Por Noé Cornago, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea
La feroz respuesta de Israel a la sangrienta operación desplegada por Hamás el pasado 7 de octubre desde Gaza ha mostrado una vez más la fragilidad de las formas de contención de un conflicto que pronto cumplirá un siglo.
Tras el horror del genocidio nazi, el pueblo judío encontró el apoyo de las grandes potencias vencedoras para la creación de Israel y se afanó desde el primer momento, orgullosamente, en la construcción de un Estado fuerte, el más pequeño de los Estados fuertes, en un contexto hostil.
Por el contrario, el pueblo palestino, pese a contar con el apoyo durante décadas del mundo árabe y despertar la solidaridad internacional de otros muchos pueblos, hubo de afrontar la frustración y el sufrimiento que supone encajar derrota tras derrota, condenado a vivir en su propia tierra confinado y en la pobreza.
La sucesión de guerras, desde la partición de Palestina y la proclamación del Estado de Israel en 1948 hasta la guerra en curso en Gaza, muestran, sin embargo, no solamente lo infructuoso de la guerra, sino también lo precario de los procesos de paz que se presentaron como su alternativa.
Esta nota es una intervención marginal en el debate en curso acerca de la comisión de crímenes de guerra contra la población civil en el marco de esta guerra, tanto por el ejército israelí como por Hamás, hoy por hoy la otra fuerza combatiente. Siendo imposible abordar con toda precisión esa cuestión y a la espera de que el tiempo nos ofrezca las evidencias forenses sobre la mesa, solo queda subrayar más bien la importancia de plantear esta cuestión con la seriedad que merece.
La dignidad del enemigo
Lo que hoy en día conocemos como derecho internacional humanitario tiene su origen remoto en las formas más elementales de compasión y reconocimiento mutuo de la dignidad del enemigo, formas que irán emergiendo, poco a poco, desde la antigüedad en todas las grandes tradiciones civilizatorias. Ello como resultado del reconocimiento de que, arrojadas a la guerra por propia voluntad o por voluntad ajena, todas las partes, tanto quienes participan directamente en el combate como las poblaciones a las que aquellas representan, están expuestas en última instancia al horror.
Baste decir que la primera regla humanitaria que emergió en la antigüedad, en el mismo campo de batalla, fue la de otorgar inmunidad a aquellos que tenían por misión recoger a sus muertos en el campo de batalla para devolverlos a sus soberanos y enterrarlos con solemnidad en su propia comunidad.
Desafortunadamente, como sabemos, incluso en nuestros días, esa forma elemental o en bruto de compasión mutua ante el cadáver del enemigo, entre adversarios que han luchado encarnizadamente, no puede darse por supuesta.
Aquella primera forma tan elemental de humanidad fue dejando atrás la mera aceptación de la muerte en la guerra como sacrificio, abriendo el reconocimiento mutuo del dolor entre enemigos, y sentó las bases para el reconocimiento formal, siglos después, de la igual dignidad de todos los seres humanos y la necesidad de establecer algunas limitaciones a la guerra.
En suma, ese impulso humanitario original y su adaptación constante a las necesidades siempre cambiantes del acceso a los recursos y la evolución de la tecnología, la evolución de los sistemas políticos y de las formas de gobierno hacia formas cada vez más complejas facilitó la constitución progresiva por vía consuetudinaria de algunos principios compartidos.
Esos principios responden a una genuina interrogación sobre los límites del comportamiento propiamente humano que generará una autocomprensión cada vez más amplia y compartida sobre la necesidad universal de establecer límites a la violencia. Surgió así la inmunidad de los mensajeros, las primeras formas de asilo, el intercambio de prisioneros, el establecimiento de corredores humanitarios y la distinción entre combatientes y no combatientes que nos interesa clarificar aquí.
Las formas de conducir la guerra
Surge así la distinción entre el ius ad bellum, que aspira a regular el recurso a la guerra, y el ius in bello, centrado en los modos aceptables en la que esta pueda conducirse. Esa distinción supuso la superación del abordaje en términos teológicos o morales de la “guerra justa” y su reformulación en términos jurídicos.
Sin embargo, la cristalización en un sistema de derechos y obligaciones sobre la legalidad del recurso a la guerra y sobre las formas en que esta pueda conducirse es mucho más reciente. Será en gran medida por impulso de Henry Dunant, fundador de la Cruz Roja en 1863, como esos precedentes históricos serán actualizados y sistematizados en la actualización y desarrollo contemporáneo de esas nociones desde entonces hasta nuestros días.
Finalmente, la sucesión del dolor extremo de las guerras europeas entre imperios, la crueldad desatada en las guerras coloniales, el auge del totalitarismo y la llegada de nuevas y temibles tecnologías de la guerra harán que el impulso humanitario encuentre por fin su cristalización jurídica en los Convenios de Ginebra de 1948 y sus protocolos y convenios adicionales.
