Por Santiago Iñiguez de Onzoño, IE University
La noche del estreno de su novena sinfonía, la Coral, el 7 de mayo de 1824, Beethoven vestía un frac verde. Es probable que ese fuera uno de los momentos más emocionantes de su vida. Después de trabajar durante años en la composición de la obra, no le importó el reto de equiparar coro e instrumentos en una sinfonía, algo insólito y arriesgado para la época, ni su sordera para dirigir a la orquesta.
Estreno apoteósico
Aunque en aquellos días la afición vienesa primaba la ópera italiana, con Giacomo Rossini al frente, representantes de distintas instituciones mostraron su entusiasmo por la nueva composición y convencieron al maestro de que estrenara su obra en la capital, y no en Berlín donde planeaba hacerlo.
El teatro estaba lleno hasta la bandera, aunque el palco imperial estaba vacío. Se diseñó una puesta en escena grandiosa, con músicos de distintas orquestas, profesionales y aficionados, hasta formar un grupo de 24 violines, 10 violas, 12 cellos y contrabajos, el doble de instrumentos de viento, además de un nutrido coro. Al frente de la orquesta se planteó una codirección: Beethoven marcaría los compases y sostendría la partitura mientras que, a su lado, Michael Umlauf, batuta en mano, coordinaría a los músicos.
Uno de los violinistas del grupo ironizaba tras el concierto: “El propio Beethoven intentaba dirigir, es decir, se paraba frente a la tribuna del director y se lanzaba de un lado a otro como un loco. En un momento se estiraba en toda su altura, en el siguiente se agachaba en el suelo, se agitaba con las manos y los pies como si quisiera tocar todos los instrumentos y cantar todas las partes del coro”. Todo esto, cuando la dirección residía realmente en Umlauf, el único al que hacían caso los músicos, y quien realmente lideró la orquesta.
Aplausos de pie
Al concluir las últimas notas del “Himno a la Alegría”, la parte final de la sinfonía, el público ovacionó al maestro, quien todavía continuaba de espaldas, marcando compases con los brazos, sin percatarse de que la orquesta había concluido.
Según cuentan las crónicas, la contralto solista Caroline Unger se acercó y le tocó en el hombro, dándole a entender que la ejecución había finalizado. Beethoven entonces se volvió y pudo ver al público en pie, entusiasmado y ovacionándole. No parece que en ningún momento sintiera vergüenza por haber adoptado un papel que algunos considerarían extravagante y todos apreciaron la entrega y el genio del compositor. Tras el estreno, acabó exhausto: sus amigos le condujeron a su casa, donde cayó rendido, durmiendo hasta el día siguiente embutido en su frac verde.
La audiencia y los cronistas reconocieron el potencial disruptivo de la Novena, algo que no sucede siempre con las nuevas propuestas. Además, el cuarto movimiento se ha convertido con el tiempo en una de las melodías más populares de todos los tiempos y en el himno de Europa.
En los próximos días, muchas grandes filarmónicas la incluirán en sus programas, celebrando el segundo centenario de su estreno y el genio de Beethoven. Pero lo que resulta realmente prodigioso es la capacidad del maestro de componer una sinfonía tan sofisticada en un estado de total sordera.
Seguir adelante
Se ha especulado mucho sobre la causa de la hipoacusia de Beethoven: pudo deberse al tifus, aunque también se ha apuntado al consumo de plomo por los remedios contra sus frecuentes cólicos. La progresiva falta de audición a partir de los 31 años, en plena efervescencia creativa, sumió a Beethoven en una depresión y agrió su carácter, ya de por sí irascible.
Su estado de ánimo en esos primeros años quedó reflejado en el “Testamento de Heiligenstadt”, conocido tras su muerte, que documenta su amargura por las limitaciones derivadas de la sordera, tanto para su oficio como para las relaciones sociales.
Allí contaba que le costaba decir “habla más fuerte, que estoy sordo” y reveló pensamientos suicidas. Sin embargo, logró superar esa penosa etapa y compuso sus principales obras tras ese episodio. También sabemos que, aunque no contrajo matrimonio, mantuvo al menos un romance encendido, que se manifiesta en otro documento conocido póstumamente, su “Carta a la amada inmortal”, que trasluce su alma romántica.
