El buen fútbol, el poético, fue mejor distribuido mediante más de un azar y una amalgamación, entre el sur de América y Europa. La belleza del fútbol obedece a los mestizajes históricos, genes africanos, mediterráneos y caucásicos enfundando una camiseta con tal escudo, tal club, tal patria, en una cancha. Pelé, Maradona, Cruyff.
Tuvo que presentarse la gambeta, la improvisación: Alguien –hay argentinos que reclaman la autoría del bailoteo– pensó que era muy aburrido tener que empujar una pelota adelante y atrás hasta que de una patada casual traspasara una línea blanca.
El gol era eso, un gesto tan pedestre, tan estúpido. Y ciertamente el gol no ha dejado de ser estúpido en sí, solo que la riqueza del fútbol, la enjundia, pongamos, tienen que garantizarla los jugadores desde el primer minuto en que saltan a la cancha.
Los caudales del fútbol están dados por todo lo que conduce al gol, la estructura, habilidades, pateos, trayectoria del balón. En cuanto la esfera toca la zona de gol, el encanto muere, es sucedido por el grito y la algarabía. Otro más de especia se añade en las gradas, las narraciones, las polémicas. Entonces tenemos goles bobos, autogoles, goles con la mano, con las narices, con la espalda, las nalgas, goles de tiro libre, con efecto, tres dedos, mordidos, de rebote, carambola, goles imposibles (Roberto Carlos) y poco ortodoxos (Chicharito). Goles, golecitos y golazos.
Una cámara sigue a Cristiano Ronaldo cuando entona el himno de Portugal antes del choque contra España. CR7, acostumbrado a ser el foco de atención, se aguanta una risa. No es irrespetuosa, es un signo de energía positiva, de soltura. Aunque Cristiano no abra la boca, su boca intranquila por la que escapa el rebufo de sus tiros libres, los ojos se confiesan con un brillo de alegría. La alegría anticipaba un rico intercambio. Resultado: CR7 marcó un triplete y sigue dejando registros, ningún mortal le había hecho un hat trick a los españoles.
Da igual si tuvo que ver Lopetegui, Florentino Pérez, el rey o la víctima de las circunstancias, Fernando Hierro. España no lució desarmada, hizo tres dianas también. De Gea le regaló el segundo a Ronaldo, pero el tercero es resultado del buen fútbol, el poético, y aumentemos con la épica de los capitanes, la fuerza purasangre que tira de su equipo. Un equipo sin título mundialista y para más aliciente de su país de origen, empuja más la voluntad de un jugador que repetir premios con el club extranjero donde milita.
A pocos días de Rusia 2018, una empresa estadounidense y otra japonesa, dos países con un palmarés bastante discreto en lo que a este deporte respecta, son las que compiten por sacar el más atractivo simulador de balompié, lo que repercute en importantes volúmenes de ventas para los últimos cuatrimestres de cada año: La Electronic Arts (EA), con Cristiano en su portada, y la nipona Konami, que tiene a Coutinho de rostro principal, ensayan con las multitudes asistentes el efecto de sus tráileres en las conferencias californianas de videojuegos E3.
Rápidamente se disparan las redes sociales subiendo contenidos y actualizando; los comentarios en páginas especializadas y foros donde se discute si las animaciones de FIFA 19 y de Pro Evolution Soccer (PES19) son más o menos robóticas que el año anterior, si las gráficas son más o menos potentes e impresionantes, si Asensio es más o menos parecido que al Asensio real. Quién querría hoy a un Madrid deslucido, aun sin la magia directiva de Zidane.
FIFA, que arrastraba una deuda pendiente con sus fans, promete que esta edición traerá incluida la Champions League, seguro después de algunas operaciones económicas en cuanto a derechos legales, para las cuales su archirrival PES le había sacado ventaja.
FIFA y PES no podían haber escogido anunciarse en un momento más congruente. Los mundiales inflaman pasiones, y vienen la puntería del marketing, los memes, los demás ocios y las tomaduras de pelo. En Sudáfrica 2010, el pulpo Paul profetizaba la suerte de la Mannschaft. Podía haber sido un berberecho, la gente cree en lo que quiere creer: Los ovnis, el yeti, la independencia y la justicia social. Este año se deposita la confianza en un gato, de nombre Aquiles, ni más ni menos. Hace falta heroísmo para predecir lo que será de una competencia en la que se juegan tantas pamplinas como orgullos.
