Los Juegos Olímpicos, lo sabemos, no acaban en el perímetro que encierra a los competidores, sea cual sea su especialidad. En realidad sólo comienzan allí. Un centímetro después del límite de las piscinas, arenas, velódromos o cuadriláteros se extiende la grama donde se juega el deporte con mayor masividad del planeta –aunque el COI no lo incluya en su programa–. Ese es, el olímpico deporte de opinar.
Por estos días, que son los de Río 2016, uno puede “disfrutar” y participar de todas las modalidades de este deporte. Tanto en medios de prensa y sus espacios para comentarios de los lectores, como en parques, casas y –mucho– en las redes sociales, los opinólogos no paran –no paramos– de competir. Encontramos entonces a tipos que lo mismo son consagrados jugadores de Pokemon Go que encumbrados técnicos de gimnasia artística, hipismo, ping pong y boxeo. Cero fronteras. No hay especialidades en este deporte. Pero sobre todo –y aquí conspira la promocionada libertad de manifestación, menos patrullada en temas deportivos– no hay reglas. Opinar es un juego en el que todo vale, quizás por eso nunca entrará en el programa olímpico. Y esa falta de límites, de reglamento, a veces lleva a modalidades lamentables donde la condición de aficionados parece ofrecernos una inmunidad no confederada para criticar, cuestionar, insultar y hasta delinquir.
Concluída la decimotercera jornada de competencias de Río 2016 –en la que el oro olímpico del gigante Mijaín López se unió al conseguido por Ismael Borrero– ya hemos visto de todo en las canchas de la opinión. Emblemático ha sido el caso de bullying a la gimnasta mexicana Alexa Moreno, ofendida sin misericordia en las redes sociales por muchos de sus compatriotas, debido a su peso corporal. Otro tanto sufrió la nadadora brasileña Joanna Maranhão después de expresar públicamente su apoyo a Dilma Roussef y de ser eliminada en la prueba de los 200 metros estilo mariposa. Su historia recuerda a la de la judoca y también brasileña, Rafaela Silva, quien después de su descalificación en las olimpiadas de Londres 2012, fue catalogada de macaco por varios internautas de su país. Irónica como deliciosamente, esta mulata salida de la emblemática favela carioca, Ciudad de Dios, posee uno de los dos oros obtenidos hasta hoy por la delegación brasileña en Río.
La euforia, cánticos o gritos, los nacionalismos –no extremos– y la rivalidad salpimentada son necesarios, imprescindibles durante estos eventos. Tanto en las gradas, como en plazas y el ciberespacio. Sin ellos no hay afición. Y sin afición no hay olimpiadas. Pero no nos pasemos. Nuestras aspiraciones y frustraciones no son patente de corso. Aún más porque nosotros sufrimos las derrotas como media un par de minutos, horas, tal vez días, si somos de los fanáticos. Poco más. Los deportistas, esos a los que entrenamos, exigimos, cuestionamos y ofendemos desde el rigor del sofá y el sudor del peso del mando a distancia, las sufren toda la vida.
Ante la huelga de oros –de medallas en general– que sufrió nuestra delegación durante las primeras jornadas de Río 2016, la “opinología nacional” ya clavó sus pinchos sobre varios integrantes de nuestra delegación.
El caso cubano es un fenómeno interesante. Hace algunos años, en el pasado de potencia deportiva universal, teníamos tantas posibilidades de (luchar por) medallas en cada jornada olímpica, que no nos daba tiempo a acumular frustraciones.
Por cada derrota, había, sino una victoria, algún evento con buenas opciones que nos servía de antídoto. Que nos curaba la rabia momentánea. Porque los Juegos olímpicos son más que la aritmética del medallero. Porque tan importante como el número de preseas, es la diversidad de deportes en los que estuvimos para luchar por ellas. Siete oros entre boxeo y lucha están incompletos si no van condimentados por el nervio de pelear por bronce o hasta por diploma en otras disciplinas.
Y ante la falta de esas opciones –que cada vez se limitan más a los deportes de combate– desembarcó la frustración. Sucedió hace unos días con la plata tremenda de Idalys Ortiz. Lo de Idalys es una medalla gigante que el momento en que fue obtenida redimensionó en el análisis de no pocos.
Idalys es responsable de ganar una plata, no de las medallas ajenas que se perdieron. Como tampoco lo es de la sequía de triunfos de nuestra comitiva. Ni ella, ni algunos boxeadores –paradójicamente todos medallistas– deben pagar el cheque por nuestra olímpica frustración.
Y ya que hablamos de frustración dediquemos un par de líneas, nuevamente, a los encantadores de medallas, a nuestros vendedores de humo. Aunque parezca, y sea, un ejercicio estéril.
Basta. Si olímpico espíritu le reclamamos a las federaciones internacionales, a jueces, atletas y aficionados, también va la exigencia a nuestros directivos, analistas y comentaristas deportivos. No queremos un oro que se base en el pómulo no cicatrizado de un boxeador rival. No queremos terminar los juegos sospechando de cada juez. Yo, aficionado, no quiero más medallas que olimpismo. Yo, cubano, quiero más deporte y menos expectativas inflamadas, menos aritmética conspirativa en torno al medallero. Más análisis y menos tráfico de culpas y pasiones.
De vuelta a nosotros, los aficionados; velocistas, pugilistas y delanteros de la opinión. Metámosle intensidad. Claro. Esto sólo dura unos instantes y tiene un tiempo de espera de cuatro años para que vengan a ponernos preservativos a la euforia. Pero tampoco nos pasemos. Un poco de concentración y técnica –como en todo deporte olímpico – no viene mal. No sea que, pasados de revoluciones, pisemos más allá de la línea, arranquemos en falso, o peor aún golpeemos –sobre todo a los verdaderos deportistas– por debajo de la faja.
Me dolio la cabeza de leer esto…. Al final de que trata?