Corea del Norte es uno de esos “oscuros rincones del planeta” cuyo reciclaje noticioso se emprende casi siempre para denotar problemas. Emergido al cabo de un conflicto armado, durante la Guerra Fría el país fue una pieza del tablero geopolítico. Reunía casi todos los requisitos para merecer el ninguneo visual: una ubicación geográfica perdida entre China, la URSS y Japón; un gobernante vitalicio a caballo entre el estalinismo y el despotismo oriental; una impenitente cerrazón interna; frecuentes desfiles potagonizados por unos militares que se parecían más a los rusos que a ellos mismos; y una lengua críptica que solo se hablaba en la península del tai-kwan-do. De ahí que, con mucho, su perfil como nación estuviera casi únicamente constreñido a expertos, analistas y burócratas.
Pero con la caída del Muro y de la URSS, Corea del Norte irrumpió como una nueva bestia negra del discurso público y mediático. Por razones obvias, el tema nuclear devino el pivote de la agenda; después del 11 de septiembre de 2001 el país fue incluido en el llamado “eje del mal” (axis of evil), categoría concebida por un escritor de discursos del presidente Bush Jr. que funcionaba por sus reverberaciones bíblicas, así como por evocar los códigos del reaganismo, esos que habían considerado a los soviéticos “el imperio del mal” como si se tratara de un nuevo episodio de La guerra de las galaxias.
Con Kim Yong-un el tema nuclear y de las sanciones internacionales ha marcado el paso doble. Las segundas afectan a los habitantes y no a su élite gobernante, qué duda cabe, pero si alguna vez se levantaran al cabo de negociaciones, eso no lograría recomponer una economía rota debido al centralismo teocrático, a contrapelo de China y Vietnam, cuyas reformas han traído incontestables niveles de prosperidad, si bien con ciertos costos internos –pero sin hambrunas. En 1999, cuando sus vecinos ya venían cambiando sus respectivos sistemas, el gobierno norcoreano admitió la muerte de cerca de 220.000 personas por hambre, aunque se cree que la cifra podría haber llegado a 2 millones; esto es, alrededor del 10% de la población.
Hace algunos días, agencias y medios internacionales diseminaron de pronto nuevas muertes violentas entre la burocracia norcoreana. El periódico surcoreano Chosun Ilbo aseguró que Kim Hyok-chol, el negociador de la cumbre Kim-Trump, había sido ejecutado en el aeropuerto Mirim en Pyongyang, junto con cuatro funcionarios del Ministerio de Relaciones Exteriores, después de ser acusados de espionaje.
“Fue acusado de espiar para Estados Unidos por informar mal de las negociaciones sin comprender adecuadamente las intenciones de Estados Unidos”, dijo el diario citando a una fuente no identificada.
Los norcoreanos, sin dudas, tienen méritos propios para merecer noticias de esta índole. Uno de ellos, un sentido de la justicia sui generis que se expresa en la rapidez con que ejecutan o envían a campos de trabajo forzado a quienes caen en desgracia. Y también por aplicar un peculiar concepto de “responsabilidad compartida”: si una persona es condenada, también lo es su familia.
Por ejemplo, en 2013, dos años después de que Kim Jong-un asumiera el cargo a la muerte de su padre –quien según la agencia oficial de noticias KCNA fue llorado hasta por los pájaros–, defenestró o ejecutó a viejos funcionarios, entre ellos a su propio tío, Jang Sung-thaek, hasta entonces uno de sus principales asesores. A fines de diciembre lo acusaron de contrarrevolucionario, lo expulsaron del Partido de los Trabajadores y finalmente lo mataron. La agencia de noticias norcoreana dio la noticia, sin mencionar que sus fotos fueron borradas de todos los registros. Se dice que fue quemado vivo con un lanzallamas y que muchos de sus familiares fueron arrestados y ejecutados.
De igual modo, el ex ministro de Defensa entre 2014 y 2015, Hyon Yong-chol, fue purgado, acusado de traición y ejecutado por haberse quedado dormido durante un desfile militar al que asistía Kim Jong-un. Unos afirman que lo desaparecieron del Reino de este Mundo con un cañón antiaéreo; otros, con un misil.
