“Esos cubanos locos”, dicen por ahí. Cubanos con rifles en Dallas, Texas, como aparecen en el filme JFK, de Oliver Stone. Plomeros cubanos en el edificio Watergate, descubiertos por Bob Woodward y Carl Bernstein en sus reportajes del Washington Post. Cubanos en el Irán-Contras a contrapelo del Senado y trabajando para Oliver North. Un cubano en la presidencia de la Coca Cola.
Y hasta uno metido en la vida sexual de un presidente de Estados Unidos en medio de un escándalo de proporciones descomunales. Aquello fue resultado de lo que un famoso escritor, también cubano, llamaría “el azar concurrente”.
Durante la tarde del 19 de febrero de 1996, el entonces presidente estadounidense William Jefferson Clinton vio interrumpida una conversación privada con Monica Lewinsky, una becaria de la Casa Blanca sobre la cual orbitaban ya varios rumores de sexo en la “Oficina Oval”.
Era el “Día de los Presidentes”. Según la Lewinsky, ese día Clinton sentía que la relación íntima no era correcta, y que tenía que pararla. La abrazó, pero no la besó, dicen.
A las 12:24 p.m. entró la llamada de un plantador de la Florida. De acuerdo con Monica, se trataba alguien llamado “Fanuli”. El presidente no lo atendió de inmediato, pero a las 12:42 p.m. le devolvió la llamada en el momento en que Mónica salía de su despacho. La conversación duró 20 minutos, como consta en los registros. “Toda una eternidad considerando los tiempos presidenciales”, escribió una vez Jeffrey Klein para la revista Mother Jones.
El fiscal Kenneth Starr utilizaría ese y otros testimonios de Lewinsky, algunos bastante subiditos de tono, en un famoso informe para un proceso de impugnación (impeachment) contra el presidente. A diferencia del caso Nixon, al final no prosperó por un conjunto de razones; una, que los norteamericanos habían decidido juzgarlo por su trabajo y no por su comportamiento sexual, al margen de la sostenida “ofensiva moral” de los republicanos y de la costra que suele asociárseles.
Pero el puritanismo es curioso: andando el tiempo, Lewinsky diría que sus relaciones con el expresidente Clinton solo se habían limitado al sexo oral — eso que en inglés se conoce como blow job —, declaración en el fondo no muy distinta a la del propio Clinton sobre sus vínculos con la marihuana en Londres. La había probado solo una o dos veces, no inhalado, y nunca había pasado de nuevo por ese Camino de Damasco. “Ser presidente”, dijo una vez él mismo, “es como dirigir un cementerio: tienes a un montón de gente debajo, pero nadie te escucha”.
Para ese entonces se estaban operando un conjunto cambios en los dominios de los hermanos Fanjul. El primero, coexistir/lidiar con las provisiones de la Enviromental Protection Agency (EPA), creada por el Gobierno Federal con el objetivo de proteger la salud humana y el medio ambiente. Aquella llamada de Alfi “Fanuli” se relacionaba con un “impuesto de un centavo” al azúcar para financiar un programa de limpieza de los Everglades, declarados en 1993 — y por primera vez — Patrimonio de la Humanidad, pero en peligro. La idea la había anunciado el vicepresidente Al Gore durante una visita al Parque Nacional de los Everglades. El mensaje era simple: que paguen por la limpieza los mismos que contaminaron.
Si a estas alturas hubiera alguna duda sobre el significado de la palabra “poder”, bastaría acudir a esos 20 minutos telefónicos entre el presidente y el cubano, como lo hizo el periodista Steven Pearlstein del Washington Post: “El programa de restauración sobrevivió; el impuesto al azúcar, no”. El agribusiness del sur de la Florida había sido erigido sobre un área de unos 700.000 acres al sur del Lago Okeechobee; el 27 % de los Everglades había sido disecado para que la producción y el mercado pudieran hacer obra y camino, dato muy presente en la memoria de ecologistas de distinto signo y talaje.
Antes eran — dice uno de ellos —, “un solo río de hierba de seis mil años de edad que se extendía por 160 kilómetros desde el lago Okeechobee hasta la Bahía de la Florida”. En ese momento ya los hermanos Fanjul poseían alrededor del 12 % de toda la tierra del condado Palm Beach, áreas que los ingenieros fueron arrebatando sucesivamente a los humedales. Y habían sido polucionados con fertilizantes nitrogenados y fosforados, y con los desechos de su próspera y subsidiada industria, junto a ciertos actores corporativos metidos hasta el tuétano en la producción de azúcar y otros renglones agrícolas.
Uno era competidor y a la vez aliado de cabildeos dentro y fuera del Congreso: la U.S. Sugar Corporation, que tiene allí el mayor central del mundo y suministraba entonces alrededor de 42.000 toneladas anuales al mercado interno, es decir, el 10 % de todo el dulce que consumen los estadounidenses cada 12 meses.
El segundo apostaba por las nuevas tecnologías. En los años 90 los hermanos Fanjul mecanizaron el corte de caña: a partir de entonces, no habría más macheteros. Además de no cortar tanto y tan bien como las maquinarias, los macheteros generaban problemas y prensa promiscua. Era un negocio redondo. Más productividad y menos dinero por la fuerza de trabajo.
También incursionaron en métodos agrícolas más limpios y en energía alternativa. En 1994 instalaron una planta de biomasa en Okeelanta: 140 megawatts de electricidad. De aquí se nutría el central para funcionar. Y se trataba, en efecto, de energía limpia y renovable. “Creo que no hemos sido los únicos que hemos cambiado”, le dijo Pepe Fanjul al New York Times. “La conciencia medioambiental en cada país ha cambiado y se ha desarrollado, no solo en los Estados Unidos. Todos cambiamos en la medida en que pasa el tiempo”.
Aquella llamada a Clinton demostró, sin embargo, el eterno problema entre los negocios corporativos y el medio ambiente. El impuesto de Al Gore costaría millones de dólares a los plantadores de la Florida. Así se lo dijo “Fanuli” al presidente.
Eso del ecosistema en peligro y el río de hierba de 6 mil años estaba muy bien, pero no había que exagerar.