Antes de comenzar el diálogo, nuestro entrevistado abandonó el confort de la butaca. Por unos instantes desapareció del salón; mientras… aproveché para repasar el ejército de fotos colgadas a ambos lados de la habitación. La curiosidad no la terminé, pues el hombre que salió sin mediar una palabra, regresó, armado en su mano derecha por un vistoso Habano.
Ocupó otra vez la butaca, atrajo el cenicero que fungía como centro de mesa, sumergió la otra mano en uno de los bolsillos del pantalón de donde sacó un encendedor para proporcionarle vida al Habano. Luego, tomó el tiempo necesario en verificar sutilmente el puro, realizó el corte del gorro, lo inclinó a la par que acercaba la mecha. Finalmente, colocó el tabaco entre sus labios para aspirarlo suavemente.
“Si vamos a conversar es mejor que lo haga con un buen Habano, él ha sido testigo de innumerables y trascendentales conversaciones entre políticos y personalidades. La cámara o la grabadora no llegan donde los puros si lo tienen permitido”, afirma Carlos Robaina Pacheco, especialista en Relaciones Públicas de la Casa del Habano de 5ta y 16, en Miramar.
Su apellido no es casualidad, hijo del afamado productor de capas de hojas de tabaco Alejandro Robaina y descendiente de una familia que lleva más de siglo y medio apegada a las vegas de Vuelta abajo.
“El padre de mi abuelo fue quién inició todo, allá por la década del 40, en pleno siglo XIX. Él arribó con su familia procedente de Islas Canarias y desde su llegada no hizo otra cosa que trabajar las plantaciones de tabaco. La tradición la mantuvimos. Mi abuelo Maruto heredó los conocimientos, después pasaron a manos de su hijo Alejandro Robaina, quién encargó los secretos para obtener una buena hoja de tabaco al nieto Hirochi Robaina Silva, mi hijo”.
En un clima distendido, rodeado por el apacible aroma del Habano, Robaina Pacheco nos comentó que su padre observó en Hirochi a la persona idónea para asumir el cuidado de la finca, en el municipio pinareño de San Luis.
Sucede que Hirochi, desde muy joven, mostró cualidades para tomar las riendas una vez que Alejandro Robaina ya no estuviera al mando. El “viejo”, percibió en el pequeño, interés, amor y apego por las vegas tabacaleras. Aunque nació y se crió en La Habana, el muchacho cada vez que visitaba al abuelo despuntaba para ser el sustituto. Hoy es quién maneja la finca.
Carlos Robaina recuerda cómo prepararon al entonces niño sin que este se diera cuenta. Además, le inculcaron que estudiara una profesión para que adquiriera sentido de pertenencia y seriedad por el trabajo.
Hirochi, después de terminar su Técnico Medio en Metalurgia, fue torcedor, laboró en varias fábricas de Tabaco, mientras estudiaba idioma inglés. Ello le permitió relacionarse con personas expertas en el oficio, y adquirir otros conocimientos sobre las hojas de tabaco.
“Una vez que se fue a trabajar para la finca poco a poco mi papá le fue transmitiendo los conocimientos sobre el cultivo de la hoja de tabaco. Se convirtió en la persona que lo acompañó a cuanto evento existiera de Habanos, tanto dentro como fuera de Cuba”, sostiene Robaina Pacheco.
Luego de cuatro o cinco boconadas la ceniza asoma en la parte delantera del Habano. El dueño explica no vincularse al cultivo del tabaco cuando era joven; debido a no estar muy interesado. Sucede que en la adolescencia Robaina Pacheco, también estudió Técnico Medio en Metalurgia. Refiere que Don Alejandro lo apoyó para estudiar una carrera, sin importar si guardaba relación alguna con la enigmática planta.
“Primero estudié, posteriormente sentí satisfacción por el trabajo en la industria metalúrgica. Ex-compañeros me decían que regresara a la vega, pero cuando uno es joven, a veces no oye consejos. No fui como el venado “no tiré pal´ monte”. Al final decidí laborar junto a la familia por el año 2000, pues no podía seguir vinculado a mi profesión por problemas de salud. Los vapores de plomo zinc y estaño me produjeron en el rostro una dermatitis por contacto”.
