Por Eduardo Rojas Briales, Universitat Politècnica de València
La actividad agropecuaria y los cambios de uso del suelo relacionados con ella son responsables de un 18 % del total global de emisiones de gases de efecto invernadero. Por ello, el cambio de dieta hacia aquellas basadas íntegramente en alimentos de origen vegetal (cereales, tubérculos, verduras, frutos…) se viene defendiendo como una de las medidas estrella para combatir el cambio climático.
Uno de sus principales argumentos pone el foco en las emisiones de metano ocasionadas por la ganadería, que además ocupa grandes extensiones de terreno y exige la dedicación de extensas áreas agrícolas para la producción de pienso para la alimentación animal.
A todo esto se suma el alto consumo de agua relacionado, así como los problemas de salud vinculados al exceso de consumo de carne.
Un 10 % de la población está hambrienta
Sin negar estos efectos, abordar una cuestión tan compleja requiere partir de un análisis objetivo y con perspectiva de la realidad. Alimentar a una población actual de 8 000 millones de seres humanos constituye todo un reto.
Cabe recordar que la superficie mundial destinada a producción agropecuaria se ha mantenido estable en 3 200 millones de hectáreas (25 % de la superficie de la Tierra) desde 1990, cuando éramos 5 300 millones. De hecho, tanto en Europa como en Norteamérica y Asia la superficie agrícola ha decrecido considerablemente en los últimos decenios, siendo a la vez en el caso europeo y norteamericano autosuficientes y exportadores netos de alimentos gracias a la intensificación agrícola.
Pese a múltiples esfuerzos en la lucha contra la pobreza y el hambre, todavía hoy afecta a un 9,2 % de la humanidad, aunque haya bajado sensiblemente en las últimas décadas tanto en términos relativos como absolutos.
El análisis de este problema debe ser hoy mucho más cualitativo que en el pasado y atender no solo a cuánta comida se consume sino también a las principales carencias nutricionales.
Por otro lado, se observan crecientes problemas de obesidad debido a una alimentación poco diversificada y formas de vida poco saludables (vida sedentaria, contaminación…). De hecho, para la OMS la primera preocupación de salud pública en la actualidad son, precisamente, las enfermedades consecuencia de ese círculo vicioso de alimentación y formas de vida insanas.
Consideraciones sobre la agricultura y la ganadería
Parte de las críticas a la ganadería se sustentan en visiones muy simplificadas y desconocedoras de las actividades agrarias, la sociología rural y sus interacciones. Seguidamente se enumeran algunas consideraciones sobre ellas:
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Una buena parte de la crítica a la ganadería se basa en la huella ecológica. Aunque se trata de un indicador con considerable potencial de comunicación, no se debe usar indiscriminadamente sin diferenciar entre recursos finitos (minerales, fósiles), de circuito cerrado (agua) o renovables (alimentos, productos forestales). Entre otras cosas porque en el primer caso ni siquiera es aplicable.
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Uno de los cultivos más directamente relacionados con la deforestación es la soja, cuya alta demanda procede de su empleo como sucedáneo de productos lácteos y carne.
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Es necesario diferenciar entre ganadería intensiva y extensiva, ya que sus efectos externos son radicalmente diferentes.
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Existen culturas que abusan de ciertas carnes con exceso de grasa, y en las que una dieta más equilibrada con más pescado, marisco e insectos sería indudablemente recomendable. Los insectos permiten producir considerables volúmenes de proteína animal a bajo coste y mínimo impacto.
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Si bien la capacidad de extracción sostenible de pescado y marisco de los mares está cercana a su límite, la acuicultura puede reforzarla tanto en zonas costeras como en aguas interiores, haciendo mucho más asequible esta excelente proteína animal a zonas alejadas de los mares.
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La ganadería extensiva valoriza los terrenos de peor calidad y clima, mientras que la producción hortofrutícola requiere los mejores terrenos y climas más suaves. Por eso, pretender generalizar en todo el mundo una alimentación basada exclusivamente en alimentos de origen vegetal comportaría altísimos costes de transporte, en muchos casos aéreos –pensemos en territorios como Mongolia o Siberia–, y su correspondiente impacto climático e innecesario riesgo de seguridad alimentaria.
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La ganadería extensiva adecuadamente gestionada puede ser clave para mantener sistemas de bosques secos abiertos, reduciendo el riesgo de grandes incendios y produciendo carne con mínimas emisiones al no requerir (casi) pienso.
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El mantenimiento de los paisajes culturales abiertos o adehesados que nos asegura la actividad ganadera solo es posible si esta se mantiene. Estos paisajes, sean dehesas o prados alpinos, se caracterizan por una rica biodiversidad que se perdería inexorablemente con la desaparición de la ganadería extensiva tanto de razas autóctonas como de especies silvestres vinculadas a estos usos seculares.
Está en nuestras manos llevar una dieta sostenible
En la historia del género humano, ser cazadores y, posteriormente, usar el fuego para cocinar y consumir carne fueron pasos claves para la evolución de nuestro cuerpo y nuestra capacidad intelectual. La ausencia de proteína animal hace difícil alcanzar los requerimientos de proteína y otros nutrientes esenciales de los humanos, especialmente en fases de crecimiento.
Por otro lado, la agricultura y la ganadería han modulado nuestros territorios durante milenios y, a la vez que nos alimentaban, han forjado nuestra cultura. Suponen, además de un pilar de la economía, uno de los principales componentes de seguridad y el principal sustento económico y laboral del mundo rural para muchos países.
Cualquier propuesta que pretenda contribuir de forma constructiva a una dieta sostenible deberá incorporar todas las complejas dimensiones de la ecuación.
También debemos recordar que, pese a avances importantes, perdemos el 10 % de los alimentos disponibles en la UE debido al desperdicio, por lo que seguir reduciendo ese importante volumen resulta clave.
En todo caso, está en las manos de los ciudadanos no solo mejorar su salud, calidad de vida y economía, sino también aprovechar el poder de compra para reducir los impactos negativos y reforzar las sinergias. Por ejemplo, adquiriendo productos alimenticios de proximidad, de la estación y sin procesar, prefiriendo siempre al pequeño productor y comercio. Pero también consumiendo pescado y marisco de pesca, productos cárnicos y lácteos de ganadería extensiva o carne de caza, así como escogiendo una dieta equilibrada y variada, destinando más tiempo a su adquisición y cocinado.
Este enfoque aportará un reencuentro con el territorio mucho más gratificante que las estanterías de una gran superficie, además de la base para un turismo mucho menos intrusivo, desconcentrado y desestacionalizado.
Eduardo Rojas Briales, Profesor permanente laboral; ciencia e ingeniería forestal (selvicultura, repoblaciones, infraestructuras verdes, gobernanza, cooperación, recursos forestales globales, incendios, Universitat Politècnica de València
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.