En lontananza, Cuba entra en materia. Habrá cubanos que apuesten sus más preciados bienes, que se agarren a trompadas afuera de una cafetería o en un parqueo, que se recuerden mutuamente a sus progenitores; lo que no hay son cubanos que crean en su selección nacional, así reaparezca Miguel Company o los entrene el Barón de Münchhausen.
El cubano se afilia a la hinchada de las potencias futbolísticas: Alemania, Argentina, Brasil, Italia, España la madre patria, y todavía queda algún fanático de Holanda, un cabo suelto, un vástago del maltrato. O puede suceder que haya quien no celebre ningún país sino un jugador en particular: los que siguen a Portugal, en verdad, no se dejen engañar, están siguiendo a Cristiano.
Habituados a vivir los mundiales en sordina, antes de Rusia 2018 ningún cubano ni cubana había tenido tan al alcance la posibilidad de visitar un país sede de Mundial, en fechas de Mundial. Ningún ciudadano nacido en la Isla, naturalizado, o como quiera que el bufete colectivo o las oficodas lo inscriba, hubiera pensado que realmente podría comprobar de cerca el gran estruendo que cada cuatro años pone al mundo frente a la caja tonta, en un mismo momento.
Esta es la primera vez –y no es un dato intrascendente– que un cubano que logre amasar una pequeña fortuna para los estándares nacionales y regionales, podrá contar, partiendo de su propia experiencia, lo que es un país en mundial. Sería, claro está, un dueño de negocio próspero, lícito o no, un emprendedor que haya conseguido apiñar, con menor o mayor sacrificio, más de mil dólares del pasaje a Moscú –nunca un forrador de botones, desmochador de palmas o un correcto obrero asalariado, nunca un cirujano– y asegurarse un vuelo por Aeroflot.
Sería este el caso de un adinerado, con suficientes fondos para solventar su estadía sin tener que irse a mendigar al Kremlin. Un pequeñoburgués, o un fanático probado clase media, capaz de vender su alma.
Rusia no pide visa a los cubanos, es un trámite tan simple como reservar el vuelo, hacer el equipaje con espacio para la vuvuzela, y esperar que el chequeo migratorio no lo devuelva al archipiélago. Lo más difícil es entrar a los estadios, pero con llegar al lugar de la fiebre es algo muy serio ya. Algo histórico, verdaderamente.
No es porque sea fútbol, que cada día gana más fanáticos en Cuba, desplazando el politburó del béisbol. Se trata del chance que se dibuja ante el ciudadano ordinario. Un cubano también iría, si le fuera viable, a desgañitarse por su equipo en los eventos que fueren, olímpicos, panamericanos y demás. Eventos que solo han estado abiertos para representaciones en consulados, trabajadores diplomáticos, algún profesional de misión que coincida en tiempo y espacio, y familiares de la cúpula en el poder. Dicho en sentido estricto, Rusia 2018, es el evento que por fin se abre a los ciudadanos “corrientes”, desde que fueran aliviadas las restricciones de viajes al extranjero en el país.
Se ignora cuánto fútbol han consumido esos cubanos afortunados y estos que se quedaron aquí esperando las trasmisiones de Telerebelde. Lo primero semejante a un recuerdo mundialista que tengo data de Francia 1998, cuando me hice seguidor incondicional de Brasil. En el de Corea del Sur / Japón vi a Ronaldo El Fenómeno derrocar a Oliver Kahn. Luego, en 2006, con tristeza, vi a la verdeamarelha perder. Yo estaba cumpliendo el servicio militar. Fue el año en que dos reclutas se fugaron de su unidad, asesinando a otro que estrangularon –dicen– con alambre de púa. Después matarían a un teniente coronel y secuestrarían un avión con rehenes en La Habana.
Diría, si me lo preguntaran, que fue un mal año. El mundial le dio un poco de color, es su trabajo en la Historia: Ser, en toda regla, un florífero desvío.
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