Antes de morir, el padre le pidió que no dejara sola a su mamá. Pero sus últimas palabras fueron: “Valentina, no vendas a Panchón”. Para entonces ella llevaba más de diez años asumiendo las tareas “del hombre de la casa”: manejar, cargar el agua, hacer los arreglos eléctricos, cuidar a los animales, chapear, soldar un hierro, hacer un barreno… Sabía que, de alguna manera, su padre había estado preparándola para ese momento.
“Usté tranquilo, vaya pa’ donde tenga que ir, que así yo tenga que pedir limosna con una lata, ese carro no lo vendo”, lo tranquilizó.
La promesa de ser artista se la hizo a su hermana Givenchy. Dicen que era una persona muy feliz, muy alegre, muy enamorada. Le encantaba ver a Valentina cantar y tenían una gran conexión, aunque Valentina fuera más de veinte años menor.
Si una lloraba, la otra también lloraba; si una estaba alegre, la otra también. “Yo estoy segura de que, de poder caminar, ella hubiera sido artista, bailarina, cantante, actriz…”, dice Valentina.
Un caramelo de la polio en mal estado le había provocado a su hermana mayor un coma prolongado y una parálisis cerebral que la dejó postrada desde el año y medio de edad, y para toda la vida. Su madre de solo 16 años, traumatizada por la situación, decidió tener otro bebé al poco tiempo siguiendo los consejos de un psicólogo.
Así llegó Jianny, el segundo hijo de María Elena, con un hombre que abandonó a la familia al poco tiempo de confirmarse que su hija nunca se recuperaría. Pero la vida quita y da: apareció Omar, El Guajiro, maestro de Ceiba 4 que se enamoró de aquella mujer y sus dos hijos que, para siempre, serían también los de él.
Gracias a Omar se mudaron para la finca San José, en función del bienestar de Givenchy y, pasados unos años, nació Omaris Valentina, cuando su madre tenía 40 años y su padre, 43.
Desde niña fue testigo del amor entre los dos, de la dedicación inmensa de su madre al cuidado de su hermana enferma. Cuando Givenchy tenía 14 años, los médicos dijeron que moriría si no le realizaban una colostomía, pues la columna curvada había afectado sus órganos y el sistema digestivo no funcionaba correctamente.
Omaris cuenta con orgullo cómo su madre les dijo a los médicos: “Yo no voy a picar a mi hija”, y cada cuatro días le realizaba un procedimiento de extracción manual de las heces. Givenchy vivió 38 años.
“Mi mamá la mantenía viva, también gracias a Salud Pública, que nos proporcionó todos los recursos en aquel momento. Aquí había de todo. La sala de esta casa era un cuerpo de guardia, como aquel que dice…”, recuerda Valentina.
Ella tenía 12 años cuando su hermana murió. Estaban las dos acostadas en la cama. Se fue apagando a su lado, poco a poco.
“Imagínese, la curiosidad de una niña de 12 años. Yo fui tocando y sintiendo cómo el cuerpo se iba poniendo frío y rígido. Yo estuve todo el proceso, porque mi mamá no pudo”.
Lo cuenta mientras me enseña las fotos de su hermana y sonríe, con una dulzura que no corresponde con lo terrible de la historia. Omaris Valentina es así, increíblemente alegre y generosa.
“Esas cosas te endurecen para la vida, te hacen más fuerte y te hacen valorar a las personas que tienes al lado”. Ella sabe que su familia le ha dado todo, porque, en gran medida, ella es lo que Givenchy no pudo ser.
Para demostrarme lo feliz que fue su hermana, me cuenta que siempre quiso casarse. Su mamá maquillaba a las novias y les hacía los arreglos florales y su papá las llevaba en el carro a darle la vuelta a El Rancho, un pueblo que está cerca. Por allí hay una estatua grande de Antonio Maceo y es una tradición que las novias le llevaran el ramo.
