¿Importará saber que el autor de estas imágenes es un cura o bastaría con decir que son obras de una subjetividad exquisita y suertuda, no concerniendo lo demás?
Sin titubear, el autor responde: “Por supuesto, mi fe cristiana y mi condición sacerdotal son inseparables de todo lo que hago y por lo tanto, la fotografía la considero como un apostolado cultural, un medio de expresar y de compartir lo que siento y creo profundamente.”
Aún en un diálogo como este, vía correo electrónico, el padre Valentín Sanz suena cercano. Nacido en La Habana en 1951, seminarista, ex escenógrafo del ICAIC, presbítero, miembro de la UNEAC, fotorreportero de las visitas papales, párroco en los lomeríos de Baracoa, capellán de prisiones, teólogo y trotamundos, Sanz es, ante todo, un humanista.
Esa centralidad ontológica lo ha llevado a colocar al ser humano como “principal sujeto” de su obra fotográfica, que se inicia en los lejanos 70.
Citando al Génesis, reafirma que el hombre está hecho a imagen y semejanza del creador, “un selfie divino”, suele decir no sin un guiño a la modernidad tecnológica más rampante. “Incluso en los paisajes trato de que haya –aunque sea muy discreta o sutilmente– alguna figura humana”.
Pero su mirada discrecional enfoca “especialmente a personas de condición humilde y sencilla”. Campesinos, trabajadores, ancianos y niños, gente pobre y vulnerable, pasan por su visor en un afán por “ver reflejada y a la vez reflejar la imagen latente de Jesucristo, para luego sensibilizar a otros a verla también y, sobre todo, llevarlos a una actitud solidaria para con estas personas”.
Un botón de muestra de tal iconografía se condensa en Valentín Sanz, entre el Alfa y el Omega, que se exhibió hasta el 30 de junio en la sala María Eugenia Haya, de la Fototeca de Cuba, en el Plaza Vieja de La Habana.
Se trata de escenas y rostros tomados en Baracoa, donde Sanz ofició como párroco por casi veinte años, hasta 2000.
Atravesado por la crisis de los 90 (proceso aún abierto que desquició a la sociedad cubana), ese período borrascoso, sin embargo, solo está sugerido en la precariedad del paisaje social registrado por Sanz; no así en la vitalidad y candor de sus retratados, unas individualidades casi edénicas, que sirven de contraste del bizarro mundo exterior.
“Son imágenes de espectacular fuerza expresiva. Quizás nadie haya retratado mejor a Baracoa como Valentín, porque él lo hizo desde las esencias. Nada le fue ajeno en su vocación documental, ni tampoco en su vocación poética… Supo mezclar lo sagrado y lo profano, lo sublime y lo ridículo; el campo y la ciudad, lo cierto y lo falso, lo lírico y lo prosaico”, escribe el doctor en ciencias David Silveira en la reseña de la exposición.
¿Elige previamente un campo de acción o espera que la realidad proponga el suyo?
Yo no elijo nada. Solo miro lo que está delante de mí, sea un paisaje, algo interesante, una persona… Aunque tengo preferencia por este último tema: la gente. Incluso a veces, cuando ando sin la cámara, me imagino fotos tomadas mientras voy caminando. A veces hasta pienso: ¡Qué foto me he perdido!, por no tener la cámara en ese momento.
¿En qué horarios es fotógrafo? ¿Es uno de esos que llaman de ocasión?
No tengo horarios de preferencia. Aunque opto –por la luz ambiente, que es la que utilizo, muy rara vez el flash– los horarios de 9-10 de la mañana o 3-4 de la tarde, por la posición lateral del sol, aunque a veces más temprano o más tarde que eso, pues me gusta el reto del contraluz y el contraste extremo, en ciertas ocasiones, cuando el sujeto lo exige o me inspira hacerlo.
En su currículo aparecen once exposiciones personales, algunas en el extranjero, además de unas cuarenta colectivas en Cuba y trece internacionales. ¿Qué recuerda de la primera de todas?
