel y yo nos tomamos una foto con el jugador-historia. Regresé a la redacción listo para teclear el material inédito.
“No escribas largo” fue el recibimiento. ¿Cuántos diarios en ese instante hubieran querido disponer de la primicia en toda su extensión? Ni modo. Decidí entonces enviar mi versión amplia para el periódico deportivo mexicano ESTO. A partir de entonces, abrí esa puerta.
Poco después, el 16 febrero de 2002, tuve el privilegio de presentarle su libro Yo soy el Diego de la gente en la tradicional Feria Internacional de La Habana.
Centenares de personas lo esperaban frente a la tarima. Entró por una esquina de la Plaza de San Francisco de la antigua fortaleza colonial Morro Cabaña, frente a la bahía habanera.
Respiraba con dificultad después de ascender la escalera, al pie de la cual se había estacionado el Mercedes Benz negro que lo trajo. Vestía pantalón corto oscuro y camiseta negra, con lentes de sol y un aro en la oreja izquierda.
Hablé al público brevemente. Recordé, al repasar el texto biográfico, que la primera vez —y última— que salió su nombre en la prensa fue mal escrito: “Caradona” en lugar de Maradona.
“No podía estar ausente en esta presentación de mi libro, que tuvo sus comienzos en La Habana. Estoy muy agradecido de todos los cubanos” dijo y mostró sus tatuajes. Anunció que donaba a Cuba los derechos de esta edición, con un valor de venta de 20 pesos cubanos.
La primera edición, publicada en Argentina en el año 2000, se agotó en una semana.
En esta cita habanera firmó numerosos ejemplares y salió entre aplausos de la gente, que gritaba “Argentina campeón”. Cuatro meses después sería el Mundial Corea del Sur, en Japón.
Son esos los momentos que pasan por mi mente en este “primer tiempo” con El Pelusa. Tras nuevas recaídas volvería a La Habana en 2004, bajo un régimen más severo, que resultó de corto tiempo, en el Centro de Salud Mental administrado por el Ministerio del Interior.
Después volvería con asiduidad.
La última vez que escribí de él fue hace unos días, cuando lo voté, junto a Pelé, Di Stefano, Zidane e Iniesta, entre los medios ofensivos del Dream Team de Todos los Tiempos en el concurso mundial de la revista “France Football”, de cuyo jurado del Balón de Oro formo parte desde 2007.
El 17 de diciembre se anunciará el resultado.
A principios de este año, el abogado de Maradona anunció que “El Pelusa” viajaría a Cuba para reconocer legalmente tres hijos que tuvo con dos mujeres. Con esos nuevos integrantes, su descendencia ascendería a ocho. Un telediario sudamericano especula hoy que podría llegar a 11.
Pero el nuevo viaje a la Isla quedó suspendido. Gambeteó muchas veces la muerte, pero esta vez su cuerpo no pudo más.