“Vil. Despreciable. Corrupto”, escribió una vez un comentarista. Y prosiguió: “Cuando crees que has encontrado el adjetivo perfecto para describirlo, aparecen otros. Vergonzoso. Aborrecible. Repugnante.“ Quien escribe está tratando de retratar al abogado Roy Cohn, fiscal en el juicio por espionaje de Julius y Ethel Rosenberg que terminó en la ejecución de estos en 1953. En esa década, como su abogado principal, fue quien más susurró al oído del senador Joseph McCarthy en los tiempos de la cacería anticomunista.
“Sirvió como consigliere de mafiosos asesinos y se relacionó extravagantemente con hombres más jóvenes y atractivos, pero se fue a la tumba negando su orientación sexual y su diagnóstico de SIDA. El mejor enfoque puede ser, simplemente, decir: ‘Todo lo anterior’”, concluyó el cronista.
Pocas veces en la historia aparece un nombre que ponga esas reacciones a flor de boca, incluso en personas de distinta orientación y con visiones del mundo opuestas y contradictorias.
El abogado del poder y los mafiosos
Nacido en Nueva York en 1927, Roy Cohn fue el único hijo de Dora Marcus y Albert Cohn, fiscal adjunto del condado del Bronx y juez de la División de Apelaciones de la Corte Suprema de ese estado. Sin embargo, resultó un tipo bastante precoz. En la secundaria utilizó la influencia de su padre para resolverles multas de tránsito a los maestros y conseguirle trabajo en la oficina de correos a individuos dispuestos a pagarle.
Era un sujeto brillante y, sobre todo, con mucho sentido de la oportunidad. Después de terminar la educación media superior en la Escuela Horace Mann, en 1946, a los 20 años, se graduó de la Facultad de Derecho de Columbia. En 1948, con la ayuda de su padre, se convirtió en fiscal federal en Manhattan. Y desde temprano presentó sus credenciales encaramándose en la ola de la amenaza roja, en plena Guerra Fría.
En 1949 se involucró en el procesamiento de varios líderes del Partido Comunista. Dos años más tarde, sus interrogatorios en el proceso a los esposos Rosenberg le dieron notoriedad pública por primera vez en su vida. Su rol en ese juicio lo hizo lo suficientemente famoso como para salir a socializar con el entonces jefe del FBI, J. Edgar Hoover, y otros destacados miembros de la nomenclatura.
Pero Cohn terminaría descubriendo que la política no era, en el fondo, lo más redituable. Finalizada la cacería de brujas del macartismo, fue contratado por un bufete de abogados de Manhattan. Se dedicó entonces a atraer a una selecta capa de neoyorquinos con dinero que querían deshacerse de sus esposas.
Su lista de clientes se fue ampliando con el tiempo y se hizo diversa, pero siempre marcada por dos palabras clave: dinero y poder. Incluía individuos de las cinco familias criminales de Nueva York, los jefes de la mafia Carmine Galante y Anthony “Fat Tony” Salerno, el propietario de los Yankees, George Steinbrenner, el cardenal católico de la ciudad, Francis Spellman y un joven magnate inmobiliario llamado Donald J. Trump.
¿Dónde está mi Roy Cohn?
Trump y Cohen se conocieron en 1973 cuando este lo asesoró acerca de cómo tratar con el Gobierno Federal. En efecto, el Departamento de Justicia (DJ) había demandado a una empresa de bienes raíces propiedad de Fred Trump y su hijo por no querer alquilarles apartamentos a los afroamericanos que lo intentaban. Cuentan que el joven Donald le pidió consejo: “Diles que se vayan al carajo”, fue la respuesta de Cohn, “y luchen en los tribunales”.
Donald Trump lo contrató entonces para hacer precisamente esto último. Ambos celebraron una conferencia de prensa anunciando una contrademanda al DJ de 100 millones de dólares por “declaraciones falsas”. Pero en 1975, después de dos años de litigios, Trump tuvo que tirar la toalla. Las acusaciones fraguadas por ambos fueron desestimadas por el tribunal. A pesar de ello, Trump lo consideró siempre “un hombre sabio”.