Se titulaba “Es el amor quien ve”, en la Galería Universal de Arte, en Santiago de Cuba, en mayo de 1991. El título fue tomado de una frase martiana. Quería expresar así lo que me inspira al hacer fotografía: “ver con amor”. De la abundancia del corazón hablan mis fotos. O para mejor decir, con Martí: “Con el Amor se ve, por el Amor se ve, es el Amor quien ve”.
Si tiene alguno, ¿qué maestros de fotografía lo han influido?
Desde el principio lo que hice fue ver muchas fotografías de grandes maestros de fama mundial. Cartier-Bresson, Ansel Adam, Walker Evans, Sebastiao Salgado, Yousuf Karsh…
En Cuba ha habido magníficos fotógrafos, de los cuales tuve la dicha y el privilegio de conocer a muchos personalmente e incluso honrarme con su amistad. Grandal, también su esposa Gilda, Korda, los Salas, Liborio, Mayito y Marucha, Corrales, Tito Álvarez, Abelardo Rodríguez, Alfredo Saravia, Rufino del Valle, Enrique de la Uz, Figueroa, Larramendi, el Chino Arcos, René Silveira, Abascal, Cañivano, Chang, R. Luis Martínez y muchos otros.
De todos he aprendido muchísimo. Una vez llegó a Baracoa Grandal, quien estaba haciendo un libro de fotos sobre Guantánamo y vino a visitarme. Lo “obligué” a pasarse varias noches conmigo, en mi cocina-laboratorio, enseñándome sus secretos en la impresión.
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Hay tres años en la vida de Sanz que él llama período de discernimiento. Ocurrió entre 1966 y 1970. Salió del seminario de San Carlos y San Ambrosio y puso los pies en el departamento de escenografía de los estudios Cubanacán, del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos. Intervino en varios filmes y eso bastó para enamorarse de la fotografía. Su hermano Lázaro, stillman de profesión, quien llegó a ser jefe del departamento de Foto Fija del ICAIC, lo ayudaba con algunos consejos y materiales.
Una Kodak Retina fue su primeriza. Con los tramos sobrantes de celuloide, rellenaba los cartuchos con película germanoriental Orwo y luego, en los laboratorios, revelaba los negativos. “Para revelar e imprimir pasábamos muchas dificultades con la química –muchas veces de rayos X– y el papel, que comprábamos de contrabando a los fotógrafos minuteros del Capitolio, esos genios precursores de la fotografía instantánea en formato pequeño”.
De la Kodak pasó a una soviética con enfoque telemétrico, todo un suceso para la Cuba de principios de los 80. Una larga noche de cola le valió para adquirir una Zenit, también soviética, con su excelente lente Zeiss. Luego saltó para una Leica M6 y tuvo en sus manos cámaras y lentes Minolta, Nikon, Contax G2 y Mamiya, entre otras, fruto de préstamos y cambalaches entre colegas del gremio.
“En Baracoa imprimía en la cocina de la casa parroquial. Tenía preparado el local para hacerlo totalmente oscuro. Por supuesto, de noche o madrugada, con las luces de la casa apagadas. Al construir la nueva casa parroquial, adapté lo que iba a ser un baño en el piso superior, de muy reducido espacio, para laboratorio. Luego, en Santiago, dispuse de una de las muchas habitaciones para tener un cuarto oscuro amplio, donde trabajaba más cómodamente. El huracán Sandy lo destruyó completamente (paredes inclusive, por suerte los equipos –ampliadora y otros– no sufrieron mucho) y lo reconstruí de nuevo”.
Al llegar el apagón analógico, el padre Valentín se deshizo de su Leica M6 “para comprar una digital decente, en aquel tiempo una Nikon D80. Fue una decisión de la que nunca me he arrepentido lo suficiente”, lamenta este artista que jamás tomó clases de fotografía, pero sí consumió mucha literatura y se codeó con amigos, tal como ya contó a OnCuba, que han sido o son grandes maestros del género en la Isla.
