Las medidas anunciadas el martes 15 de octubre en la Mesa Redonda contienen aspectos que merecen una reflexión sosegada, y no es un disparate que algunos se retrotraigan al paquete anticrisis implementado a partir de 1993 para encontrar respuestas.
De cierta forma, la decisión de las autoridades cubanas es inevitable. Los desaciertos en la política monetaria desde 2003 tienen consecuencias, particularmente en lo relacionado con el manejo de la convertibilidad del CUC y las condiciones que deberían haber hecho posible la sostenibilidad del proceso de desdolarización decidido entonces. A ello se añaden los escasos progresos en el incremento de la competitividad externa, uno de los factores claves detrás de la crisis actual en balanza de pagos.
En octubre de 2004, el gobierno cubano anunció la eliminación del dólar estadounidense de la circulación dentro del país y su sustitución por el peso convertible (CUC), con el que coexistía desde mediados de la década de los noventa. En ese momento, la medida se justificó a partir de la persecución de Estados Unidos a los bancos extranjeros que cambiaban los dólares recaudados, la cual se concretó en una multa al banco UBS, la mayor entidad de su tipo en Suiza.
Pero ya un año antes se habían dictado normas para eliminar el dólar de las transacciones entre empresas cubanas. Ello formaba parte de las nuevas prioridades de la política económica cubana de la época, que se movía hacia una mayor centralización en la toma de decisiones, en especial en el manejo de las divisas. En el trasfondo de este proceso gradual, que cambió las prioridades de la agenda económica, se encontraba un sector turístico con menor impulso producto de los acontecimientos del 11 de septiembre en Nueva York o la emergente alianza con Venezuela. Ya desde el 2000 se habían paralizado las inversiones extranjeras en el sector inmobiliario, y se comenzó a aplicar una política más restrictiva respecto al capital foráneo y los cuentapropistas del patio.
Desde 2005, la economía cubana creció durante tres años a tasas casi “chinas”, pero ese dinamismo respondió esencialmente a una mejoría radical de las condiciones externas, mientras que se engavetó el abordaje de los profundos problemas de competitividad y productividad que padece el país.
Los pocos sectores exportadores cubanos descansan en alianzas (servicios médicos, ron, tabaco, níquel) que garantizan la colocación del “producto” en los mercados internacionales. Solo un grupo reducido de empresas concibe sus procesos de frente a los mercados externos, como es el caso del complejo biofarmacéutico o ciertos segmentos del turismo internacional. La experiencia reciente con la inversión extranjera refiere un desconocimiento perturbador de factores claves para la concreción de negocios, la persistencia de una cultura burocrática en las distintas etapas del proceso, y baja transparencia en la toma de decisiones; aspectos que han sido reconocidos, con cierta reticencia, por las propias autoridades cubanas.
En medio de estas condiciones, la “actualización” adoptada en el Congreso del Partido de 2011 logró pocos avances en la transformación de los problemas mencionados. En la empresa estatal, solo se introdujeron cambios incrementales, tan inefectivos que las autoridades comienzan a cuestionarse las funciones y pertinencia de los Organismos Superiores de Dirección Empresarial (OSDE), aspecto que ya había sido advertido por expertos varios años atrás.
Tampoco se ha superado el paradigma que ve al sector privado, en el mejor de los casos, como un mal necesario que hay que mantener a raya. También se mantuvo el monopolio del comercio exterior, lo que ha sido una barrera infranqueable para “incrementar y diversificar” las exportaciones, objetivo recogido una y otra vez en todos los documentos oficiales de la Isla, pero nunca acompañado de las decisiones correspondientes.
La actual crisis de balanza de pagos, que con un enorme retardo ha desembocado en las medidas que se discuten ahora, viene tomando forma desde mucho antes, al calor de debilidades abordadas sin efectividad, y el endurecimiento de las condiciones externas. Es nocivo identificar estas últimas exclusivamente con las sanciones enfermizas de Estados Unidos. La caída de las exportaciones cubanas comienza mucho antes de la inauguración de la nueva administración estadounidense. Las ventas de bienes alcanzaron un máximo en 2011, de la mano de los envíos de productos farmacéuticos a Venezuela, las exportaciones de refinos de petróleo desde Cienfuegos y los buenos precios de las “commodities” que exporta el país. Los envíos de bienes han caído 60 por ciento desde entonces.