Entrar en el mundo que le correspondía por derecho y tradición familiar, le brindó a Robaina Pacheco la oportunidad de conocer parajes desconocidos. Ahora dice que sabe degustar de un trago de Ron, lo mismo ocurre con el café; los selecciona y conoce cada día un poquito más de los rasgos que lo identifican. Al estar en contacto con personas de todas partes, aprendió a dar varios saludos de distintas culturas.
Don Alejandro y sus “pichilingos”
La vida del Habano que Carlos Robaina lleva en sus manos arriba al medio tiempo. Dirige la mirada hacia una de las fotos en la que acompaña a su padre; mientras la grisácea ceniza cae sobre el cenicero. Otras fotos, en casi todas, aparece Don Alejandro, de amplia sonrisa y el inefable tabaco acompañándolo.
¿Una anécdota?
“Miles. Las anécdotas con él son disimiles. Muchas personas vienen y comentan la impresión que les causó cuando lo conocieron por vez primera. Alguien se acerca y te dice qué recomendó papi cuando le regaló un tabaco, o se tomaron juntos un traguito de ron, al visitar la finca en Pinar del Río, o en una exposición en el extranjero”.
“Mi papá ya no vive y aún se aprecian las muestras de respeto por parte de cubanos y extranjeros que tuvieron la oportunidad de conocer al viejo Robaina. Se lo ganó por mantener durante tantos años una obra a la que se consagró: la producción tabacalera”.
Con orgullo afirma no molestarle la fama dejada atrás por su progenitor, porque “el viejo” siempre fue una persona humilde, trabajadora, cualidades que según él lo hizo más querido que por la calidad de las hojas cultivadas.
“A papi le gustaba atender personas del campo, eso lo disfrutaba mucho más que las visitas de los embajadores. En ocasiones demoraba un poco los encuentros porque estaba hablando con algún guajiro de otra parte de Cuba que llegaba a la finca. Varias veces recibíamos a cubanos fuera del horario, porque sentían un afecto por conocer a Robaina, y mi papá decía que no podía hacerles el desaire. Siempre daba la bienvenida a todos”.
¿Y la anécdota?
Como las anécdotas son disímiles Carlos Robaina prefiere contarnos que su papá era un mal torcedor de tabacos. “Él no era muy bueno torciendo las hojas. El viejo hacía sus propios tabaquitos, pero no le quedaban muy bien que digamos. Sin embargo, su trascendencia radicó por ser uno de los mejores productores de hojas de tabaco en el mundo”.
“En una lata de galletas de soda echaba las hojas que le gustaban, para cuando quisiera hacer sus llamados taquitos “Pichilingo”. Eran unos puros mal hechos, pero con una calidad perfecta de sus hojas. Fumó más esos puros que el “Don Alejandro”, Habano que lleva su nombre como homenaje”.
Aunque Hirochi es un hombre joven -37 años-, comienza a preparar el relevo una vez más. Uno de sus primos, nieto de Alejandro Robaina, parece la persona indicada para continuar la tradición de producir las mejores hojas de tabaco.
“Mi sobrino tiene 23 años y se llama igual que mi padre. Por supuesto le falta mucho por aprender, imagina que conocer las hojas de tabaco requiere de mucha dedicación. Una cosecha se pueda malograr en poco tiempo y por diversos factores.”
El joven Robaina, gradualmente, se inserta en el mundo de los Habanos. Responsabilidades menores le son asignadas en la Vega para que entre en contacto directo con las hojas. Su tío, Carlos Robaina Pacheco lo que hace es brindarle consultas, aconsejarlos, tanto a su hijo cómo al sobrino. Afirma que la relación es muy directa pese a la distancia entre La Habana y San Luis.
“El futuro está garantizado en mi hijo, y sobrino. Son casi dos siglos dedicados a la planta del tabaco. Se dice fácil pero no lo es. Solo el trabajo diario permite adquirir el conocimiento para obtener una buena hoja. Ese es el secreto”, subraya.
Casi al terminar el diálogo, el Habano de Carlos Robaina respira sus últimos segundos. Su final no es abrupto, languidece con la dignidad de un Dios; mientras su dueño lo deposita levemente en el cenicero.