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La vida de Charlie Kirk parece un libro abierto. Nacido en 1993 en Arlington Heights, Illinois, en un hogar de clase media, desde muy joven se involucró en la vida política abrazando sin la menor duda el conservadurismo.
A los 18 años fue aceptado en Baylor University, pero decidió no ir para dedicarse al activismo. Uno de sus primeros movimientos fue cofundar en 2012, junto con el empresario Bill Montgomery, Turning Point USA (TPUSA), una organización conservadora enfocada en atraer hacia la derecha a estudiantes universitarios y jóvenes, y enfilada desde el principio a “restaurar valores estadounidenses tradicionales como el patriotismo, el respeto a la vida, la libertad, la familia y la responsabilidad fiscal”.
Fue un destacado portador del nacionalismo cristiano desde Turning Point Faith, entidad que fundara en 2021 dedicada a reclutar pastores y líderes eclesiásticos para participar en asuntos políticos locales y nacionales. Y concebida para “defender nuestros derechos otorgados por Dios, brindando las herramientas para exponer mentiras y articular la conexión entre la fe y la libertad”.
El ideario y discurso de Kirk no eran, por descontado, muy distintos al del conservadurismo populista en boga, y en particular a Donald Trump. No fue lo que se dice un creador de pensamiento, sino un reproductor ideológico en temas/problemas de género, raza, religión, derechos reproductivos, matrimonio, inmigración, control fronterizo, ciudadanía por nacimiento, Gaza e Israel, entre otros.
Para no variar, repetía ante estudiantes y profesores que las universidades eran “fábricas de marxismo”. Y lo hacía de una manera desafiante y provocadora, pero con la certeza y la convicción de un cruzado y alentando una contracultura cristiana conservadora como un gran muro ante el secularismo.
Era, en suma, una estrella en ascenso que usaba la palabra como arma. Y una de las figuras más influyentes del ala conservadora/populista de los republicanos, especialmente entre los jóvenes. “La próxima generación de Trump en el movimiento MAGA”, aseguraban sus partidarios y simpatizantes.
El día en que lo asesinaron en el campus de la Universidad del Valle de Utah, en un video se escucha una voz que le pregunta: “¿Sabes cuántos estadounidenses transgénero han protagonizado tiroteos masivos en los últimos diez años?”. Y Kirk le responde: “Demasiados”.
La misma persona le dijo entonces que eran solo cinco. Luego le preguntaron si conocía cuántos tiroteos masivos habían tenido lugar en Estados Unidos en los últimos diez años.
“¿Contando o no la violencia de las pandillas?”, le respondió.
Entonces lo derribó de su silla un tiro en el cuello, disparado de lejos con la precisión de un orfebre.
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Ahora el problema no consiste en discutir si Charlie Kirk tenía razón o no, si se está de acuerdo o no con su credo. Porque sería inútil ignorarlo: su asesinato no es sino consecuencia, por un lado, de un largo historial de violencia política que tiene en su haber cuatro presidentes asesinados —Abraham Lincoln (1865), James Garfield (1881), William McKinley (1901) y John F. Kennedy (1963)—, y líderes cortados de cuajo en la plenitud de sus vidas como Robert F. Kennedy (1968) y Martin Luther King Jr. (1968). Sin olvidar intentos de magnicidio como los de Andrew Jackson (1835) y Ronald Reagan (1981).
Por otro, no faltaron señales inequívocas de que un hecho como este podría ocurrir en cualquier momento. En 2020 vimos uno de los primeros: el intento de secuestrar a la gobernadora de Michigan, Gretchen Whitmer, un caso de terrorismo doméstico encabezado por miembros de Wolverine Watchmen, una milicia local.
Dos años más tarde un intruso irrumpió en la residencia de la entonces presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, con el objetivo de secuestrarla, pero con un saldo distinto ante la ausencia del objetivo: caerle a martillazos en la cabeza a su esposo de 82 años, causándole heridas graves. También por política. Y en 2024, el intento de asesinar a Donald Trump en Pensilvania durante un mitin como candidato presidencial.
Después, en abril de 2025, supimos de los cocteles molotov que tiraron en la casa del gobernador de Pensilvania, Josh Shapiro; y en junio de los asesinatos de la expresidenta de la Cámara de Representantes de Minnesota, Melissa Hortman, y su esposo en su casa de Brooklyn Park. Y que lo había hecho el mismo individuo que le disparó a otro legislador estatal demócrata, John Hoffman (9 balazos), y a su esposa Yvette (8), quienes sobrevivieron. Según las autoridades, fueron actos políticamente motivados a manos de Vance Luther Boelter, un cristiano fundamentalista.
Todo lo anterior opera en un escenario donde se nos asegura, una y otra vez, que la Segunda Enmienda a la Constitución da el derecho a comprar y portar armamento militar altamente letal apenas con una comprobación mínima de antecedentes.
Y en medio de un ritual macabro que se repite una y otra vez: ver en la TV las noticias sobre tiroteos en escuelas y universidades, con determinada cantidad de víctimas, solo para esperar otro incidente de ese tipo y escuchar de nuevo las mismas condolencias a los familiares y los mismos rezos por las víctimas al cabo de la inacción de un Congreso incapaz de producir legislación al respecto.
Y ocurre —esto es lo más importante— en una cultura que de un tiempo a esta parte ha perdido la distinción entre adversarios y enemigos, dominada por pasiones y odios, un penoso fardo que lastra cualquier civilidad posible.
Es que las palabras no caen en el vacío. Estamos hablando de una sociedad polarizada y sin diálogo en la que uno de los polos incita, desde el poder, a “luchar como el infierno” para recuperar lo suyo y terminar asaltando el Capitolio; a llevar a cabo retribuciones y vendettas contra los oponentes políticos; a tomar por asalto las ciudades con militares y armas largas (a contrapelo de la legislación y la práctica históricas), y a culpar a la “izquierda radical” de este asesinato como si la etiqueta no se viera desafiada por la evidencia. El sospechoso bajo custodia por el asesinato de Kirk es Tyler Robinson, quien reúne todas las condiciones para ponerla en crisis.

Un joven blanco, hetero, criado en el seno de una familia mormona en lo religioso, republicana en lo político y relacionado desde niño con la cultura de las armas de fuego, ha silenciado a una de las voces más divisivas del panorama político nacional.
Lo que ha sobrado y sobra es estrés social y polarización. La vida de este joven ultraconservador, segada por una bala que nunca debió haber salido de ese rifle, tal vez sea la última advertencia de un problema mayor si la espiral de maniqueísmo, odio y violencia no termina de una vez y por todas en los Estados Unidos de América.