Si, como se afirma, Donald Trump es imprevisible, su toma de posesión no lo fue. Para nada. Su discurso inaugural resume, como una especie de comprimido muy bien articulado, el núcleo duro de su filosofía política, si se le puede llamar así: primero, una mezcla explosiva de proteccionismo y nacionalismo. Luego –y correlativamente– un aislacionismo renovado, consistente en focalizarse en los asuntos internos, la prosperidad y la seguridad de Estados Unidos.
A todo eso sus estrategas le denominan make America great again, mantra tomado de Ronald Reagan durante una famosa Convención republicana de 1980. También volvió a hacer gala de un anti-establishment que es –para decirlo en criollo– más rollo que película, desmentido, entre otras cosas, por la selección de un gabinete de millonarios conservadores procedentes de instituciones y pulpos como Wells Fargo, Exxon Mobil y otras transnacionales; el verdadero poder tras bambalinas, sean elefantes o burros quienes se instalen en la Casa Blanca.
Predecible, igual, por su maniqueísmo, idéntico al del torneo electoral. El pueblo contra las élites. El país contra el extranjero, una concreción específica de ese aislacionismo y uno de los corsi e ricorsi de la política norteamericana desde los fundadores de la nación. Y mundo civilizado vs incivilizado, lo cual plantea el problema de sus paradigmas y parámetros, evidentemente ceñidos a Occidente, la vieja asunción colonial estudiada de manera insuperable por Edward Said en un libro clásico.
Y predecible, asimismo, al hablar en nombre de los olvidados, una de las bases de su ascenso al poder partiendo de problemas, iras y frustraciones en la tierra prometida del excepcionalismo, donde todos los sueños son posibles a condición de trabajar duro, portarse bien y cumplir las leyes. Con esto dio en el centro de la diana. Los demócratas apenas lo vieron y se fueron por el lado equivocado.
Ha jurado su cargo el presidente sin precedentes. Desembozadamente racista. Impúdicamente misógino. Virulentamente antinmigrante. Abiertamente antimusulmán. Uno que ha nombrado como su estratega jefe a un conspicuo miembro de la llamada derecha alternativa, eufemismo que designa el supremacismo blanco de El nacimiento de una nación. Y que se ha sentado en la silla en colisión con sus propios órganos de inteligencia, a los que de hecho ha descalificado. Pero en este punto quizás valdría la pena detenerse a examinarlo, aun en medio sus delirios –uno de ellos, por ejemplo, autocalificarse como “el mayor generador de empleos que Dios ha creado” durante una conferencia de prensa, otro de esos shows donde casi se llega a echar de menos un reguetón como sonoridad de fondo.
Una de las guerras más recientes se orquestó en 2003 apelando unas armas de destrucción masiva que nunca existieron. Otra en 1990, allá en el Golfo, con tropas iraquíes matando niños en incubadoras, uno de los mayores ejercicios de manipulación en la historia norteamericana, en el que intervino un eficientísimo aparato de relaciones públicas para lanzar el producto al mercado envuelto en celofán humanitario. La de Vietnam se fabricó con el incidente del Golfo de Tonkín (1964), desmentido años más tarde por un activista del Pentágono, de esos que ahora llaman wistleblowers, una especie de abuelo de Edward Snowden que contribuyó, a su modo, a la aplastante derrota de un ejército moderno y sofisticado a manos de tropas campesinas del Sudeste Asiático.
Y nada de diversidad, ni multiculturalismo. Ni un solo latino / hispano por allá arriba, lo cual contrasta sensiblemente con las prácticas administrativas, republicanas o demócratas, de los últimos treinta años. Dos datos adicionales hablan por si solos: 13 de los 15 miembros de su gabinete son hombres blancos. Y hay solo cuatro mujeres. Para justificarlo, Trump y su equipo le han ordenado a uno de sus orgánicos salir con el mensaje de que se trata de seleccionar “a los mejores y más brillantes”, uno de los argumentos clásicos que de un tiempo a esta parte se vienen utilizando en ese país para desmontar la acción afirmativa, una de las conquistas del movimiento por los derechos civiles de los 60.
Ese mismo prisma ilumina la puesta en escena de la inauguración y sus códigos. Allí estaban como público, abrumadoramente, quienes una vez se bajaron del Mayflower. Blancos como la nieve. Los que aplaudían y vitoreaban. El coro mormón, tan cristalino. La rubiecita de ojos azules cantando el himno. Hasta la música, donde el country señoreó. WASP, les llaman. Esa es, a no dudarlo, la América de Trump; lo que se afirme en sentido contrario, solo retórica y hojarasca.
Otra movida de péndulo respecto al primer presidente afroamericano, tan denotativa como las acciones ejecutivas que acometió apenas instalado en el poder y en medio de un elemento de profundo contenido simbólico: las cortinas grises al fondo de su escritorio en la Oficina Oval han sido reemplazadas por unas de color dorado. El mismo de su Torre en Nueva York.
La Casa ha sido tomada. Trump tiene prisa. Quiere demostrar que lo suyo va en serio. No más palabras. Es la hora de actuar. Entra con el menor índice de aceptación de un presidente en los tiempos modernos. “Esta carnicería americana se detiene ahora”, dijo en su primer discurso. La oposición popular cree lo contrario. Y ya desde el primer día se ha lanzado a las calles.
Lo único que me faltaba por ver era a un subnormal de presidente, y ya lo ví, con esto creo que ya lo vi todo.