Pero el hecho es que las noticias de este corte no siempre han resultado verdaderas.
Por ejemplo, hace nueve años, en 2010, el equipo norcoreano participó en el Mundial de Futbol en Sudáfrica. Al caer en el Grupo G, uno de los grupos de la muerte –compuesto en este caso por Brasil, Portugal y Costa de Marfil–, fueron derrotados con marcadores 2-1, 7-0, y 3-0. Después de regresar a su país, no pocos medios aseguraron que los jugadores habían sido castigados, puestos durante seis horas en posición de firmes delante del Palacio de la Cultura Popular, y que al entrenador lo habían enviado junto a su familia a un campo de trabajo forzado bajo cargos de traición.
Sin embargo, un jugador del equipo, Jong Tae-se –un japonés de madre norcoreana– lo desmintió. La FIFA decidió verificar lo sucedido, y pudo comprobar que, en efecto, no existieron ni torturas ni castigos hacia los futbolistas y su entrenador. También el delantero de la selección, Pak Kwang-ryong, otro norcoreano involucrado en ligas internacionales, dijo en una conferencia de prensa junto al noruego Jorn Andersen, que no se le había hecho nada a los jugadores después de aquellas derrotas.
En agosto de 2013 se publicó que la cantante pop norcoreana Hyon Song-wol había sido ejecutada por haberse filmado en un video sexual junto a otros músicos de la orquesta Unhasu para venderlo en el mercado chino. Según una fuente surcoreana –de nuevo el periódico Chosun Ilbo– la habían ejecutado con ametralladoras junto a varios miembros de la orquesta y ante familiares de las víctimas, luego enviados a uno de esos campos donde se aprende a hacer bien las cosas y a no volver a equivocarse.
La agencia oficial de noticias lo negó, pero no se le hizo mayor caso hasta que en mayo de 2014 Song-wol apareció en la televisión durante un evento. Hoy es la cantante principal de dos agrupaciones: la Banda de Moranbong y la Orquesta Samjiyon. En diciembre de 2015 viajó a Beijing para actuar junto a la Banda en una serie de conciertos privados. En 2017 fue nombrada miembro del Comité Central del Partido de los Trabajadores y al año siguiente participó en las conversaciones con Corea del Sur para la celebración de los Juegos Olímpicos de Invierno de Pyongyang.
Durante algunos años formó parte de una agrupación pop que medios occidentales llamaron “las Spice Girls de Corea del Norte”, un bluf hasta por aproximación. Para no variar, la teocracia norcoreana concibe al arte, y en específico a la música, como mera polea de transmisión de sus bodrios ideopolíticos y su militarismo. Los títulos de las canciones más populares de Hyon Song-wol, quien tuvo una relación con el Querido Líder cuando regresó de estudiar en Suiza, así lo indican: “Paso a paso de los soldados”, “Amo a Pyongyang”, “Ella es un soldado dado de alta” y “Somos las tropas del Partido”.
Hace unos años, una tonada suya de título hípico –“La excelente dama que parece un caballo”– constituyó todo un éxito entre los norcoreanos. Abordaba las grandes habilidades productivas de una obrera textil en un país donde todo es grande. Las plazas. Las avenidas. Los monumentos. Los líderes. Los misiles. Las hambrunas.
En el video aparece Hyon Song-wol con un uniforme rosado, siempre hiperactiva, corriendo por toda la fábrica, trabajando, sonriendo y recibiendo girasoles de sus homólogas por sus proezas laborales:
¿Por qué me dicen que soy una virgen sobre un semental?
Después de un día completo de trabajo todavía me queda energía.
[…]
Dicen que soy una virgen sobre un semental.
Una vez más, hoy fui la primera en irme al trabajo.
Montando un semental que el Querido Líder me dio
Toda mi vida viviré para defender su nombre.
Kim Hyok-chol, el ejecutado, apareció de pronto en un concierto al lado de su pequeño gran jefe, Kim Jong-un.