Givenchy creció viendo las bodas y los rituales que las acompañaban. “Imagínese, una muchacha en ese estado, ¿cómo iba a casarse? Pero mi mamá vistió a mi hermano de traje y los casó”. Ella se puso vestido de novia y le llevó el ramo al Maceo, hubo cake y pitería por todo el pueblo.
Omaris Valentina Mirabal Requejo, de 26 años, nacida y criada en Ceiba del Agua, Artemisa, a 5 kilómetros del centro del pueblo, no viene de padres artistas; pero lo de la fama sí está en su sangre. Su madre, María Elena, fue la dependiente del Coppelita de Pueblo Nuevo. Durante quince años trabajó, con su niña en silla de ruedas junto a ella gracias a que Bienestar Social se lo permitió.
Por un tiempo ese era el único lugar en el que vendían algo de comer en la zona. Había mucha pobreza, a niños que hoy son hombres y mujeres María Elena les mató el hambre regalándoles un pan, un refresco, un helado. Cuando salen juntas, la gente saluda más a la mamá que a ella, que sale en televisión nacional todas las semanas.
La fama de su madre en el pueblo es solo comparable con la de su padre. Valentina ya está acostumbrada a que gente desconocida se le acerque y le pregunte: “¿Ese no es carro de Huevo Frito?”. A su papá los vecinos le decían El Guajiro y los alumnos de la escuela en que enseñó por muchos años le decían Omar El Calvo y Huevo Frito, porque su madre le llevaba pan con huevo frito de almuerzo.
El carro de El Wacho, como también le apodaban algunos, es inconfundible y cuando lo ven pasar todos quieren saludar a la hija de su maestro, del hombre que les hizo más fácil la vida. “Mi papá era un cerebro pensante. Cada vez que algún guajiro tenía un problema, venía para acá y él se lo resolvía”.
Omaris se siente dichosa porque han pasado los años y nadie se olvida de su mamá y su papá.
Omaris Valentina parece haber venido al mundo a cumplir promesas y saldar deudas. Su abuela paterna no aprobaba el amor de sus padres. No podía entender cómo su hijo graduado de la universidad, maestro, iba a estar con una mujer divorciada, con dos hijos y, para colmo, una inválida.
Su padre vivió una guerra constante hasta que nació ella, con dos dientes como nació su abuela. “Se apareció en el hospital con un cuadrito que le habían hecho en el año de la corneta, con marco de oro y todo, para que mi mamá viera que yo era su nieta”.
Valentina siempre fue muy apegada a su papá y, por tanto, apegada a Panchón. Él dijo que cuando le llegaran los pies a los pedales la iba a enseñar a manejar. La niña emocionada venía todos los días de la escuela y se sentaba en el carro; pero los piecitos le quedaban colgando.
Un día llegó de la secundaria y tocó con los pies el acelerador. Su padre se la llevó para el cargadero de naranjas del antiguo Cítrico Ceiba y le enseñó a dar palante y patrá. El segundo día, viró manejando para la casa. Tenía 13 años y no sospechaba que tener el timón entre las manos sería su destino.
A los pocos meses, su papá perdió la mitad de la visión, producto de la diabetes. Nunca más pudo manejar. Valentina, hija de viejos, comenzó a manejar clandestinamente con 13 años por todo el pueblo. Llegaba hasta el puente de 100 y no se metía en la ciudad para no ser descubierta.
“Gracias a que me enseñó a manejar he podido hacer una carrera, y resolver todos los problemas de la casa. Porque todo queda lejos: la bodega, el policlínico, la tienda… todo”, dice con alivio acumulado.
Cuando su padre enfermó, ella se ocupó de todos. En ese momento supo lo difícil que era llevar una casa y todo el sacrificio que él había hecho por su familia. Así pudo alargar la vida de su papá unos diez años, luego de que los médicos dijeran que su corazón no aguantaba más.
En el momento en que tuvo que asumir el mando de la casa, agradeció más que nunca las órdenes de su padre: “¡Valentina, tienes que aprender a mecaniquear!”.