En el caso de los servicios, el pico se observa en 2013, y acumula en 2018 una contracción de 10 por ciento. Y esto a pesar de que hasta 2017, el turismo ayudó a compensar el declive. Los ingresos por servicios no turísticos (entre los que se incluyen los médicos) se han reducido más de un 15 por ciento. En segundo lugar, las bajas cotizaciones del azúcar y el níquel (solo se recupera hacia fines de 2018) son malas noticias, pero también lo son los reiterados tropiezos en la producción de ambos renglones. Las medidas de Estados Unidos han afectado al turismo, pero los descensos abarcan a todos los mercados importantes de Europa y Canadá, lo que apunta a problemas más profundos de competitividad. Más aun, numerosos expertos apuntamos en su momento sobre los riesgos de la reproducción de una nueva “sobre dependencia” respecto a un sector-mercado, aspecto estructural altamente nocivo para un país del tamaño y la ubicación de Cuba.
La pérdida de ingresos en divisas, el desabastecimiento en la red minorista, el auge de la demanda interna, y los mayores derrames directos en moneda “dura” hacia los hogares, terminó de pasar factura al esquema anterior, que ya venía tocado por la pérdida de las reglas para la emisión de CUC. Todo ello en un escenario en el que se restructuró una buena parte de la deuda externa, lo que implica nuevos compromisos de pagos. Una nueva ola de dolarización ya había cobrado auge en Cuba desde 2014, aupada por la posposición de la unificación monetaria y cambiaria que se anunció ambiguamente en noviembre de 2013. Las nuevas medidas solo vienen a reconocer institucionalmente los desequilibrios que se habían empezado a acumular desde mucho antes.
A corto plazo las medidas actuales son positivas, en tanto permiten aliviar la agobiante escasez y oxigenar la economía con recursos que se “escapaban”. Lo de los márgenes comerciales injustificables ya era conocido, y sirvieron durante demasiado tiempo para sostener la enorme ineficiencia de las empresas estatales y del sector público en general.
Si bien este paso comporta beneficios, también plantea nuevos desafíos. En cierto sentido complejiza la unificación monetaria-cambiaria al tener que partir de un escenario en el que se usan no dos, sino tres monedas. Aunque se acota a la compra de ciertos bienes, es muy posible que esto refuerce los incentivos en otros actores para tratar de insertarse en el circuito que funciona en dólares, amplificando el alcance de la dolarización. Ello puede verse reflejado en un creciente uso de los dólares como reserva de valor, e incluso como referencia para la formación de precios (en activos como casas, etc.). Asimismo, el Banco Central deberá tener precaución respecto a las presiones que se deriven hacia las monedas domésticas en los circuitos formales como Cadeca y los bancos. La liquidez en pesos cubanos ha aumentado recientemente de la mano de los incrementos salariales.
Las preocupaciones legítimas alrededor de los que “tienen” acceso directo a la divisa y los que “no”, no se dilucidan revirtiendo o ajustando estas medidas. Lo que tiene que encararse es el hecho de que aproximadamente un 10 por ciento de los trabajadores da cuenta de casi 90 por ciento de las exportaciones, y el resto depende de la redistribución de estos recursos o de las remesas. Ese es un asunto productivo, no monetario.
Sin otras medidas estructurales, el beneficio de este paso es temporal. Desde 2017 se han observado señales contradictorias en la política económica, incluyendo restricciones injustificables al cuentapropismo y las cooperativas no agropecuarias. Es justo lo contrario de lo que se necesita. Es imprescindible encarar los grandes déficits que exhibe el modelo económico cubano, los cuales tienen un reflejo perverso en el plano externo. Por ejemplo, encarar el hecho de que un número demasiado alto de las empresas estatales es inviable, y se requiere su restructuración. El replanteo no es menor porque requiere aceptar que una mayor integración económica con el resto del mundo comporta costos de diverso tipo, que deben y pueden ser manejados, pero no evitados del todo. También incluye una nueva función de las alianzas internacionales, las que, en esta nueva etapa, no se limitan a “compensar” las pérdidas provocadas por las sanciones de Estados Unidos, sino que se utilizan para reposicionarse a nivel internacional.
En ciertos círculos pareciera que se ha instalado la noción de que se pueden transferir al futuro soluciones duraderas a los problemas, a un costo mínimo o inexistente. Lamentablemente, a veces el futuro llega, y ocurre el ajuste de cuentas.
*Este texto se publicó originalmente en la revista Progreso Semanal. Se reproduce con la autorización expresa de sus editores.