Por Darío Villanueva, Universidade de Santiago de Compostela
En el escenario de nuestra posmodernidad ha surgido el nuevo concepto de la posverdad. De la fuerza de su impacto da fe que el más prestigioso diccionario inglés lo distinguiese en 2016 con el título honorífico de palabra del año. Para el Oxford, post-truth es un adjetivo referente a que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a las creencias personales.
El origen del neologismo se atribuye a un autor teatral de origen serbio, Steve Tesich, que publicó en 1992 el artículo “A Government of Lies” sobre lo que denominaba “el síndrome Watergate” para referirse a la equiparación entre verdad y malas noticias por parte del pueblo estadounidense, que acabaría demandando al gobierno que lo protegiera contra ellas.
Y concluía con que “fundamentalmente, nosotros, como pueblo libre, hemos decidido libremente que queremos vivir en una especie de mundo de la posverdad”.
En 2004, el periodista estadounidense Eric Alterman calificó asimismo como “presidencia de la posverdad” la de George W. Bush.
Y siempre en esta clave política, se reaviva la vigencia de la posverdad gracias a muchos de los argumentos de los políticos ingleses partidarios del llamado Brexit, de los independentistas catalanes, y de los tuits y peroratas de Donald Trump.
Campañas emocionales
El empresario Arron Banks, que financió la campaña del Leave EU (a favor de abandonar la Unión Europea), explicó su éxito porque los partidarios del quedarse se concentraron en presentar un hecho tras otro a favor de la permanencia del Reino Unido en la UE, cuando lo que había que hacer era “conectar con la gente de una forma emocional”. Aunque fuese mintiendo.
Una hora después de conocerse los resultados, Nigel Farage admitió que había engañado con las cifras supuestamente ahorrables en beneficio de la sanidad pública británica. Aparte de los bulos característicos de Trump y de los brexiters, no deja de denunciarse constantemente la intensificación de las campañas desinformativas contra la ciudadanía en otros países como Hungría, Turquía o Rusia.
Muy pronto, tras la aparición del neologismo en inglés, Ralph Keyes (2004) se atrevió ya a hablar de La era de la posverdad en una obra de gran éxito que trataba de la deshonestidad y el engaño en la vida contemporánea.
Bases filosóficas
Por su parte, en un libro posterior sobre Trump y la posverdad, Ken Wilber (2017) culpa abiertamente a la deconstrucción y otros excesos de la posmodernidad de la destrucción de la verdad en virtud de su relativismo y perspectivismo que acaban conduciendo inevitablemente a un nihilismo epistemológico, agravado todo por un narcisismo del que no se libran Derrida, Foucault, Lacan, Lyotard o Bourdieu.
Nihilismo y narcisismo potenciados, por otra parte, gracias a internet. También Matthew d’Ancona califica al 45 º presidente norteamericano de “inverosímil beneficiario de una filosofía de la que probablemente nunca ha oído hablar, y que sin duda despreciaría”. El relativismo epistemológico acerca de lo que sea verdadero, o la simple negación de la verdad, crea así, en palabras de Ralph Keyes, “una atmósfera intelectual de posverdad” en la que no hay verdad ni mentira, ni honestidad frente a la deshonestidad.
Bulos y redes
Íntimamente ligado a la posverdad está otro término, fake news (noticias falsas), que el Cambridge Dictionary define como “falsedades que se presentan como noticias, difundidas por internet o utilizando otros medios, creadas en general para influir en cuestiones políticas o por afán lúdico”. Se trata de un intento deliberado de conseguir que la gente reaccione a la información errónea que se les da, ya sea con fines de lucro o de poder.
En español, ha habido suerte (¡por una vez!) y mayoritariamente hemos identificado la forma compleja del inglés con un bisílabo que significa exactamente lo mismo: bulo. Esto es, una “noticia falsa propalada con algún fin”.
Mas debemos reparar no solo en los bulos, sino también en las fake stories, construcciones verbales y narrativas más desarrolladas a las que atendía en 2007 Christian Salmon en su libro sobre “la máquina de fabricar historias y formatear las mentes” titulado Storytelling. Aquí, Storytelling es tanto como contar un cuento chino; una patraña.
Miles de mentiras
The New York Times reveló que los tuits que Trump publicó inmediatamente tras su entrada en la Casa Blanca propalaban falsedades en noventa y nueve casos.
Y según el blog de verificación de The Washington Post, en los primeros 466 días del despacho oval profirió 3 000 mentiras, lo que representa una media de 6,5 afirmaciones diarias que no eran ciertas.
Ya en plena campaña electoral, entrevistado por el periodista conservador Hugh Hewitt, el entonces candidato presidencial se había ratificado en su manifiestamente falsa afirmación de que Barak Obama había sido el creador del Estado Islámico, y de que Hillary Clinton era la cofundadora del ISIS.
Las bases de datos de la RAE registran en 2003 el testimonio de un libro de Luis Verdú donde se hablaba ya de “la era de la posverdad”, que se confirma en 2005 con la mención a “una tendencia posverdad en el periodismo” en la revista académica de la universidad peruana Jaime Bausate y Meza.
Un sustantivo en español
La palabra se incorporó a finales de 2017 como neologismo en la primera actualización de nuestro Diccionario de la lengua española. Para definir posverdad, que en español no es un adjetivo sino un sustantivo, se partió de la idea de toda información o aseveración que no se basa en hechos objetivos, sino que apela a las emociones, creencias o deseos del público; como una distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales.
