“…Nadie sabía quién era quién ni de parte de quién en aquel palacio de puertas abiertas dentro de cuyo desorden descomunal era imposible establecer dónde estaba el gobierno. El hombre de la casa no sólo participaba de aquel desastre de feria sino que él mismo lo promovía y comandaba…”
El otoño del patriarca
Gabriel García Márquez
I
En alguna parte de un bosque, en el lugar menos pensado, en medio de calzadas de reyes y poetas, al lado de un enorme castillo construido en el siglo XVIII, entre lagos artificiales y espacios deportivos, aledaño a un zoológico y a varios museos y fuentes, está emplazada, solidaria y regalada, a pesar de sí misma, la mansión de los suburbios.
Es un espacio que congrega gran parte del imaginario del poder mexicano. Representa, también, la histórica distancia de la clase política para con el pueblo, el orgullo excesivo por el derroche, la rusticidad de un hedonismo sin pies ni cabeza y, desde muchos puntos de vista, la infranqueable corrupción. Además, tiene ese dejo de desconfianza que, para el vulgo, siempre se convierte en mitología: esa casa maldita que habitaron los que jodieron la nación, los que la robaron, los privilegiados sedientos de poder.
Realmente la mansión de los suburbios no se llama la mansión de los suburbios y, formalmente, tampoco es una mansión; es más bien una morada con claras ínfulas de palacete. Lo que sí es cierto es que el sustantivo “suburbio” se aplica correctamente al sentido de una delineación que pretende rumiar el legendario espacio como una periferia, culturalmente marginada de todo y socialmente degradada. Un lugar antigregario y vaciado de sus sentidos más plenos. Es la soledad del poder, expuesta al público, para que imagine, para que viva unos minutos la experiencia de la historia íntima, aquella historia que todos protagonizamos anónimamente y que solo la atestiguan los objetos, porque la historia oficial ya está armada y esa solo es de humanos.
Ahora bien, el verdadero principio de toda esta parafernalia megalómana es este: El nombre actual del lugar es Complejo Cultural Los Pinos y, hace apenas tres semanas, todo el mundo lo conocía como Residencia Oficial de Los Pinos o, para ser más precisos: el lugar en el que vivieron sucesivamente todos los presidentes de los Estados Unidos Mexicanos desde 1934 hasta 2018.
Lo que llama la atención es que los pinos –ese género de plantas vasculares que simbolizan la unión para los protestantes y el refugio para los cristianos– es la subespecie que tal vez menos prolifera en el ecosistema adyacente a la extensa construcción.
II
Hay que decir que hay un primerísimo principio, muy anterior al referido: el verdadero primer nombre del lugar fue “Hacienda de la hormiga” hasta que Lázaro Cárdenas, una vez sentado en el trono de México (1934), decidió que no viviría en El Castillo de Chapultepec porque le parecía “muy ostentoso” y entonces se mudó a una “casa en la mitad del bosque” a la cual llamó Los Pinos en homenaje a aquella huerta –por supuesto nadie sabe cuál– en la que se enamoró de su esposa Amalia Solórzano.
He aquí la trilladísima metáfora del poder clásico, otra vez, convertida en la deferencia al amor de una mujer, al advenimiento de un considerado piropo que se hace escenario para que la historia transcurra. Es el grabado retórico y literario de cualquier empoderado, que no solo simboliza su profunda e inconsolable soledad, sino que resalta un subterráneo sentido de lo propio, que aparte de la patria, también es la mujer, y el límpido recuerdo de ella, pero nunca jamás su nombre; es la patética confirmación de la piedad política que todo lo junta pero no lo revuelve: detrás de cada hombre siempre hay una gran mujer… detrás de cada símbolo siempre hay un gran hombre enamorado de una mujer. “Una”, además, puede ser cualquiera.
Lo interesante de esta historia resulta de un despojo. La “Hacienda de la hormiga” perteneció, desde mediados del siglo XIX, a una familia de apellido Martínez del Río que, según documentos que datan de la época del Maximato (años anteriores al ascenso de Cárdenas), tuvo muchos problemas con el Estado, básicamente porque este se adueñó arbitrariamente del terreno de la Hacienda por medio de una acción muy conocida por esta América de abajo: expropiación.
Así nació la casa presidencial mexicana. ¿Será que Andrés Manuel López Obrador lo sabía? Si sí, no solo es ideológicamente entendible, sino que es tremendamente simbólico –en un país forjado y mestizado a golpe de símbolos– que haya abierto sus puertas al pueblo. Y si no, pues no hay otra explicación: hasta el azar lo tiene ungido. De cualquier manera, la actitud de AMLO está más que bien vista por sus votantes, pero lo particular radica en que muchos –los otros poderosos– creen que se está creyendo el nuevo Lázaro Cárdenas, y esa concesión casi nadie está dispuesto a entregársela.
III
Los militares custodian celosamente cada metro cuadrado; dan información general e indican, por ejemplo, dónde están ubicados los baños; permanecen a la mira –aplicadamente– a propósito de la infinidad de movimientos populares; marchan por los jardines, de a docenas, como jaurías de perros tristes; se llaman por sus apellidos con inflexiones tan rudas como resecas.
Los militares nunca habían entrado a esa casa y eso democráticamente ya dice algo, aunque quizás no mucho. La gente pasa frente a ellos, con una arrogancia sin par. Algunos los tratan como si fueran simples objetos o directamente ni los determinan. Tal vez esa arrogancia es una forma de hacerles sentir que eso que cuidan no les pertenece, aunque ellos, pese a su uniforme, también sean pueblo.