Si Beethoven es ejemplo por su resiliencia y superación personal, también me interesa tratar aquí su desprecio por el ridículo, su falta de vergüenza, en el mejor sentido del término, como se manifiesta en la historia del estreno de la Novena. Aunque los genios como él pueden permitirse carecer de vergüenza, la mayoría de los mortales somos incapaces de escapar a ese complejo.
Sin miedo al ridículo
Una precisión conceptual. Entendemos por vergüenza el sentimiento doloroso sobre uno mismo en tanto que persona, una emoción negativa que es consecuencia de alguna limitación o de un episodio en el que consideramos que no hemos tenido el desempeño adecuado. Se distingue por lo tanto del sentimiento de culpa, el arrepentimiento derivado de una acción incorrecta.
Ciertamente, experimentamos vergüenza en múltiples situaciones del contexto profesional.
En las primeras etapas de la carrera, cuando todavía no contamos con la madurez para despreciar los errores, o no se han consolidado las habilidades interpersonales. Por ejemplo, el miedo a hablar en público es uno de los temores más generalizados entre jóvenes directivos, tanto por timidez como para evitar equivocaciones o banalidades. Timidez no es sinónimo de introversión. Existen extrovertidos a los que les cuesta hablar ante grandes grupos y hay introvertidos que se manejan cómodamente en la comunicación pública.
Superadas las primeras etapas profesionales, el sentimiento de vergüenza también se produce cuando se asumen nuevas responsabilidades, por el temor a no satisfacer las expectativas depositadas en nosotros. En ocasiones deriva también en el denominado síndrome del impostor, por el que nos consideramos indignos de la responsabilidad que se nos ha confiado.
Superar la vergüenza
Como en otras ocasiones, me gustaría formular algunos consejos personales para superar la vergüenza o sentido del ridículo.
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Cultivar el espíritu de deportividad. Si se mantiene una buena actitud y se trabaja suficientemente, los errores en público, las intervenciones mediocres u otras situaciones deslucidas siempre son oportunidades de aprendizaje. Lo importante es pasar página rápido y continuar mejorando. Como sucede en todos los deportes, unas veces se gana y otras se pierde. En ocasiones se brilla y a menudo el desempeño es anodino. Únicamente hay que tener vergüenza de tirar la toalla y no querer seguir progresando.
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Piense que su historia individual es potencialmente tan valiosa como la de un gran personaje. Esta reflexión le dará más fuerza para sacudirse el sentimiento de ridículo y las vergüenzas injustificadas. En una conversación en Madrid con Francis Ford Coppola, el cineasta trasladaba este mensaje a la numerosa audiencia que le escuchaba: “Cada uno de ustedes es un milagro único e irrepetible. Cada una de sus vidas podría ser argumento para una gran película: hagan todo lo posible para que sea la mejor producción imaginable”.
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Identifique lo que le produce vergüenza y separe las causas injustificadas de ridículo. Es lógico sentir incomodidad ante un fracaso culpable: una presentación no trabajada, o no haber preparado suficientemente una reunión. Sin embargo, si hay trabajo serio, talante profesional y buena fe, es recomendable estar tranquilos, y querer hacerlo mejor en el futuro. Por cierto, igual que no hay que engrandecer los fracasos, tampoco hay que amplificar los éxitos.
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También es conveniente ejercitar la autocompasión, es decir, quererse un poco de vez en cuando, que no es sinónimo de vanidad ni de orgullo. Se trata de fomentar la autoestima, sin la cual no existe confianza para afrontar retos importantes. Piense en los elogios que le habrían dirigido los familiares y amigos que le quieren en los buenos momentos de reconocimiento personal o profesional, en las ocasiones en las que ha sentido el ánimo henchido.
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Un vicio especialmente desaconsejable es la propensión a sentir vergüenza ajena. Es decir, turbarse ante el comportamiento natural de otras personas, ya sean familiares, amigos o desconocidos. Es manifestación de un cierto complejo de inferioridad, y también de intolerancia y recelo hacia la diversidad humana. La simpatía hacia personas muy distintas, que tienen creencias, preferencias y gustos diferentes, es una excelente oportunidad de desarrollo personal.
¿Hubiera sentido vergüenza ajena de Beethoven, vestido con un frac verde y haciendo aspavientos, aquella memorable noche de estreno?
Una versión de este artículo se publicó en LinkedIn.
Santiago Iñiguez de Onzoño, Presidente IE University, IE University
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.