La posverdad se nutre efectivamente tanto de patrañas como sobre todo de nuestros bulos, falsedades difundidas a propósito para desinformar a la ciudadanía con el designio de obtener réditos económicos o políticos. La “fontanera” Conway de la Casa Blanca salió al paso de las críticas que provocó la declaración del portavoz del presidente en el sentido de que su toma de posesión había sido la más concurrida de la historia argumentando que, en contra de las fotografías, videos y crónicas, por ejemplo, de cuando Barak Obama accedió a la primera magistratura de su país en olor de multitudes, el equipo de comunicación de Donald Trump manejaba “hechos alternativos”.
Alternativos a la verdad factual, se entiende. Verdaderas “noticias falsas”, o mejor “falseadas”, que inevitablemente nos hacen recordar a aquel genio malvado de la comunicación que fue el filólogo Joseph Goebbels, ministro de Propaganda de Hitler, para quien el asunto era muy simple: una mentira repetida adecuadamente mil veces se convierte en verdad.
La mentira de toda la vida
¿Resultarán un tanto benévolas las definiciones mencionadas de posverdad? Probablemente sí, si las comparamos con la que el escritor Julio Llamazares formuló al final de una de sus columnas en el diario El País en abril de 2017: “La posverdad no es una forma de verdad, es la mentira de toda la vida”.
Porque la mentira forma parte de los recursos propios de la práctica política, como de manera difícilmente superable Nicolás Maquiavelo reflejó en El Príncipe. En la misma línea, según Hannah Arendt, el “estar en guerra con la verdad” va implícito en la naturaleza de la política, definida ya en su día por Disraeli como “el arte de gobernar a la humanidad mediante el engaño”.
Insisto: no parece muy probable que Donald Trump haya sido asiduo lector de los filósofos franceses Jacques Derrida, ni tampoco de Michel Foucault –y lo dudo también en el caso de Maquiavelo. Pero es evidente la conexión entre este clima de pensamiento posmoderno propiciado por ellos y la posverdad.
Sociedad líquida
La llamada deconstrucción, un signo más de la sociedad líquida, dejó el terreno abonado para su triunfo, y a todo ello contribuye también el éxito arrollador de la llamada inteligencia emocional, que exacerbada y banalizada puede conducir a la quiebra de la racionalidad. Porque es cierto que la deconstrucción viene a sugerir que la literatura y en general el lenguaje puede carecer de sentido, que es como una especie de algarabía de ecos en la que no hay voces genuinas, hasta el extremo de que el sentido se desdibuje o difumine por completo.
Hay que destacar, finalmente, tres vectores interpretativos que ayudan a comprender la posverdad. El más importante, sin duda, es la instrumentalización económica o política de esas estrategias conducentes a la tergiversación sistemática de la realidad. Y es muy interesante constatar cómo los propios norteamericanos mencionan el precedente de la campaña Remember the Maine desencadenada por William Randolph Hearst desde su diario The Morning Journal a partir de 1890 para propiciar lo que finalmente cuajaría en la guerra contra España. Y en esa misma línea se sitúa el denominado negacionismo de las ciencias: la negación programada de las evidencias aportadas por los científicos acerca del perjuicio que a la salud de las personas y el equilibrio de la naturaleza estaban causando determinadas actuaciones industriales, amparadas por los poderes políticos.
Declive de la prensa
Un segundo vector de la posverdad tiene que ver con la poderosa irrupción de inéditos medios de comunicación proporcionados por las nuevas tecnologías, que han producido el declive de la prensa y las grandes cadenas de radio y televisión no solo en términos comerciales, sino también en cuanto a credibilidad. El problema está en que estos nuevos medios sociales influyen más, pero carecen del control profesional de la información, de objetividad y de toda deontología.
La conclusión es obvia: las redes sociales han jugado un papel decisivo a favor de la posverdad. Mathew d’Ancona va todavía más lejos: considera que Internet es el vector definitivo para el triunfo de la posverdad, porque es un ámbito indiferente a la falsedad y a la honestidad deontológica, e ignora la diferencia entre ambas. Así pues, la tecnología ha sido y es el motor principal e indispensable del fenómeno.
Sesgos cognitivos
Finalmente, para descifrar el porqué de la posverdad también deben de ser aducidos argumentos procedentes de la psicología social. Junto a esta evidencia de que por naturaleza somos truth–biased, personas inclinadas o “sesgadas” hacia la verdad, se ha estudiado también la influencia de ciertos sesgos cognitivos, de los prejuicios o predisposiciones que, debemos admitir, influyen poderosamente en nosotros, aunque la aceptación de ello nos revele que somos menos racionales de lo que pensamos o nos gustaría ser.
Es –dicho en otros términos– el sesgo de confirmación o sesgo confirmatorio por el que renunciamos al razonamiento inductivo a favor de una tendencia gnoseológica que favorece la interpretación de los hechos conforme a nuestras informaciones y suposiciones previas, imbuidas de nuestra emocionalidad.
Seguimos así las pautas de un pensamiento ilusorio que nosotros mismos nos hemos dado y que concede prioridad absoluta a nuestras creencias personales frente a evidencias contrarias.
Una versión de este artículo fue publicada originalmente en la revista Telos de Fundación Telefónica.
Darío Villanueva, Profesor emérito de Teoría de la literatura y Literatura comparada y exrector de la USC. Exdirector de la RAE., Universidade de Santiago de Compostela
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.