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Por Oliver Serrano León, Universidad Europea
“Hoy me han despedido y no sé qué hacer con mi vida”. “Acabo de salir de terapia y me siento rota”. “Aquí están las cosas que me da vergüenza admitir”. Frases como estas, acompañadas de vídeos llorando en TikTok o Instagram o hilos interminables en X, se han convertido en fenómenos virales. Lo que antes se reservaba a la intimidad de un diario personal o una charla con un amigo, hoy se expone ante millones de personas.
El oversharing —la tendencia a compartir en exceso la vida privada en redes— crece a un ritmo vertiginoso, impulsado por la promesa de empatía, validación y compañía digital. Pero, ¿qué nos lleva a abrirnos de esta forma? ¿Qué ganamos y qué arriesgamos al desnudar nuestras emociones en público?
Confesiones virales e hilos emocionales
En TikTok, cobra fuerza la tendencia conocida como “social media is fake, here are things I’m ashamed to admit” (“las redes sociales son falsas, aquí hay cosas que me avergüenza admitir”, resumido en el hashtag #socialmediaisfake), donde usuarios —muchos de ellos de la generación Z— comparten sus inseguridades más profundas, desde la ansiedad ante la carrera profesional hasta temores sobre su valía personal. Este tipo de contenido despierta empatía y solidaridad, pero también abre la puerta a comparaciones poco saludables.
Por otra parte, en Reddit o X proliferan los hilos confesionales, donde frases como “necesito contar esto porque no puedo más” inician relatos de desahogo emocional, rupturas, soledad o ansiedad. Estas narrativas generan respuestas masivas de desconocidos que ofrecen consejos o simplemente compañía virtual.
En el ámbito familiar, un ejemplo específico es el fenómeno del sharenting, cuando progenitores publican detalles íntimos sobre sus hijos en redes sociales. Aunque muchas veces bienintencionado, este comportamiento puede afectar la autoestima y privacidad de los menores, pues crean una imagen idealizada e incluso expuesta sin su consentimiento.
¿Por qué compartimos tanto lo privado?
La validación digital —mediante likes y comentarios— activa circuitos de recompensa en el cerebro, incluyendo zonas como el núcleo accumbens, que también responden a estímulos gratificantes en entornos cara a cara. Esta retroalimentación rápida puede desencadenar una liberación de dopamina y reforzar la tendencia a compartir contenidos altamente emocionales.
Sin embargo, reducir el fenómeno del oversharing a un simple “subidón de dopamina” resulta demasiado simplista. Las motivaciones para exponer lo íntimo en redes sociales incluyen también factores sociales, culturales y psicológicos más amplios. Atribuir nuestras conductas digitales únicamente a este neurotransmisor no cuenta con respaldo neurocientífico ni promueve una comprensión profunda.
El apoyo social es otro motor clave de la sobreexposición en redes sociales. Compartir experiencias difíciles en redes puede generar una sensación de comunidad y contención, especialmente cuando hay respuestas empáticas de desconocidos. Algunas investigaciones señalan que publicar relatos sobre enfermedades mentales en redes facilita el acceso a redes informales de apoyo, aprendizaje de estrategias de afrontamiento y sensación de pertenencia.
Durante la pandemia, también se observó que el apoyo digital tuvo un impacto positivo en la salud mental de muchos usuarios, aunque se enfatizó que el tipo y la calidad de dicho soporte es lo que determina su eficacia.
Por último, también aparece el efecto catártico: plasmar lo que sentimos en forma de texto o vídeo permite organizar los pensamientos y enfrentar emociones. El oversharing puede verse como una versión digital de un diario íntimo, solo que con una audiencia dispuesta –y lista para responder– en tiempo real.
Los riesgos del oversharing
Sin embargo, esta transparencia emocional puede acarrear graves consecuencias. En TikTok, no faltan ejemplos de usuarios que comparten crisis personales para meses después afrontar críticas virales, burlas o incluso amenazas tras haber dejado al descubierto áreas de su vida que preferirían olvidar.
La comparación social es otro riesgo frecuente. Ver a otros compartir sus procesos de terapia o duelo puede generar presión para hacer lo mismo, como si la visibilidad fuera una prueba de autenticidad. Este dinamismo puede aumentar la ansiedad y la sensación de insuficiencia en quienes no se sienten preparados para exponer tanto.
La dependencia de la aprobación externa entra en juego cuando nuestro bienestar emocional empieza a medirse en interacciones digitales: si una publicación íntima no tiene suficiente eco, es fácil sentirse rechazado o ignorado. Esto impulsa a compartir más, con mayor intensidad emocional, en busca de esa respuesta confirmatoria.
Además, la huella digital emocional es duradera. Incluso contenidos eliminados pueden persistir en capturas o difundirse indirectamente, reaparecer cuando menos lo esperamos y afectar a nuestra reputación personal o profesional.
Por último, el ejemplo del sharenting nos recuerda otro tipo de vulnerabilidad emocional: la de quienes no tienen voz –los niños–, cuyos límites se exceden sin que ellos puedan decidirlo, generando consecuencias psicológicas a largo plazo.
Privacidad emocional como autocuidado
Antes de compartir, vale preguntarse: ¿qué busco realmente al publicar? ¿Necesito validación o contención genuina, es decir, alguien que pueda escucharme y sostener mis emociones en un espacio seguro?
Reflexionar ayuda a evitar la exposición impulsiva. De hecho, establecer límites claros permite sentirnos seguros y emocionalmente equilibrados: tal como señalan expertos en salud mental, identificar y aplicar nuestros propios límites es crucial para el bienestar psicológico.
Definir qué aspectos personales no queremos exponer —como salud mental, relaciones o conflictos familiares— no solo nos protege, sino que fortalece la autoestima. Las herramientas de privacidad en redes sociales, como compartir contenido solo con “mejores amigos”, restringir comentarios o limitar la visibilidad de las publicaciones, son recursos valiosos para mantener un equilibrio entre conexión emocional y protección personal.
Además, la dimensión offline sigue siendo fundamental. El apoyo presencial, ya sea de familiares, amistades o profesionales, suele ofrecer una escucha más auténtica y sostenida que las interacciones digitales. De hecho, algunas investigaciones han demostrado que combinar grupos de apoyo a través de internet y de forma física beneficia la recuperación emocional y permite responder mejor a necesidades individuales.
Por último, los registros privados –como llevar un diario, grabar notas de voz o expresar las emociones a través del arte– también ofrecen vías seguras para procesar sentimientos sin exponerse públicamente.
La paradoja de compartir: autenticidad frente a vulnerabilidad
El oversharing refleja una paradoja de nuestra época: buscamos autenticidad y conexión en redes sociales, pero terminamos exponiendo nuestras heridas en escaparates donde la empatía convive con el juicio y lo privado puede volverse público para siempre.
Compartir puede tener efectos positivos inmediatos –validación, apoyo, catarsis–, pero también encierra riesgos que van desde la ansiedad social hasta la vulnerabilidad a largo plazo.
Cuidar nuestra privacidad emocional no es un signo de aislamiento, sino una forma consciente de autocuidado. En un ecosistema digital que premia la sobreexposición, reservar espacios de intimidad puede ser el gesto más valioso para proteger nuestra salud mental.
Oliver Serrano León, Director y profesor del Máster de Psicología General Sanitaria, Universidad Europea
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.