El último día de Pascuas un joven de 19 años, John Earnest, entró con un fusil de asalto tipo AR-15 en una sinagoga de Poway, San Diego, California, matando a una mujer e hiriendo a tres personas exactamente seis meses después de que Robert Bowers sesgara la vida de once e hiriera a otras seis durante los servicios en la sinagoga del Árbol de la Vida, en Pittsburgh.
El hecho ha puesto en el orden del día, de nuevo, el tema de la violencia y las armas de fuego en la sociedad estadounidense.
Reciclaje de una vieja discusión. Este debate tuvo un punto de giro durante la administración Reagan, cuando el pensamiento a ella asociado responsabilizaba a los medios de difusión, en particular a la industria hollywoodense –y un poco más tarde, a los videojuegos– de ser los causantes del problema.
Esta es una idea que los liberales –y no solo los directores y guionistas de la industria– rechazaban con el argumento de que estos no hacían sino reflejar la violencia existente en las calles, por lo demás fuertemente enraizada en la historia y la cultura nacionales: comenzó por el exterminio de los americanos nativos, pasó por una cruenta guerra de liberación contra los ingleses, siguió con otra guerra engendrada para arrebatarle a México una enorme tajada de su territorio, continuó por una violentísima colisión entre el Norte y el Sur, y culminó con las expansiones de fines del XIX y principios del XX –una lista a la que, sin dudas, se podrían agregar sucesos de ese tipo hasta el día de hoy.
Y en medio de todo, el rol de ciertos héroes en la psicología y el imaginario populares: comics de colonos con arcabuces vs. indios con flechas, el lejano Oeste, Billy The Kid, Wyatt Earp, Bonnie and Clyde, Al Capone…, personajes que para conseguir sus propios fines acudían a artefactos que empezaban por una Colt 38 y terminaban en una ametralladora Thompson puesta a sonar alegremente en las calles del Chicago de la depresión y la Ley Seca. Aquí la realidad no necesita intérpretes: habla por sí misma.
De entonces a acá, el discurso social sobre el tema a menudo viene escoltado por el siguiente razonamiento: “no son las armas las que matan, sino las personas”. O lo que es igual: “las armas no pueden dispararse por sí solas”. Pero si se va a la raíz, se descubre que esta formulación suele ser muy común en personajes ligados a la Asociación Nacional del Rifle y, sobre todo, a los fuertes dividendos que deja el negocio de vender armas y municiones: se estima que mueve más de 31 millones de dólares anuales y genera alrededor de 500 millones en impuestos.
Como se sabe, la segunda enmienda a la Constitución de los Estados Unidos, de 1791, garantiza el derecho de los ciudadanos a portar armas. Está inscrita en piedra, y ha sido ratificada dos veces por la Corte Suprema en el pasado reciente (2008 y 2010). Como es así y por consiguiente no se le va a tocar ni con el pétalo de una rosa, las acciones a proponer en lo inmediato seguirán gravitando sobre la regulación y control de la venta de rifles de asalto y otros hierros duros, en el entendido de su abrumador poder destructivo.
Como aquí se trata de jóvenes, viene inevitablemente a la memoria el caso de Adam Lanza, de 20 años. Armado con dos fusiles semiautomáticos AR-15 de uso militar, una pistola Sig Sauer y una Glock, solo necesitó cinco minutos para matar a veinte niños menores de 7 años en la escuela primaria Sandy Hook, de Connecticut, en diciembre de 2012. Y lo hizo después de volarle los sesos a su madre mientras dormía y de liquidar a cinco personas. Un psicópata a todo tren.
O el de Nikolas Cruz, de 19 años, quien en febrero de 2018 asesinó a 17 personas e hirió a 15 justamente con un AR-15 en el preuniversitario Marjorie Stoneman Douglas, Florida.
EEUU: tres suicidios en apenas una semana asociados a matanzas en escuelas
En los tiroteos siempre operan factores varios: alienaciones, inseguridades, crisis, despidos, traumas, divorcios, estrés y, sobre todo, mucho miedo, un sentimiento social en el que los estadounidesnes son verdaderos expertos, y que demasiado a menudo los lleva a disparar primero y a preguntar después.
Y ahora a esta lista se añade el odio, tal vez como pocas veces antes. Odio a los afro-americanos. A los gays. A los inmigrantes. A los latinos / hispanos. A los árabes. A los judíos. Como en el caso de San Diego se trata de otra sinagoga, de acuerdo con la Liga Anti-Difamación, los incidentes antisemitas han venido aumentando desde 2013, con el mayor salto de todos los tiempos en 2017, año en que se registraron 1.986 en todo el país.
En Estados Unidos hay más de 200 millones de armas de fuego en poder de la gente, la mayor concentración en manos privadas en todo el mundo: 88 por cada 100 habitantes. Unas 85 personas fallecen al día por armas de fuego, no necesaria ni principalmente con hierros de alto poder, sino convencionales. Y esta cifra no incluye a los caídos de manera accidental por esas armas y a quienes se suicidan utilizándolas. La sumatoria de estas tres categorías es tan dramática como aterradora. Se trata de alrededor de 30,000 víctimas anuales, expresión de un excepcionalismo bastante incómodo: mueren cada dos años, a tiro limpio, más individuos que durante la guerra de Vietnam.
El rayo que no cesa. Y no disminuirá ni con oraciones ni condolencias sino con medidas como las que se tomaron en Nueva Zelanda después de una masacre en una mezquita inspirada por el mismo sentimiento: el odio.