Me atrevo a decir que el ejercicio de la medicina veterinaria puede llegar a ser más complejo que el de la medicina humana; no solo por implicar el dominio de diversas materias para su práctica, sino también porque cada una de esas materias debe ser adaptada al conocimiento de especies animales con características únicas y eso se transforma en desafíos en la práctica clínica. La principal dificultad al ejercer la veterinaria es, principalmente, la imposibilidad que tenemos sus practicantes de comunicarnos con los pacientes: los animales; por tanto, se requiere de una buena dosis de interpretación, observación y paciencia para descifrar su conducta y síntomas con precisión.
El propietario, que es quien conoce mejor a su mascota, es el encargado entonces de interceder entre el animal y el médico veterinario; he aquí la importancia de la entrevista con él/ella, previa a la atención al paciente. La entrevista nos permite reunir datos esenciales para determinar la patología que está afectando al animal. A este vínculo que surge en la consulta veterinaria se le conoce como “relación médico-cliente-paciente”.
Para poder ejercer nuestra profesión con eficiencia, los veterinarios dependemos de que este vínculo con las personas y sus mascotas sea, al menos, funcional, donde la responsabilidad y el respeto deben ser recíprocos entre las partes.
Trabajar para un público que vela por el bienestar de otros seres vivos es complicado, pues no siempre se obtiene lo mejor de ese vínculo debido a ciertas grietas que surgen de las “buenas intenciones”, tanto de los profesionales de la veterinaria, como de los clientes. Estas “grietas” pueden estar presentes en los malos o buenos modales, en la educación, en el comportamiento del cliente; pueden estar también en el concepto básico de ética del médico. O pueden descender de una matriz superior: la sociedad.
En la sociedad en general, la gran grieta que existe hoy día recae en la dependencia de las redes sociales y en la idea de que “internet todo lo puede”. El fenómeno de la digitalización —sumado a la situación epidemiológica actual— ha alcanzado todas las ramas posibles de comunicación, llegando a sustituir, eficazmente, casi todas las actividades que requerían de la presencia cara a cara; en las cuales se incluye, lamentablemente, la práctica veterinaria.
Un ejemplo clásico de este fenómeno reciente son las plataformas digitales de mensajería, que se han abarrotado de problemas cotidianos para los tutores de mascotas como lo es, por ejemplo, un animal enfermo en casa. A diario me llegan casos “virtuales” a través de mensajes como:
- Hola, mi perrito está haciendo unos vómitos amarillos desde ayer, además hizo unas diarreas acuosas bastante apestosas. ¿Qué crees que tenga o qué le puedo dar?
- Hola doctora, yo tengo una perrita pequinés de seis años —adjunta una foto de la perrita— … está echando sangre por la nariz. Conseguí vitamina K. ¿Cómo se la puedo poner?
- Hola, mi gato está decaído y no quiere comer. ¿Qué puede tener?
- Doctora, a mi perro le salió una bolita en el cuello y noto que le está creciendo —pone una foto del cuello del perro donde la “bolita” es apenas visible— ¿Qué puedo hacerle?
- Hola, mi perrito tiene tres años, es criollo. Tiene una oreja inflamada y roja y se rasca mucho, le consulto para que usted me diga que puedo echarle. Aquí le dejo la foto.
Lamentable, sí, lamentable. Si algo se necesita para ejercer la veterinaria es la presencia física del animal en consulta. Y si algo necesita un animal enfermo es un diagnóstico que se obtiene mediante exámenes físicos y clínicos atendiendo a la sintomatología que presenta, todo esto llevado a cabo por un profesional que, por supuesto, dictaminará un tratamiento según el resultado de los exámenes que realice.
Muchos de estos clientes “virtuales” no se sienten satisfechos con la respuesta monosilábica que doy a esos mensajes: “¡Veterinario!” Y, en la mayoría de los casos, alegan que no pueden llevar al animal al médico porque “vivo muy lejos”, “el perro muerde”, “el gato no se deja coger”, “estoy en construcción”, “mañana me voy para la playa”, “no tengo en qué moverme…”
En primer lugar, una vez aclarado que la presencia del animal enfermo es fundamental para su diagnóstico, queda aclarar que dentro del código ético de la medicina veterinaria comulgan el deber y la responsabilidad de brindar el mejor servicio posible, tanto al cliente como al paciente. Por tanto, dar un diagnóstico a ciegas no es ético, y mucho menos eficiente o válido. Es de suma importancia que el propietario que busca la consulta “virtual” entienda que la solución para su problema es llevar al perro o al gato al veterinario para que sea atendido allí, como corresponde.
Otro elemento importante es la falta de conciencia de muchos clientes, que se toman a la ligera el trabajo del profesional y pueden agravar el estado de su mascota al medicarlos sin prescripción o diagnóstico médico alguno.
