“Puede no haber sido mejor que Pelé; pero peor, no fue”. Así elogió el entrenador brasilero Flavio Costa al mediocampista más completo que dirigió. Habla del jugador Tomaz Soares da Silva, inmortalizado como “Zizinho”, un apodo digno de esos musicales diminutivos con los que los brasileños y brasileñas mezclan el habla con el canto.
Zizinho, también conocido como “maestro Ziza”, es el máximo goleador de la historia de la Copa América masculina, con 17 goles. En su homenaje, el carpincho de peluche bautizado como “la mascota de la Copa América Brasil 2019” se llama Zizito.
¿Quién es el hombre que da justicia al disfraz? ¿De qué nos habla su historia? ¿Por qué vale la pena dedicarle la primera nota de una saga que reniega de aquellos que reducen el fútbol a “22 idiotas atrás de una pelota”?
Zizinho era mulato, una marca no siempre resaltada en sus biografías. Omisión llamativa pues se trata de una suerte más cercana a la condición que la posibilidad. Y más para un jugador de fútbol nacido en el Rio de Janeiro de 1921.
Este deporte, esa ciudad, en los albores del siglo XX, se organizaban sobre restricciones profundamente racistas. En los primeros clubes de los grandes centros urbanos de Brasil, sobre todo en Rio de Janeiro y Sao Paulo, la elite blanca se reunía para compartir tardes de remo, regatas, fútbol y bailes. Eran circuitos donde la melanina ofendía.
Síntoma de época es la anécdota del mulato Carlos Alberto, jugador del Fluminense. Cuentan que para no trasgredir las cláusulas racistas, una buena tarde Carlos Alberto decidió cubrir su color de piel con polvo de arroz para entrar al campo de juego. Al ser descubierto por el público visitante del América, desde la tribuna comenzaron a gritarle “polvo de arroz”, apodo que hasta el día de hoy identifica con vergüenza al Fluminense. Académicos y periodistas todavía discuten lo fáctico o mitológico de la historia. Su veracidad es secundaria. Real o no, lo trágico es que haya sido posible.
En la misma época, pero en las periferias de las ciudades pujantes de Brasil, el fútbol se expandía como mancha de tinta sin encontrar márgenes claros, y lo digo en todo sentido. En Campinhas, ciudad del interior paulista, en 1900 un grupo de jóvenes, entre los que había un empleado negro de Ferrocarril, fundan un club de fútbol llamado Associacao Athletica Ponte Preta. Aquel trabajador “preto” llamado Miguel do Carmo será el primer jugador de origen afro en jugar fútbol oficialmente en Brasil. En los suburbios de Rio de Janeiro sucedía algo similar. El club Bangú, brazo deportivo de la fábrica textil homónima, tras su fundación en 1904, fue incorporando en su equipo de fútbol, además de técnicos y ejecutivos británicos, operarios nativos. Entre esos trabajadores textiles aparecieron rostros mulatos y negros. En 1905 Bangú incorporó al primer jugador oscuro en disputar la liga metropolitana carioca, se llamaba Francisco Carregal. En esos mismos márgenes, con ese telón de fondo como pasado reciente, nacía en los suburbios cariocas de Sao Gonzalo “o Zizinho”.
Zizinho recuerda sus primeras gambetas en el Byron Football Club de Niteroi, ciudad colindante de Sao Gonzalo y Rio de Janeiro. En los finales de los 20 del siglo pasado no eran pocos los clubes periféricos que aceptaban mulatos y negros en sus inferiores, una inclusión no practicada por todos los equipos céntricos de la ciudad. El propio Zizinho fue rechazado en el tradicional equipo carioca América Football Club. Algunos biógrafos hablan de motivos físicos. Tuvo que aparecer el Club Regatas Vasco da Gama –fundado en 1898– para poner patas arriba la proscripción racial del fútbol brasilero.
El Vasco no era un club de la elite aristocrática carioca, sino de los inmigrantes portugueses dedicados al comercio y sin acceso a la universidad. Una burguesía naciente. Sus dirigentes, con dinero disponible, se dedicaban a reclutar los mejores jugadores de los suburbios, léase, trabajadores blancos, mulatos y negros.
Los burgueses pagaban y los proletarios jugaban. Esta combinación trajo buen fútbol y títulos, pues el Vasco ganó la segunda división en 1922 y la primera en 1923.
La revancha clasista y racial fue inmediata: los principales equipos crearon otra liga paralela sin invitar al Vasco y prohibieron a los jugadores-operarios. Por reglamento quedaban excluidos portuarios, choferes, barberos o herreros. También se incorporaron pruebas de alfabetización, en un una época donde leer y escribir era un privilegio. Cada jugador debía rellenar un engorroso formulario con datos personales al momento de jugar. Además, se exigía que cada club contara con un estadio propio. El Vasco, el equipo multirracial y proletario, era una amenaza.
