Por Roberto Rodríguez Andrés, Universidad Pontificia Comillas
Desde 2016, la palabra “posverdad” se ha incorporado plenamente a nuestro vocabulario, lo que llevó a que, en tan solo un año, fuera introducida en el diccionario de la Real Academia Española. Quizá por ello no es de extrañar que, desde el mundo académico, haya habido también un creciente interés por analizar este fenómeno y sus implicaciones para las democracias.
Dice la RAE que posverdad es la “distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales”. Hay tres elementos clave en esta definición:
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En primer lugar, su relación con la mentira, entendida como una distorsión de la realidad, lo que la convierte en una práctica manipuladora.
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En segundo lugar, la intencionalidad, lo que significa que para que haya posverdad ha de existir un agente que, deliberadamente, difunda esas realidades distorsionadas para influir sobre la opinión pública, en la mayor parte de los casos en el ámbito político.
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Y, en tercer lugar, el hecho de que esta práctica se dirija no solo a las creencias (o pensamientos) de los ciudadanos, sino también a sus emociones, que son las que más movilizan el comportamiento humano.
Producción y difusión de mentiras
En el fondo, podríamos decir que no estamos hablando de algo muy distinto al histórico uso de la mentira por parte de los políticos, tan profusamente estudiado desde tiempos remotos, o a la propia desinformación, que conoció su apogeo durante la Guerra Fría, cuando las dos superpotencias utilizaron la difusión de noticias falsas como arma de guerra. Hablamos, en todos los casos, de cómo retorcer la verdad para manipular la opinión pública y ponerla a favor de quien lanza la mentira o en contra de un rival, para desestabilizar gobiernos, para generar división, para ganar unas elecciones…
¿En qué se diferencia, entonces, la posverdad de esos otros usos que ha habido a lo largo de la historia? ¿Qué elementos son propios de este fenómeno que explican su inusitado auge en los últimos años? Las novedades se refieren principalmente a dos ámbitos: la difusión y la producción de las mentiras.
Con respecto a la difusión, el procedimiento tradicional para poner en circulación una mentira pasaba por los medios de comunicación. El objetivo de los políticos manipuladores era conseguir que una noticia falsa o convenientemente distorsionada acabara publicándose en prensa, radio o televisión y así alcanzar la opinión pública. Y eso no siempre era fácil, porque había que pasar el filtro de los periodistas.
La realidad, hoy día, es que ese filtro es cada vez más débil. Primero, por la progresiva pérdida de objetividad y el alineamiento ideológico de los medios, que hace que muchos de ellos, entregados a una u otra ideología, se abstengan de su función de vigilancia y se sumen como auténticos hoolingans ade la difusión de esas mentiras, cuando no son ellos mismos quienes las crean.
Segundo, porque incluso en los medios que quieren mantener la objetividad, las presiones políticas y económicas son a veces insostenibles. Y tercero, porque aun cuando no se cumplan las circunstancias anteriores, la realidad es que la crisis mediática está llevando a redacciones cada vez más mermadas y con menos capacidad de poder ejercer con garantías esa función de vigilancia.
Unido todo ello a que la presión por la inmediatez, por ser los primeros en tener una exclusiva, o por conseguir el titular más llamativo que genere mayor número de clicks, lleva a veces a no verificar de manera suficiente las historias o a sacrificar la escrupulosidad de dicha verificación en aras de mayor negocio.
Sin mediación mediática
Estamos, por tanto, en un contexto en el que los medios han ido perdiendo su capacidad de control, lo que beneficia a los generadores de posverdad. Pero es que, además, a estos ya ni siquiera les hacen falta los medios de comunicación para difundir sus mentiras, entre otras cosas porque han surgido otras herramientas que les permiten lanzar mensajes directamente a los ciudadanos sin pasar por la intermediación de los periodistas.
Tienen hoy a su disposición internet, las redes sociales y las aplicaciones de mensajería instantánea (tipo WhatsApp), a través de las cuales pueden expandirlas de una manera mucho más rápida y con una capacidad de alcanzar a un mayor número de personas, sobre todo desde la generalización de los teléfonos inteligentes. En resumen, nunca como hasta ahora había tenido la sociedad tantas vías para, aparentemente, estar mejor informada; pero al mismo tiempo, nunca como hasta ahora había corrido tanto riesgo de estar desinformada o manipulada.
Pero además de la mayor capacidad y rapidez de difusión de las mentiras, el segundo ámbito que ayuda a comprender la preocupación actual por la posverdad es el de la producción o creación de las mismas.
El papel de la inteligencia artificial
Los políticos manipuladores siempre han tenido claro que para que una mentira tenga éxito, hay que dotarla de un cierto halo de verosimilitud, es decir, de apariencia de verdad o de credibilidad. Y de alguna manera, esto sigue siendo así en la actualidad, aunque con una diferencia esencial con respecto a épocas pasadas y es que los medios técnicos para hacerlo han evolucionado de tal manera que la verificación resulta cada vez más difícil.