Ahora trabaja –“definitivamente”– con el cuerpo de una Sony A7, full frame 24 mpx, “que me encanta sobre todo por sus reducidas dimensiones y su versatilidad en cuanto a objetivos”, dice Sanz, cuya inventiva le ha permitido suplir carencias, a tal punto de fabricar adaptadores para variados lentes de otras marcas que le posibilitan fotografiar a distancias focales muy variadas.
Lejos de cómodas oficinas clericales, el padre Valentín ha ejercitado la filantropía del misionero. Su apostolado social lo ha llevado a comunidades intrincadas, pero también a las cárceles, donde las experiencias fuertes no son la novedad, sino la norma. Siendo por años capellán de prisiones en Santiago de Cuba, acudía dos veces al mes a la penitenciaría de Boniato, incluyendo su sección de máxima seguridad, donde todos son homicidas que cumplen cadena perpetua.
“Es un mundo muy complejo y me dio una nueva perspectiva del ser humano. Siempre he creído y he dicho –a pesar de las evidencias que parecen demostrar lo contrario– que no hay personas malas. Hay personas buenas que son capaces de hacer cosas malas. La gracia misericordiosa de Dios es capaz de cambiar los corazones más duros. Y allí lo pude comprobar”.
La vida del padre Valentín también está tocada por otros pasajes conmovedores, mas no truculentos. Así, recuerda su involucramiento en la constatación de que la Cruz de la Parra, la única que se conserva de las 29 cruces que el almirante Colón colocó durante sus cuatro viajes por América, fue hecha con madera de una especie costera de Baracoa.
Actualmente extinta, se trataba de la Coccoloba diversifolia, vulgarmente llamada uvilla, pariente de la muy conocida uva caleta. “Con un fragmento de unos dos gramos de peso, extraída cuidadosamente por mí de la parte posterior de la cruz y enviada al Instituto Forestal de Bélgica, mediante la prueba del carbono 14, se determinó la datación de la madera, aproximadamente en el año 1420”.
Premiado en numerosos certámenes cubanos y extranjeros, el fotógrafo que es Valentín Sanz sigue la tradición de religiosos europeos, cuya labor documental es referencial, sobre todo en zonas rurales, para reconstruir y comprender los rompecabezas de las sociedades. Un par de ejemplos: El español Benito de Frutos (1871-1941), capellán y párroco en su Cuéllar natal, cuyo fabuloso archivo, pese a estar incompleto, alcanza más de 1,300 fotografías de un valor etnológico incalculable, y el misionero y montañista salesiano, Alberto María de Agostini (1883-1960), quien recorrió Tierra de Fuego en una época en la que apenas había registro gráfico más allá de las cartografías.
¿Qué ha sentido contemplando sus propias visiones? ¿Alguna vez sus retratados se han visto a sí mismos en sus obras?
Me satisface mucho ver ya impresas mis imágenes tal como las vi antes en mi mente. Eso siempre lo hice y lo hago sin retocar o recortar (siempre imprimí el negativo completo y lo mismo hago, en la medida de lo posible, con la técnica digital). Muchas veces he llevado y mostrado las fotos impresas a las personas que retraté. Sobre todo la gente sencilla del campo disfruta mucho viéndose en las fotos. Eso también me retroalimenta.
La fotografía se basa en el momento decisivo. ¿Cuán emocionante ha sido para usted el disparo y luego el resultado? ¿Epifanía o decepción?
En la etapa analógica se añadía el factor sorpresa, pues hasta revelar el negativo o imprimir la foto no se sabía bien cuál era la imagen de mayor calidad o la que mejor expresaba lo que uno quería. Recuerdo que una vez en Roma, en la Fontana di Trevi, estuve como una hora sentado, con mi Leica M6, haciendo fotos –varios rollos– para ver si lograba lo que deseaba, y tuve que esperar dos meses, hasta regresar a Baracoa, para poder revelar las películas y ver que lo había conseguido: en una foto se veía la moneda en el aire, lanzada por una muchacha de espaldas a la fuente… No lo podía creer.
¿Alguna vez ha entrevisto la presencia inefable de Dios en sus fotografías?
Creo que ya lo he respondido: Siempre.
Buenísimo
Fotografias hermosas!