La respuesta del Vasco combinó adaptación, capital y orgullo: construyó, en 1927, el estadio Sao Januario, un colosal templo para 50,000 almas efervescentes –el mayor de Brasil hasta 1940 cuando se levanta el estadio Pacaembú–; sus jugadores fueron alfabetizados; y sus dirigentes, con el dinero de sus comercios, pagaron lo suficiente para que los jugadores pudieran dedicarse a tiempo completo a lo que entonces se proyectaba como una profesión.
En 1925, la creciente popularización del Vasco trajo tres consecuencias por fuerza: su reincorporación a la liga, la necesidad de profesionalizar el fútbol y la urgencia de imitar el exitoso modelo vascaíno, ese que buscaba en los suburbios de la ciudad a los cracks del mañana.
En ese contexto hay que comprender la adquisición de Zizinho por el Flamengo en 1939. Ahora bien, si hay una historia que lo hace posible, hay un talento que lo torna hermoso.
Durante 11 años, entre 1939 y 1950, el “maestro Ziza” desparrama rivales, dibuja gambetas, improvisa pases, concreta goles y alza copas. Siendo mediocampista marca 146 goles en 318 partidos. En la vitrina del Flamengo deja un tricampeonato estadual y la copa carioca de 1939. Zizinho se convierte en ídolo máximo de la hinchada roja y negra. Por esos mismos años empieza la épica de Ziza en la selección brasilera. 54 partidos, 30 goles… ¡y era mediocampista!
Será el año 1950 una bisagra en la carrera del homenajeado. Primero, porque es vendido al club Bangú. Aquel equipo periférico que fue precursor en Rio de Janeiro en incorporar jugadores negros.
Allí, Zizinho cambia de camiseta pero mantiene el encanto: tras siete años de juego, se retira como el mayor goleador de la historia del club. Todavía conserva el récord de ser el único jugador del Bangú en marcar cinco goles en un partido. Pero la epopeya de Ziza –y, tal vez, de todo el fútbol latinoamericano– tiene su ápice en el Mundial de Brasil de 1950. La Copa en la que el anfitrión, almorzándose la cena, se consagraba campeón anticipadamente y después caía, humillado, ante Uruguay. Ese ansioso exitismo encontraba argumento en los pies y la cabeza de Zizinho. El periodista italiano Giorano Fattori, tras finalizar la primera ronda de la Copa, escribió que “el fútbol de Zizinho le hacía recordar a Da Vinci pintando una obra prima”. Ziza fue elegido el mejor jugador del Mundial.
Como se sabe, los castigos por la humillación del Maracanazo fueron feroces y racistas. La peor parte se la llevó el arquero negro Moacir Barbosa Nascimento a quien, por su color de piel, se le atribuyó falta de carácter y coraje. Una maldición vitalicia que lo etiquetó hasta su entierro. Zizinho salió inmaculado de la cruzada sufrida por muchos jugadores del plantel subcampeón… hasta 1953.
Después del campeonato sudamericano de ese año –hoy Copa América–, en Lima, Ziza fue castigado por la CBF –Confederación Brasilera de Fútbol– de la selección. Se lo acusó de “mercenario” por encabezar un movimiento de “indisciplina” y por “faltar el respeto al jefe de la delegación”. El motivo de controversia fue que, supuestamente, el jefe de la delegación ofreció 1 millón de cruzeiros por el título cuando la cifra original era el doble. Zizinho, capitán del equipo, protestó. El informe final de la CBF, firmado por José Lins do Rego, decía que Zizinho “jamás debería volver a vestir la camiseta brasilera”. Nunca más lo hizo. Murió en las vísperas del carnaval de 2002.
No se suele citar a Zizinho cuando se hablar de los negros en la historia del fútbol brasileño. Normalmente se lee sobre los 1329 goles de Friedenreich y su prohibición a jugar la Copa América de 1921; sobre Leonidas, el “Diamante Negro” que inventó la “bicicleta”; o sobre Didí, Pelé y Garrincha, los tres negros que internacionalizaron la “democracia racial” brasileña con el título mundial Suecia 1958.
Yo no consigo ver a Zizinho con lentes daltónicos. Forjado en los potreros periféricos, aprendido en los clubes que pudo, exponente del fútbol-arte y castigado cada vez que gambeteaba la norma; Zizinho, el crack brasileño devenido símbolo de la Copa América, rememora una verdad: el fútbol latinoamericano también es África.