Pero ese fue solo el pie forzado. En realidad, el rol más importante de Cohn en la vida de Donald Trump consiste en haberlo impulsado a los círculos de poder de la Gran Manzana y en enseñarle muchas de las prácticas que hoy se perciben en su modus operandi. La beligerancia sin cuartel. El desprecio por las sutilezas y las convenciones. La manipulación de los medios. La creencia permanente en la moneda de la celebridad.
“Hace mucho tiempo que decidí”, le dijo Cohn una vez a la revista Penthouse, “hacer mis propias reglas”.
“Le allanó el camino a Trump y lo puso en contacto con las personas adecuadas, le presentó a Paul Manafort y Roger Stone, dos de las personas que lo ayudaron a llegar a la Casa Blanca”, observa uno de sus críticos.
Al final del día, las marañas de Cohn condujeron a acusaciones federales por fraude, soborno y conspiración. Fue juzgado tres veces en su vida. Y en todas salió absuelto. Tramó para no pagar impuestos y se jactó públicamente de cómo logarlo.
Cuenta el escritor Michael Wolff que durante el primer año de Trump en la Casa Blanca, al ser desafiado por ciertas acciones de su administración, el presidente a menudo se hacía la siguiente pregunta en voz alta: ”¿Dónde está mi Roy Cohn?”.
Ese fue precisamente el título de un documental de Matt Trynauer (2019) que incursionó en el nido del ofidio.
Homosexualidad y estándares dobles
Criaturas de su tipo y contexto a menudo suelen estar marcadas por el drama de la doble moral. En 1953, cuando el senador McCarthy lo contrató como abogado principal de su subcomité, Cohn nombró como asistente suyo a G. David Schine, un apuesto efebo descendiente de un magnate de la industria hotelera. Ambos volaron a Europa por 17 días en una búsqueda de “libros subversivos” en las bibliotecas de las embajadas de Estados Unidos.
A su regreso, ambos vivieron en habitaciones contiguas en un hotel de Washington y viajaban con frecuencia a Nueva York. ”Los dos jóvenes de 25 años”, escribía entonces la revista Time, estaban “recorriendo los mejores restaurantes y clubes nocturnos de Manhattan”.
Un dulce guerrero del macartismo. Cohn fue famoso no solo por destripar a personas con sagas de simpatizantes comunistas, o acusados graciosamente de serlo, sino también a homosexuales, incluso al punto de haber despedido a varios funcionarios del Gobierno por su “falta de sexualidad heteronormativa”. Y en algunos corrillos de hoy se dice que hasta llegó a amenazar a oficiales del ejército con pruebas de su homosexualidad.
Mas adelante fue famoso por frecuentar bares gay y organizar fiestas lujosas en la gran urbe. Su amigo Roger Stone, otro de los seres despreciables que figuran en la nomenclatura del trumpismo, lo resumió de manera insuperable: “Roy no era gay. Era un hombre al que le gustaba tener sexo con otros hombres. Los gays eran débiles, afeminados”.
Muerte de un súcubo
En 1984, le diagnosticaron SIDA e intentó mantener la enfermedad fuera del ojo público. Insistió hasta el día de su muerte en que era cáncer del hígado.
Un resultado de su marca de fábrica: haber comenzado su carrera persiguiendo empleados homosexuales mientras vivía la comodidad de una vida gay sin salir del closet.
Murió el 2 de agosto de 1986, en Bethesda, Maryland a los 59 años.
Cuentan que al fallecer, el IRS (la agencia de impuestos) confiscó casi todas sus propiedades menos un par de gemelos de diamantes que le había regalado Donald Trump.
Fue enterrado en el cementerio Union Field en Queens, Nueva York.
Su lápida dice que fue un abogado y un patriota.