El metabolismo de los animales es, en varios aspectos, diferente al de los humanos, y presenta características específicas para cada especie. Incluso entre las razas de una misma variedad nos podemos encontrar diferencias fisiológicas marcadamente singulares. Esto quiere decir que los medicamentos que tenemos a mano, en casa, no siempre son adecuados para preservar la integridad de nuestros animales. Muchos medicamentos son, incluso, tóxicos, como el paracetamol y el ibuprofeno (entre otros); o sea, que en un intento de aliviar el dolor de tu perro, por ejemplo, puedes causarle un desorden hepático o una intoxicación aguda, que en muchos casos es irreversible o mortal.
La sobredosis es otro problema que devela la ignorancia y la falta de crédito al trabajo del veterinario: antes de prescindir de un antibiótico, analgésico, sedante, anticonvulsivo, etc., el veterinario debe hacer un balance entre el peso del animal y la concentración química del medicamento, para entonces encontrar y prescribir la dosis que lleva. Muchos de estos productos son altamente peligrosos para los animales en dosis elevadas. Ahora, dentro de las medicinas destinadas al uso veterinario también existen excepciones tóxicas para algunas especies, así como de uso exclusivo en un género determinado. En todo caso, es irracional medicar a un animal sin la supervisión de un profesional, mucho más sabiendo lo nocivo que puede resultar.
En el mundo no virtual, en consulta, se lidia a diario con una gran variedad de personas que poseen algo en común: cuentan con la responsabilidad de velar por el bienestar de una o de varias mascotas. Pero esta responsabilidad no los hace automáticamente iguales; al contrario, existe gran diversidad de perfiles de propietarios, entre los que se destacan ciertos casos que ponen a prueba el sentido común y la noción de lo éticamente válido entre los veterinarios. Estos van desde la persona inquieta, preocupada y escrupulosa que sobreprotege a su mascota y que a menudo, pese a su buena voluntad, entorpece el trabajo del médico en nombre de “garantizar la mejor de las atenciones”. Las personas maleducadas, por otro lado, aunque no es muy común encontrarlas en consulta, resultan un verdadero obstáculo y una prueba para la ética profesional.
La mayoría de las veces, los veterinarios dependemos de la ayuda indispensable de los clientes, en cuyas manos está el 50% de la recuperación de la mascota. La disciplina que conlleva el seguimiento de un tratamiento de varios días, la autoridad y control sobre el animal a la hora de un manejo por parte del veterinario, la asistencia (en un caso dado) en los exámenes clínicos y físicos; todas estas responsabilidades corresponden a los propietarios, y claro está que son cruciales para el beneficio del animal, principalmente.
A los pies de un propietario indisciplinado se encuentra una mascota indisciplinada, sobre todo si se trata de un perro, que suele tomar a su dueño como patrón y ejemplo a seguir. En consulta es común ver casos de perros difíciles de manipular —incluso hasta por sus propios dueños—, que manifiestan agresividad, miedo, nerviosismo, ansiedad o tozudez. Se han dado casos de perros que alcanzan un estado de nerviosismo tan alto que se defecan encima, se desmayan, convulsionan e incluso entran en un principio de infarto. Aunque el miedo a lo desconocido es un instinto básico muy fuerte, capaz de transformar al animal más dócil en una bestia de uñas y dientes, muchas veces estas “malas conductas” pueden deberse a una mala educación: cosas como la sobreprotección o la humanización, en cuyo caso el apego extremo del animal a su dueño puede ser una consecuencia colateral. La escasa vida social y el hecho de no haber visitado nunca antes un veterinario puede desarrollar cierto terror en los animales hacia lo que existe “allá afuera”, y su experiencia en la clínica puede fomentar un trauma, pues el médico puede ser visto por la mascota como una figura negativa.
Los ataques de pánico, ansiedad y los brotes psicóticos no son nada buenos para la mente de un animal, que luego de estas experiencias críticas puede desarrollar desde un terror patológico a salir de casa, hasta continuos ataques de estrés y cambios conductuales. Los paseos al aire libre y la familiarización con los ruidos exteriores, las personas y los demás animales —desde una temprana edad—, favorecen el buen comportamiento en general. Dentro de la consulta, esto permitirá que la conexión con su doctor le sea más fácil y el manejo, estable.
Nuestro código ético veterinario no nos obliga a mantener relaciones con clientes problemáticos, indisciplinados o maleducados; no nos obliga a atender a quien es negligente con sus mascotas; al que se toma a la ligera nuestro trabajo o no muestra respeto hacia él. Los veterinarios somos libres para deshacer una relación con un cliente tóxico o irresponsable, que sea incapaz de comprender y respetar nuestro papel en la vida de su mascota.