Es en ese marco, laboriosamente trabajado a lo largo de los siglos, en el que surge una atención específica a la necesaria protección de la población civil, que en el contexto actual de la guerra entre Israel y Hamás ha adquirido una gran visibilidad en la esfera pública. Sin embargo, basta leer las apreciaciones que realiza el propio Comité Internacional de la Cruz y Media Luna Roja para entender que el marco realmente existente está lleno de matices.
Los principios de distinción, proporcionalidad y precaución
Tres serían los principios que nos ayudarían a determinar la legalidad de los ataques que han podido afectar directa o indirectamente a la población civil en esta guerra y que aquí solo podemos esbozar a grandes rasgos.
En primer lugar, el principio de distinción, que nos ayudaría a discernir, sobre la base de las evidencias disponibles, no solo la pertenencia formal de la población a un ejército regular o un grupo armado irregular, sino también que ese personal no combatiente no haya participado en acciones de guerra por activa o por pasiva, ya sea de manera involuntaria o forzada, incluso de manera circunstancial con repercusiones para el curso del combate, pues si acaso lo estuviera de manera continua y por activa, y ciertamente por voluntad deliberada del adversario, su actuación le situaría en el plano de los combatientes.
El segundo, el principio de proporcionalidad, que establece que las fuerzas combatientes deben en todo caso ejercer sus acciones de manera proporcional a las agresiones previas, particularmente cuando resulte difícil establecer la responsabilidad sobre las mismas, así como a la importancia del objetivo estratégico que aspiran a lograr. Ello supone de nuevo una relativización del principio de distinción anterior.
El tercero es el principio de precaución, que establece que las fuerzas combatientes, regulares o no, deben extremar la precaución, minimizando el daño que puedan ocasionar a la población civil sus operaciones de guerra, incluso en los casos en los que estas operaciones puedan tener justificación como resultado que aquella pueda interferir de manera decisiva en el acceso a las fuerzas combatientes del enemigo.
Crímenes en ambos bandos
A la vista de estos tres principios y de las evidencias de las que por ahora disponemos solo puede decirse con cierta certeza que Hamás cometió crímenes de guerra en sus ataques a la población civil israelí del 7 de octubre, incluyendo la toma de rehenes, y en menor medida con sus ataques a zonas civiles por vía aérea.
Por su parte, Israel los habría cometido con su bombardeo del campo de refugiados de Jabalia, en su respuesta inmediata al ataque de Hamás, y posteriormente en sus ataques sobre zonas de alta concentración de población civil, tales como centros escolares, hospitales y zonas residenciales, aunque el ejército israelí intenta justificarlas esgrimiendo argumentos basados en las precisiones que hemos realizado en el párrafo anterior.
Hamás reporta oficialmente que a día de hoy más de 23 000 palestinos habrían muerto como resultado de los ataques del ejército israelí. Por su parte, el Gobierno de Israel señala que el número de sus muertos estaría aproximándose, entre civiles y militares, en menos de 2 000. Pero lo cierto es que solo es posible pronunciarse con certeza cuando el juicio que cualesquiera acciones de ambas partes nos merezca esté fundamentado en la evidencia empírica de los hechos que pueda arrojar una investigación objetiva y con todas las garantías, y en su valoración ex-post facto a la luz de lo que señalan los Convenios de Ginebra y sus Protocolos Adicionales, y no de lo que afirmen en sus ruedas de prensa los protagonistas de la contienda o las imágenes que nos muestran las redes sociales y los informativos en la televisión.
Para terminar, como si la humanidad, y con ella el pueblo palestino y de Israel, no aprendiera del pasado, la guerra y sus horrores está de vuelta. Pero ahora el conflicto se desarrolla en un contexto mucho más complejo que en ocasiones anteriores, cuando el conflicto podía entenderse como un conflicto entre el mundo árabe e Israel.
La situación actual, tras los Acuerdos de Abraham/Ibrahim es muy diferente, tanto desde el punto de vista regional por la creciente influencia de Irán en la evolución de los acontecimientos, directamente o a través de los rebeldes yemeníes, como por un nuevo contexto mundial, en el que China, Rusia, EE. UU. y la UE mantienen posiciones divergentes sobre cómo abordar la situación, al punto de ser incapaces de apoyar en el Consejo de Seguridad los términos de un alto el fuego o el despliegue de una fuerza de interposición.
Mientras tanto, frente a la determinación de acabar con Hamás que proclama Benjamin Netanyahu, por encima de la contestación social que ello despierta tanto en la sociedad israelí como a nivel mundial, el pueblo palestino constata con dolor que ni con la OLP en el pasado, ni con Hamás en el momento presente, puede dejar de vivir en vilo. Como si la paz y el bienestar se le negaran con mayor rotundidad cuanto más lucha por alcanzar su libertad.
La versión original de este artículo fue publicada en Campusa, de la UPV/EHU.
Noé Cornago, Profesor de Relaciones Internacionales, UPV/EHU/ BITARTUZ, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.