“No lo pude ver al Diego”, dice un señor de pelo blanco y despeinado a otro que va rumbo a la Casa Rosada. Yo estoy cerca, bordeando la Plaza de Mayo. Miro con atención a los grupos que se alejan eufóricos y a los pregoneros que se escurren gritando cosas como “la birra fría a cien”.
En la zona predomina un ambiente de fiesta popular. Nada mejor para despedir a un ídolo de los barrios y zonas más populares, a una de sus leyendas. Carbones ardientes quemando chorizos. Un petardo tronante. La birra, su olor, su efecto sobre alguna de esa gente. Leo una pancarta: “Todas las villas en una sola persona: Diego Armando Maradona”. Firma: La Poderosa.
Tampoco yo he podido ver al Diego; verlo hasta hace un momento significaba mirar al ataúd desde el cual estaba siendo velado al interior de la sede del gobierno argentino. Los focos de casi todos los medios de comunicación del mundo estaban puestos en la misma dirección.
En lo que pienso, el viejo ya agarra al otro por un hombro para decirle algo que no llegó a escuchar, pero que me hace advertir una complicidad solidificada en estas calles de Buenos Aires que esta tarde han estado calientes. Cielo despejado. Gran sol. Casi treinta grados marcados por mi teléfono.
Sobre la espalda, en la remera de color gris azulino, el hombre de pelo blanco exhibe un número, 10; y, encima, se lee la frase “la mano de dios”. En este momento no queda ni la cuarta parte de las personas que hace una hora formaban fila compacta prolongada por el borde de esta plaza hasta perderse en la Avenida de mayo.
Desesperados, los integrantes de esas multitudes forzaron la barrera y se arrojaron contra la Casa Rosada tratando de acercarse al Diego. Poco después, el féretro era sacado de allí para darle sepultura en una ceremonia privada. “No te vamos a olvidar, Diego!”, grita uno. Un adolescente sin camisa. ¿Cuánto puede haber de repudiable en ese desborde de emoción mezclado, con…la “barbarie”?
Justo a la entrada de la sede del edificio sobre cuya fachada colocaron un gran lazo negro, otro puñado de hinchas salta y grita, provocando a una formación de la Gendarmería Nacional. A veces toman aires de barra brava y lanzan latas de cervezas vacías sobre los guardias de las que los guardias se protegen con sus cascos y escudos.
Al poco rato, un miembro de la hinchada, exultante y feliz, se acerca a la fila en guardia, le da la espalda a menos de un metro y posa para tomarse una foto. Luego son todos, la hinchada en pleno, la que posa. Algo parecido a un silbatazo previo a un partido da lugar a un frenético cántico natural de un partido, que es en verdad un canto conocido por los Kirchneristas: Diego no se murió, Diego no se murió, Diego vive en el pueblo la puta madre que los parió.
Las rejas que protegen la Casa Rosada parecen una tendedera de la que cuelgan banderas y remeras sobre las que hay impresas toda clase de consignas referidas a Maradona. Veo su foto rodeada de rosas rojas y amarillas. Los de la gendarmería ahora están en guardia, la hinchada parece apaciguada.
“Hasta su muerte fue un quilombo”, dice otro hombre cuando me voy de regreso, porque no tiene a más nadie cerca para decirlo, como si eso le quitara un peso de encima. Me fijo en las chicas que van, en los niños que vuelven, en toda esa gente cargada de emoción y birra. Por un rato, Diego Armando Maradona les ha hecho olvidarse, para bien o para mal, del virus, de su rastro de muerte, de su propia realidad y de la realidad de la Argentina, de lo que implica serlo.