Se llama ASAP, Act in Support of Ammunition Production, y debe ser puesto en práctica ASAP, As Soon As Possible. La aprobación por el Parlamento Europeo del plan para incrementar la producción de armas, consintiendo a los países miembros utilizar parte de los fondos del Next Generation EU para ello, muestra cuán profundamente el régimen de guerra ha penetrado al interior de las instituciones y las sociedades europeas.
La tendencia es clara: por una parte, se precisa reconstituir los arsenales vaciados por el envío de armas a Ucrania; por la otra —a más largo plazo— el rearme debe constituir una prioridad estratégica para los gobiernos europeos, en coherencia con lo que sucede en otras partes del mundo.
Están los campeones, empezando por Polonia que ha llevado los gastos militares al 4 % del PBI (contra el 2 % reclamado por la OTAN), pero no hay país europeo que se haya abstenido de aumentar las inversiones en armamento. El Stockholm International Peace Research Institute calcula para 2022 un gasto conjunto europeo de 345 mil millones de dólares, más que el PBI de un país como Pakistán.
Mientras tanto, en Chisinau (Moldavia), se ha reunido la Comunidad Política Europea, una suerte de plataforma instituida el año pasado a propuesta de Macron, para coordinar el diálogo entre países miembros de la Unión Europea, países candidatos a integrarla, países que un día podrían ser candidatos, y países que la hayan abandonado (Reino Unido) o históricamente en posición de neutralidad (Suiza). No sorprende que una vez más la voz cantante la haya llevado el presidente ucraniano Zelensky.
En su intervención ha aclarado un par de cosas, por si era necesario. En primer lugar, que lo que importa de verdad es la OTAN, y que “todos los países que tienen una frontera con Rusia” deben formar parte de ella. La guerra, luego, no puede concluir más que con la victoria ucraniana, por lo que la única opción es la rendición incondicional de Rusia (esto y no otra cosa es el “Plan ucraniano” de diez puntos).
Ucrania, en el fondo, se propone como modelo para la nueva Europa: como ha escrito Volodymyr Ischenko en la New Left Review, “con su voluntad de combatir y con su disposición al sacrificio los ucranianos han demostrado no solo ser como los occidentales, sino mejores que ellos”. La “política de la identidad” que de ello deriva sigue la lógica de un riguroso nacionalismo.
“No hay una Europa de serie A y otra de serie B”, ha declarado la inefable Giorgia Meloni en Chisinau. Se entiende. En aquella que hemos definido hace un tiempo como la Europa única “a tracción polaca”, se encuentra muy bien. Y la Ucrania de Zelensky también puede ser un modelo para ella.
En visita en Kiev el pasado febrero, Meloni declaró que la guerra de resistencia ucraniana a la invasión rusa en el fondo es como la Unificación italiana. Echa mano al recurso de la leyenda del Piave, si bien readaptada para defender Crimea, parte del sagrado suelo patrio de Ucrania. Pero hay poco que bromear: el punto es que Meloni interpreta correctamente la tendencia en Europa después de la invasión rusa de Ucrania.
El régimen de guerra se manifiesta en primer lugar a través del regreso de la nación y el nacionalismo al centro del proceso europeo mismo, que tiene su motor en el eje entre Kiev y Varsovia, pero está lejos de implicar solo estos dos países. ¿De verdad creemos que los resultados de las recientes elecciones en Grecia y en España (también de las administrativas italianas) están exentos de las presiones del régimen de guerra?
En el horizonte, mirando a las elecciones europeas del próximo año, se perfila un giro neto de la Unión Europea en sentido “confederal”, hacia aquella Europa de los pueblos y las naciones soñada desde hace mucho por las derechas, y hoy en alguna medida impuesta por el desarrollo de la guerra en Ucrania. ¿Que la consecuencia será una acentuada dependencia de los Estados Unidos y la irrelevancia de Europa en el nuevo mundo multipolar? Poco parece importarle a Zelensky, Duda, Meloni y sus pares.
Nos debería importar a nosotros. Si hay un aspecto de la integración europea que siempre hemos pensado que debe ser salvaguardado y potenciado es su carácter “post-nacional”. Nunca lo entendimos en sentido ingenuo y lineal. Hemos luchado contra instituciones europeas, hemos denunciado sus políticas neoliberales y los lineamientos criminales de gestión de los confines y los movimientos migratorios. Pero el horizonte postnacional, que radica materialmente en un balance de las catástrofes del nacionalismo en el siglo XX, nos ha parecido siempre que podría representar un terreno de lucha avanzado.
Seguimos creyéndolo, a pesar de los escenarios en que nos toca actuar. La guerra, con su carga de destrucción y muerte, y el régimen de guerra, que instala el rearme en el centro del gasto público, deben y pueden ser detenidos.
Es una batalla, por demás, que no debe ser conducida solamente en torno a un abstracto “plano europeo”. La referencia a las elecciones en Grecia, España e Italia debería aclararnos que están en juego también las dimensiones nacionales y locales. Es a partir de ahí que se precisa trabajar para ejercer un poder de veto sobre la guerra y sobre el régimen de guerra, para afirmar un contrapoder capaz de hacer crecer relaciones sociales, una correlación de fuerzas que constituya la negación radical de la guerra y del régimen de guerra.
*Este texto se publicó originalmente en Euro Nomade. Se reproduce con traducción del autor y con su autorización expresa.