Sabe coger un ponche, cancelar una tubería de frenos, sabe todo lo que debe saber un chofer. Pero atender a Panchón no es fácil. Es un carro con todas sus piezas originales que compró su abuelo hace más de cincuenta años en 5 mil pesos cubanos. Hoy cuesta un ojo mantenerlo en buen estado.
Su padre, desde los 21 años hasta los 68, cuando murió, se dedicó a mantenerlo como una joya y él mismo le hizo la adaptación del motor a petróleo. Después de su muerte, cada vez que se rompe, nadie da pie con bola para arreglar a Panchón, porque muchos mecanismos internos del carro fueron diseñados por Omar, solo su tío Felito sabe cómo componer la cosa.
Cuando ella está sola invoca a su papá desesperada: “Si estás ahí ven a ayudarme con esto. Por favor, baja, ven a mí espíritu de luz que estamos embarcados aquí”. Omaris se ríe a carcajadas cuando me recita la oración, y me dice que lo que ha hecho por Panchón no lo hace por nadie.
Ama a los animales. Adora a los perros y en su finca han tenido hasta quince al mismo tiempo; entre ellos, un dóberman que vivió 18 años. Siempre han tenido puercos y ese es uno de los grandes dilemas sentimentales de su vida.
Ahora mismo tienen dos puercas y dos puerquitos que comen yerba, aguacate y mango. Uno era para comérselo y el otro para conseguir el dinero y chapistear el carro. Han necesitado venderlos; pero no han podido: a cada oportunidad que se presenta de concretar el negocio, Valentina empieza a llorar desconsolada.
Los puercos han perdido peso porque no hay mucha comida para echarles; pero Valentina no quiere matarlos. Nunca se le olvida la vez que tuvo que vender a la madre de las puercas, en plena pandemia, para comprarle dos gomas al carro.
“Yo fui llorando detrás de la carreta que se llevaba a la puerca, pesé a la puerca llorando y estuve llorando una semana entera”. Eso solo lo hace por Panchón, porque aquella puerca era histórica y además era la madre de Bebé, un puerquito medio inválido que se crió dentro de la casa. Gracias a muchos cuidados, logró recuperar las fuerzas de sus paticas traseras y llegó a caminar bien. Cuando tenía como 200 libras volvió a quedarse cojo por el peso.
Un diciembre que no había nada que comer, sus padres aprovecharon que Valentina estaba para La Habana y le mataron a Bebé. También entonces pasó días llorando y reprochándoles; pero a los quince días le agarró el hambre, y tuvo que echar mano al puerco de su corazón.
“Cuando tienes que vender un puerco o comértelo eso es lo último. Para mí es lo último. Yo prefiero comerme un arroz pela’o que darle una puñalá’ a una puerca de esas”.
Cuando tenía 7 años bailaba en los matutinos y en todas las actividades. Pero en la secundaria dejó de hacerlo.
“Ya no era la gordita bonita que bailaba bien; ahí decían: ‘¿Qué hace esa gorda bailando?’”. Eso la ha marcado hasta hoy.
Un día en un festival de pioneros, la vio bailando Ernesto Tejera, el muchacho que, antiguamente, llevaba las croquetas para el bar cuando su mamá trabajaba en el Coppelita y que, en ese momento, era instructor de arte en la especialidad de música. Fue a ver a su antigua compañera de trabajo y le dijo: “Cómprale una guitarra a la niña, que, con lo que baila… si cantara, tenemos el show completo”.
Todos estaban emocionados con la propuesta, pero no tenían dinero. Esperaron un año entero y vendieron una cosecha de aguacates para comprar la guitarra. Omaris Valentina estuvo cinco años recibiendo clases con el muchacho de las croquetas, su primer maestro de música.
Con él aprendió a tocar guitarra a la derecha siendo zurda y a cantar rancheras. Su madre le hizo el mejor traje de mariachis con ropa reciclada. “Lo conservo hasta hoy como un tesoro. La primera vez que me paré en un escenario como cantante fue con él puesto”.