Y es que en la entrada de la gran mansión de los suburbios, devenida eufemísticamente en Complejo Cultural dice:
“Bienvenido, Pueblo de México, a Los Pinos”
Los militares también sonríen, de vez en cuando. Es imposible no hacerlo, pero cuando se percatan de que están siendo observados, con la cautela que supuestamente les pertenece, vuelven a su pose de piedra: son la autoridad y salirse del número no está bien. El pueblo hace la fila y no porque la mansión esté muy llena, sino porque hay una sesión de fotos de una quinceañera. El fotógrafo y su ayudante congelan el tránsito mientras la chica de vestido y labios rojos posa y sonríe en una escalinata encaracolada donde el mármol hace rebotar el sol.
En el jardín se pueden ver las estatuas de todos los ilustres habitantes de la mansión, del palacete, de la morada, del complejo cultural. Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970) tiene extendida la mano que nunca dio a los estudiantes en 1968. Más bien pareciera que le hubieran afanado el revólver con el que los castigó el 2 de octubre en Tlatelolco. Vicente Fox (2000-2006) levanta su mano derecha haciendo una V, mientras con la mano izquierda sujeta una niña indígena. El bigote tiene una ligera manchita blanca, quizás de caca de paloma. Pero la contradicción más interesante de todas se hace palpable –y horrorosamente cruel– cuando se ve a Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) sonreír mientras sostiene un libro que dice “TLC y SOLIDARIDAD”.
Es la celebración de la venta de un país.
IV
La gente avanza. Pasa por los vestíbulos, sin romper la fila india, las oficinas, las recámaras, el despacho presidencial. Todos murmuran cosas a propósito de la cotidianidad de cualquier ser humano: “¿Habrá hecho el amor acá?”, “¡Seguro ahí consumía cocaína!”, “¡Hijo de la chingada, sí vivía bien pinche cabrón!”. Las referencias van enfiladas al ex presidente Enrique Peña Nieto (2012-2018), aquel del cabello engominado, prototipo de actor de Televisa que se hizo presidente.
La cocina es el lugar más congestionado. Quizás porque lo que más asombra al pueblo del estilo de vida que suelen llevar sus poderosos, es lo que beben y comen. Ahí es donde radica la verdadera diferencia, donde ocurre la insalvable distancia. Por supuesto no hay nada, como en el resto de la mansión. Todo permanece vaciado y entonces es cuando los objetos, inapelables, conforman el discurso de la imaginación: “No comía tacos, no, ¿qué iba a comer tacos este güey?”, “Imagínate la champaña que tomaba este cabrón, ahí, recostado sobre el mesón un lunes a la 1 de la mañana”, “Ya lo veo con una cruda, hurgando la nevera, buscando agua mineral de 100 dólares”.
El suburbio, en su totalidad, es viejo. Algunos muebles están rotos, remendados, sucios. Hay terminados casi consumidos por la humedad. Se lo llevaron todo excepto lo que no les sirvió. En las salas pueden verse libros de arte mexicano de 60 centímetros y unas pocas pinturas entre las que sobresalen tres, bien distribuidas en las diferentes casas que conforman el complejo: Un enorme valle de México de Luis Nishizawa Flores, un retrato de Venustiano Carranza hecho por David Alfaro Siqueiros y una obra que no tiene nombre ni autor visibles, al lado de una tersa bandera de México, que consiste en manchas verdes y amarillas sobre manchas verdes y amarillas.
¿Qué se puede entender si todo está dispuesto para que nada se entienda? Es más: puede ser que la respuesta al enigma del poder sea no preguntarse por qué y, simplemente, avanzar con el teléfono en la mano.
Las cortinas aterciopeladas, las lámparas colgantes, las mesas y sillas de caoba, son motivo de charla infinita. De babeos. Hay una sala de cine cuyas sillas –tapizadas con aparente piel de algún animal exótico no Kitsch– parecen las de una nave espacial, un búnker con presunciones de hipotéticas guerras con sala hospitalaria incluida, bibliotecas para miles de libros con apenas decenas de ejemplares. Todos aman el poder, sueñan con él, posan para él y piden disculpas para conseguir salir solos en una foto con una camiseta del América, al lado del discreto sillón presidencial.
Todos quieren habitar los espacios comunes del dichoso y esfumado poder que, ante el vaciamiento, representan lo vulgar de la imposibilidad. El veto aristócrata. La desconsolada realidad que nadie quiere asumir ni descifrar: el lujo no es un placer, es una condición… y por eso la quinceañera está tan iluminada y, al mismo tiempo, tan perdida en su rol de princesa ofrecida a los reyes que ya no están.
“Los militares nunca habían entrado a esa casa y eso democráticamente ya dice algo, aunque quizás no mucho. La gente pasa frente a ellos, con una arrogancia sin par. Algunos los tratan como si fueran simples objetos o directamente ni los determinan. Tal vez esa arrogancia es una forma de hacerles sentir que eso que cuidan no les pertenece, aunque ellos, pese a su uniforme, también sean pueblo…”
Nunca han sido pueblo, han sido los históricamente excluidos por el gobierno y que ante las nulas opciones se integraron como la más baja ralea del sistema, el órgano represor, no han sido otra cosa, no lo serán, ya mismo tienen ese cometido por delante, no representan nada y no representan a nadie, sino la herramienta más limitada de un aparato de gobierno que se caga de miedo y requiere poner a estos en las calles como estrategia de seguridad…