El término América Latina designa a un grupo de países del hemisferio occidental en los que se hablan tres lenguas romances: el español, el portugués y el francés. De inspiración francesa, los historiadores sostienen que se utilizó por primera vez en una conferencia de 1856 con el título “Iniciativa de las Américas. Idea para un Congreso Federal de las Repúblicas” del chileno Francisco Bilbao.
A principios de los años 60, América Latina entró como nunca al lenguaje cotidiano de los cubanos. “Nuestra América”, de José Martí, trazó la pauta para un corte político-cultural de implicaciones diversas, una de ellas la Primera Declaración de la Habana (1960). Allí se lee lo siguiente: “la Asamblea del Pueblo de Cuba proclama el latinoamericanismo liberador que late en José Martí y en Benito Juárez”. Y en la Segunda (1962), nacida en pleno apogeo del tercermundismo: “¿Qué es la historia de Cuba sino la historia de América Latina? ¿Y qué es la historia de América Latina sino la historia de Asia, África y Oceanía?”.
Se reafirmaría desde temprano una tradición de empatía fuertemente presente en el imaginario de quienes habían intervenido en la lucha contra Batista. Las dictaduras latinoamericanas se percibían desde el principio como capítulos específicos de un mismo libro, lo cual se concretaría en expediciones armadas al Haití de Duvalier, la Nicaragua de Somoza y la República Dominicana de Trujillo, todas entre marzo y junio de 1959, llevadas a cabo cuando aún los soviéticos estaban a 9 500 kilómetros de la bahía habanera.
Con la expulsión de la OEA y el aislamiento continental, en el discurso político del liderazgo cubano adquirió una visibilidad otra idea nueva: convertir a los Andes en la Sierra Maestra de América Latina, algo que tuvo en la práctica numerosas expresiones durante la segunda mitad de los años 60 hasta que el fracaso del Che Guevara en Bolivia, y poco después el triunfo de la Unidad Popular de Salvador Allende, en Chile, plantearon el problema de la vía no violenta de acceso al poder. La puerta de las armas quedaba entonces clausurada, pero el triunfo de la Revolución Popular Sandinista en Nicaragua y del Movimiento de la Nueva Joya, este último liderado por Maurice Bishop en la islita de Granada, ambos en 1979, colocaron otra dinámica en el centro de la discusión entre politólogos, sociólogos, historiadores y activistas.
Fundada en el mismo 1959, la Casa de las Américas tuvo el indiscutible mérito de edificar puentes con la intelligentsia subregional y, sobre todo, de acercar a los lectores cubanos a la obra de muchos escritores latinoamericanos, labor que venía desempeñado desde 1963 con su Colección Literatura Latinoamericana, por la que desfilaron autores como Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Mario Benedetti, Mario Vargas Llosa, Juan Carlos Onetti, Juan Gelman, Carlos Drunmond de Andrade… Y con dos excelentes antologías del relato corto en América Latina que influyeron decisivamente en la vocación escritural de los narradores noveles del momento.
A lo anterior debe añadirse el gusto en los círculos literarios por la antipoesía de Nicanor Parra, una reacción contra las catedrales verbales de Pablo Neruda adoptada por los jóvenes poetas de entonces hasta que devino una nueva retórica contra la que otros se pronunciaron más tarde debido a sus excesos y a la falta de foco en la palabra misma, en definitiva, el modo de ser de la literatura.
Vistos desde ese ángulo, los años 70 constituyeron uno de los momentos de mayor intensidad de la presencia de América Latina en la Isla. La generación nacida alrededor de los años 40 del pasado siglo contribuyó de muchas maneras a ese cambio, que curiosamente se produjo en el momento en que llegaba a su fin la “herejía cubana” –es decir un socialismo alternativo al de la URSS y Europa del Este—y se acoplaba con música latinoamericana alrededor de la Canción Protesta de la Casa de las Américas (1967) cuando el estrecho nacionalismo de la etapa anterior iba cediendo terreno ante nuevas influencias y contextos internacionales.
Entre los estudiantes universitarios de aquella época la música latinoamericana llegó a circular con la misma pasión que el fementido rock o los discos de la Nueva Trova. Los casetes de Mercedes Sosa, Ángel e Isabel Parra, y de los grupos Quilapayún e Inti Illimani, se pasaban de mano en mano y se escuchaban en fiestas como el hecho más natural del mundo. Formaban parte de un movimiento nuevo, la Nueva Canción, ese que en España se llamó Joan Manuel Serrat (1943) y Paco Ibáñez (1934); en Chile, Víctor Jara (1932-1973); Ángel (1943-2017) e Isabel Parra (1939); en República Dominicana, Víctor Víctor (1948-2020) y Sonia Silvestre (1952-2014); en Uruguay, Daniel Viglietti (1939-2017) y en Estados Unidos Bob Dylan (1941) y Joan Báez (1941).
En los festivales de aficionados de la Federación de Estudiantes Universitarios (FEU) emergieron de pronto agrupaciones que seguían las trazas de esos conjuntos folklóricos chilenos, portando no solo instrumentos andinos nunca antes utilizados por músicos cubanos –uno de ellos, una quijada de caballo o de burro–, sino también unos ponchos imposibles de usar bajo el ardiente sol tropical en plazas y conciertos sin pagar el costo de la moda con abundante sudor. Pero este fenómeno estaba destinado a no dejar huella perdurable debido, entre otras cosas, a las profundas diferencias idiosincráticas y performativas entre una cueca y una conga. Baste señalar por ahora que la primera se baila con los pies; la segunda, con las caderas.
En el campo de la música, también por esa misma época entró en circulación una de las maravillas de aquel momento: la del movimiento tropicalista brasileño –Chico Buarque, Caetano Veloso, Gilberto Gil, Edu Lobo…–, hecho posible gracias a la labor de Alfredo Guevara y del Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC al cabo de un memorable recital Cuba-Brasil en la Cinemateca de Cuba. Fue la puerta de entrada para figuras como Elis Regina, María Betania, Gal Costa y poco después Djavan y otros cantautores e intérpretes cariocas.
Otro de los hitos al final de esa década fue, sin dudas, el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, que tuvo su primera edición en diciembre de 1979. Concebido como continuación de los festivales de Viña del Mar (1967 y 1969), Mérida (1968 y 1977) y Caracas (1974), en La Habana se dieron cita filmes y cineastas representativos de la hora: venía a ser la respuesta al reclamo de un espacio que garantizara el encuentro entre las cinematografías continentales y sus exponentes de avanzada.
Los premios y menciones otorgados a películas como las brasileñas Memorias de la cárcel, de Nelson Pereira dos Santos, Ellos no usan smoking, de León Hirszman, Memorias de la cárcel, del propio Pereira dos Santos; mexicanas como Frida, naturaleza viva, de Paul Leduc; argentinas como Tangos, el exilio de Gardel, de Fernando Solanas (Argentina-Francia) y Sur, de Fernando Solanas (Argentina-Francia) no hacían sino reafirmar la condición del festival como uno de los circuitos más importantes en la generación de conciencia identitaria latinoamericana entre varias generaciones de cubanos.