Desde los 12 años está cantando rancheras. Se aprendió todas las canciones de La hija del Mariachi para complacer a Givenchy, que vivía enamorada de Francisco Lara, el galán de aquella novela.
Omaris recorrió todo el pueblo vestida de mariachi hasta que una amiga le dijo a su madre que le buscara un mejor camino dentro de la música, porque si no, se iba a quedar cantando rancheras para toda la vida.
Fueron a ver a Juan Espinosa, unos de los pianistas más importantes de Cuba, quien ha acompañado a grandes figuras de la música como Rosita Fornés y quien ha captado a muchos jóvenes para el mundo lírico.
Cantarle una ranchera a aquel señor con su historial era un desacato muy grande. Espinosa pudo entrever su buena voz y recomendarla con una maestra de canto lírico; aunque gritó: “¡Chatarra, chatarra!”, para referirse a la ranchera que Valentina le acababa de cantar con toda la intensidad que lleva un mariachi en la voz.
Durante seis años, cada sábado cubría los 53 kilómetros que separan su finca en Ceiba del Agua de El Vedado, para ir a casa de Marta Cardona Hernández a recibir las clases de canto. Salía en el carro manejando, recogía a su hermano en El Guayabal y se intercambiaban el timón de Panchón para hacer el viaje hasta La Habana.
Su hermano no canta porque no tiene el talento, pero pasó todas las clases con ella, como su acompañante y protector. Cuando llegó el momento de hacer las pruebas del ISA, no aprobó por razones ajenas a su talento musical.
Se deprimió y estuvo muy triste, hasta que su maestra le dijo que podía presentarse a las pruebas de aptitud del Teatro Lírico. Luego de una reñida competencia, Valentina aprobó con el número 13 de los 20 que seleccionaron aquel año.
Hoy es graduada de Nivel Medio de Canto Lírico y también de Bachiller en un pre en Ceiba, porque su padre siempre le decía: “Usté me trae un título de bachiller y después baila y canta y todo lo que usté quiera”.
Entre las cosas buenas que tiene Omaris está ser agradecida. Ella, cantante lírica que sale por televisión y está estudiando en la Universidad de las Artes, se acuerda de cuánta gente la ayudó para llegar a donde está.
Le agradece a Marta Lidia Rodríguez Pita, la instructora de arte que le dio clases de danza y la primera persona que la ayudó a verse como artista. A su primer maestro, el de las rancheras. A Rey Reyes, y su madre Odalis, la económica del policlínico de Ceiba que era amiga de su madre y la orientó para colocarla en el canto lírico. Agradece inmensamente a Roberto Chorens, el director del Lírico, que comenzó diciéndole: “Yo voy a ver tú tan gorda qué vas a hacer…” y terminó apodándola “la profunda” por como interpretaba Romanza de la despedida, de Fernando Mulens.
“Con esa canción me lo eché en un bolsillo; aunque los otros estudiantes tenían un nivel elemental de música y yo venía de un pre y de cantar rancheras”.
En su estancia en el Lírico conoció a Maité Galván, con quien tuvo una conexión especial y la ayudó mucho durante los cuatro años de la escuela. Ella desde que la vio le dijo: “Tú estarás aquí cantando, pero tú eres actriz”. Luego otro maestro, Yuniel Hernández, le dijo lo mismo y, como en los tiempos de las rancheras en su pueblo, la mandó con alguien para que “la viera”. Y llegó a su vida otro maestro, esta vez de actuación: Ariel Bouza. Gracias a las orientaciones que le dio el actor y director, quien es un referente en el teatro cubano, Omaris cumplió su sueño de entrar al ISA. Y ahí está, después de una semana entera de exámenes y mucho estrés. Estudia el segundo año de Actuación en el curso por trabajadores.