Es este, por ejemplo, uno de los mayores retos que plantea el uso de la inteligencia artificial, puesto que la generación no solo de información sino incluso de fotografías y vídeos manipulados roza ya casi la perfección, y estamos tan solo ante el inicio de la aplicación de esta tecnología. Puesta en manos de políticos sin escrúpulos, esta nueva inteligencia, que por sí misma no tiene en cuenta criterios éticos, podría suponer un grave peligro.
Un mensaje personalizado
Pero hay otro problema adicional, vinculado también con la tecnología. La verosimilitud que acabamos de apuntar depende en gran medida de las características personales de quien está expuesto a la mentira. Lo que para unos puede resultar creíble, quizá para otros no lo sea. Tiene aquí mucha importancia el componente emocional que, como hemos apuntado, es decisivo en el concepto de posverdad.
Y la realidad es que los políticos manipuladores disponen hoy de muchas herramientas a su alcance para conocer a los ciudadanos de una manera casi individualizada, sabiendo qué teclas emocionales tocar para que sus mentiras resulten lo más creíbles posibles y causen el máximo efecto, apelando a lo que cada ciudadano siente, anhela o teme y, por tanto, está más predispuesto a escuchar.
Ya hemos tenido ejemplos de cómo el uso del big data ha permitido lanzar campañas personalizadas en función de la tipología emocional de los votantes y esto se está incrementando también con el empleo de la inteligencia artificial para realizar estas tareas. Puesta toda esta tecnología al servicio de la posverdad, ello puede conducir a un crecimiento exponencial del uso de la mentira en la política.
¿Y qué pasaría si los políticos ni siquiera tuvieran que esforzarse en dotar de verosimilitud a sus mentiras, por muy burdas que estas fueran, porque confían en que van a ser creídas por la población? Sin duda, este sería el peor de los escenarios, porque denotaría un peligroso control de la opinión pública, que habría perdido toda su capacidad crítica. Y resultando un escenario a priori quizá demasiado pesimista, la triste realidad es que hay señales que deben inducirnos a una reflexión, precisamente para evitar que pueda llegar a ser una realidad.
Una maquinaria a pleno rendimiento
Una primera señal es que los ciudadanos estamos cada vez más expuestos a las mentiras, tal como han demostrado ya varias investigaciones, algunas de las cuales han llegado a cifrar que una alarmante proporción de las noticias que circulan por las redes son falsas. Se aprecia, por tanto, que hay numerosos agentes productores de posverdad cuya maquinaria está a pleno rendimiento.
A esto se une, como han expuesto otros estudios, que el ciudadano medio tiene cada vez más difícil discriminar una noticia verdadera de una falsa y, por otro lado, que estas noticias falsas tienen una capacidad de viralización mucho mayor que las verdaderas, precisamente porque los manipuladores saben cómo dotarlas de verosimilitud y cómo adaptarlas emocionalmente para que sean más llamativas y tengan más impacto.
Una segunda señal tiene que ver con la tozudez que demuestran a veces los políticos en querer retorcer la realidad en beneficio de sus intereses. Asistimos a una política que es capaz de enrevesar su lenguaje a veces hasta el ridículo o de buscar interpretaciones diversas y abiertamente opuestas incluso para los datos más fríos e incontrovertibles, que inducen a la confusión entre los ciudadanos.
Y esta realidad se traduce, por ejemplo, en cómo uno de los argumentos más frecuentes que se usa hoy día en la confrontación política, tanto en campañas electorales como durante el transcurso de las legislaturas, es la permanente acusación de mentir hacia el adversario.
Y una tercera señal, relacionada con la anterior, viene derivada de la creciente polarización y radicalización de la sociedad, en la que amplias capas de votantes no atienden a otros argumentos que a los suyos propios y, en consecuencia, no están interesados en saber qué es verdad y qué es mentira, puesto que solo tienden a considerar como verdadero lo que proviene de su propia burbuja ideológica. Se da el caso, incluso, de que aun cuando haya pruebas fehacientes de que el político al que siguen ha dicho una mentira, tenderán a no conceder credibilidad a quien lo denuncia.
Relativización de la verdad
Nos encaminamos así por una peligrosa senda de relativización de la verdad que es, en el fondo, lo que buscan los manipuladores y lo que explica en parte el éxito de la posverdad. Porque se podría decir que ya no hay “una verdad” en genérico, sino “mi” verdad o “nuestra” verdad que, por supuesto, siempre es la correcta.
Y si a esto le sumamos, como hemos apuntado anteriormente, que los propios medios de comunicación entran a veces en este juego, llevados por su progresiva ideologización, y que internet y las redes retroalimentan este fenómeno a través de sus algoritmos, los efectos se incrementan aún mucho más, haciendo que la posverdad se convierta en uno de los mayores riesgos actuales para los sistemas democráticos de todo el mundo.
Una versión de este artículo fue publicada originalmente en la revista Telos de Fundación Telefónica.
Roberto Rodríguez Andrés, Profesor de Comunicación Estratégica y Comunicación Política, Universidad Pontificia Comillas
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.