En el ISA conoció a Anita Rojas, quien la recomendó para un programa de televisión. Y para allá fue Valentina sin saber nada de eso. Raúl Daniel Rodríguez Solano, el director del programa juvenil Das Más, del Canal Educativo, le dio el chance a pesar de ser gordita y guajira, a pesar de que llegó vestida con toda la ampulosidad de una cantante lírica.
Fue con su mejor ropa y sus mejores zapatos, pero estaba fuera de tono; sin embargo, tuvo un debut sensacional en el programa de prueba y desde hace ocho meses es la conductora del espacio.
Aquello fue todo un evento en el pueblo y la familia se movilizó para verla por la televisión. En su programa lo mismo ordeña una vaca, que hace un tabaco, que maneja tractor, que cocina, que corta caña.
“Este programa te muestra otra cara de la juventud cubana. Y yo puedo ser esa otra cara. Siento que puedo ser la voz de esos jóvenes que están escondidos y tienen miedo de mostrarse tal cual son”.
Omaris sigue siendo el sostén de su casa. Su madre va a todas partes con ella sobre los hermosos asientos de Panchón. Ellas solas se defienden con la finca y hacen los viajes a la Habana Vieja hasta el Teatro Lírico donde Omaris es parte del coro. Ella quisiera poder superarse para, en el futuro, llegar a ser solista de la compañía. Sueña con hacer una Carmen, una Tosca, una Amalia Batista, una Cecilia Valdés. También quisiera hacer un personaje negativo en una telenovela y participar en una obra de Teatro Pálpito dirigida por Ariel Bouza. Ella canta lírico, canta rancheras, música tradicional cubana y coplas españolas. “Siempre que sea en un escenario cantando, bailando o actuando, yo estoy dispuesta”.
Cada vez que sube a un escenario, recuerda a su hermana diciéndole: “Canta, Valentina, canta para mí”. Eso la hace muy feliz.
Cuando ha tenido un día difícil en La Habana está loca por llegar a su casa. Aunque han tratado de vender la finca para acercarse al mundo profesional de Omaris, ella no quiere irse de su campo. Es tremendo terminar una grabación o una función de teatro en El Vedado o La Habana Vieja y tener que salir para Ceiba a esa hora. Son 2 mil pesos en petróleo, ida y vuelta. Aunque su mamá siempre está con ella, le da un poco de temor viajar de noche.
Sabe que un día tendrán que irse de Ceiba del Agua por su carrera y porque a su mamá no le gusta el campo. Pero de Cuba no. De Cuba no quiere irse. Si se le diera la oportunidad de trabajar fuera unos meses, lo aceptaría gustosa; pero solo un breve tiempo, porque se muere de tristeza sin sus perros y sus puercos.“Y para yo irme de aquí tendría que llevarme a Panchón. Aunque tiren una bomba, aquí me quedo yo con Panchón”.
Valentina es muy sentimental, muy arraigada. Ella es y siempre va a ser guajira y gordita, porque le gusta el campo y la comida. “Yo prefiero ser gorda con el corazón feliz que flaca y con el corazón estrujao”. Quisiera tener hijos y le pide a Dios y a todo lo que exista que sea hembra para que sea bien valkiria y poder enseñarle todo lo que sabe. “Le tengo que buscar un buen heredero a Panchón porque yo no voy a ser eterna”.
A Omaris Valentina le han dicho muchas veces que no; sobre todo en su provincia, en su municipio. Pero un día llegó a La Habana y hubo alguien que le dijo que sí. Con ese sí ella va por la vida entre el verde de su monte y el azul de su carro, agradeciendo y recordando a todo aquel que le dio un empujoncito. Sigue llorando por su papá, pero tiene a Panchón como el amuleto perfecto para protegerla y llevarla lejos. Después de cada función o grabación, ella y su madre se montan en el carro y van de regreso a la finca. Valentina carga feliz con sus tres promesas y las lleva a dondequiera que va.
linda historia como de muchos cubanos con sueños y deseos truncados pero la perseverancia el respeto y la decisión de si se [puede es la que se necesita para triunfar ojalá Valentina siga y haga lo que desea a su forma y estilo