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Ghislaine Maxwell es una figura sin demasiada trascendencia de no ser por su relación con Jeffrey Epstein. Digamos, para abreviar, que se trata de una criatura nacida en el seno de la alta sociedad británica que terminó condenada a 20 años de prisión por su participación en el reclutamiento y el abuso de mujeres menores de edad para Epstein.
Lo conoció a principios de la década de los 90, poco después de incorporarse como periodista al New York Daily News. Mantuvieron primero una relación sentimental y luego una estrecha amistad hasta el arresto y encarcelamiento del financista neoyorkino.
“Desde el principio, cada uno se benefició enormemente de la relación”, dice una página biográfica, “aunque de maneras diferentes. Epstein, quien había fundado una consultora que prestaba servicios de gestión financiera a personas con un patrimonio neto superior a los mil millones de dólares, conoció a miembros adinerados y prominentes del círculo social de Maxwell —entre sus amistades mutuas se encontraban Bill Clinton, Donald Trump y el príncipe Andrés, duque de York—, mientras que Maxwell, cuyos recursos financieros se habían reducido significativamente tras la muerte de su padre, pudo retomar un estilo de vida acomodado”.
En julio de 2020, después de la muerte de Epstein, fue arrestada; se le denegó la libertad bajo fianza por riesgo de fuga. Fue condenada por cinco de los seis cargos que se le imputaron, incluyendo tráfico sexual de menores.
Según la fiscalía, Maxwell y sus asistentes incitaron a cientos de niñas a visitar las casas de Epstein y lugares cercanos en la ciudad de Nueva York, Florida, Nuevo México y las Islas Vírgenes, así como la propia residencia de Maxwell en Londres. Allí fueron preparadas para mantener relaciones sexuales con Epstein y otras personas.
También se le acusó de hacer cómplices de sus delitos a algunas de sus víctimas, pagándoles para que consiguieran a otras niñas a fin de abusar sexualmente de ellas.
En julio pasado, por iniciativa del Gobierno federal, Maxwell se reunió con el fiscal general adjunto, Todd Blanche, durante nueve horas durante dos días, supuestamente con inmunidad limitada. Según el Gobierno, respondió numerosas preguntas, pero no dijo nada incriminatorio contra Donald Trump.
Su declaración ante el Congreso, inicialmente programada para el 11 de agosto de 2025, se pospuso a la espera de su apelación a la Corte Suprema. Exigió inmunidad y otras condiciones para poder testificar.
En julio se le trasladó de una prisión de Tallahassee, Florida, a una de mínima seguridad en Camp Bryan, Texas, medida criticada por las familias de las víctimas al considerarla expresión de trato preferencial.
La muerte de Epstein es uno de los corsi e ricorsi de esta historia. Según el informe forense, se suicidó por ahorcamiento el 10 de agosto de 2019 en su celda del Metropolitan Correctional Center, Nueva York.
Pero de entonces a hoy se han venido manejando circunstancias sospechosas, entre ellas que las cámaras de seguridad fallaron en momentos clave; que los guardias que debían vigilarlo no lo hicieron y falsificaron sus reportes; y que poco antes de su muerte le había sido retirado el protocolo de vigilancia contra los suicidios, a pesar de haber intentado quitarse la vida antes en la misma prisión.
Todo lo anterior ha alimentado teorías conspirativas de que lo asesinaron para silenciarlo porque sus declaraciones en un juicio podrían implicar a demasiados poderosos.
Recientemente, en una serie de entrevistas, el hermano de la condenada, Ian Maxwell, declaró lo siguiente: “Ghislaine cree que [Esptein] fue asesinado, y ciertamente hubo asesinos en el ala de la prisión donde estuvo recluido”. Fue más allá al afirmar que el mismo Epstein pudo haberle pagado a alguien para que lo matara.
Solo estaba reciclando opiniones forenses al indicar que las lesiones de Epstein eran más consistentes con un homicidio que con un ahorcamiento.
El tema tiene todos los ingredientes para seguir vivo en los medios, incluyendo la famosa lista de Epstein. Según la narrativa, acaso más hechura de lo político que de lo real, es un “documento secreto” que contiene presuntamente los nombres de clientes de alto perfil a quienes Epstein involucra en el tráfico sexual de menores. Pero hasta ahora no hay evidencia dura de que exista.
El detalle, sin embargo, consiste en que el propio Donald Trump sugirió lo contrario durante su campaña política y se comprometió a publicarla si ganaba las elecciones. La lista fue percibida por los efectivos de MAGA como una reafirmación adicional de corrupción de las élites y de la necesidad de “drenar en pantano”.
Muchos de los partidarios de Trump están convencidos de que incluía a los Clinton y a otros líderes del Partido Demócrata, así como a personajes del llamado “Estado profundo”.
Más de la mitad de los votantes desaprueban gestión del presidente Trump sobre el caso Epstein
Pero con el triunfo de Trump se ha producido un movimiento en sentido contrario, aunque con eventuales zigzags.
Después de informar que tenía la lista en su poder, la fiscal general de Trump, Pat Bondi, dijo que no la había —estaba “en mi escritorio para revisarla ahora mismo”, dijo al principio—.
Para complicar las cosas, sus comentarios previos a ese paso atrás fueron avalados tanto por Kash Patel como Dan Bongino, director y subdirector del FBI, respectivamente. Más adelante, el Departamento de Justicia y el propio FBI confirmaron que no habían encontrado evidencia alguna de esa “lista secreta”.
Real o no, lo cierto es que el tema ha dejado una profunda huella en la cultura estadounidense. En una medición reciente, casi dos tercios de los encuestados dijeron estar convencidos de que la Administración Trump estaba ocultando algo (el 71 % de las personas creen que esa lista es real).
Dos preguntas llaman la atención de los receptores de esos mensajes, propias de una sociedad polarizada. La primera, cuánto sabe en realidad el presidente Trump sobre las conductas de Epstein, a pesar de haber negado tener conocimiento de sus crímenes y de afirmar que su relación con el magnate terminó en 2004.
La segunda es sobre el grado de involucramiento de los Clinton, tema de alguna manera congruente con el Pizzagate difundido y calorizado por las teorías conspirativas de QAnon, cuando aseguraron en 2016 que los correos interceptados a John Podesta, el jefe de la campaña de Hillary Clinton, contenían mensajes codificados que vinculaban a altos funcionarios del Partido Demócrata con una presunta red de tráfico de personas y de explotación sexual infantil.
A lo anterior habría que añadir que el propio Trump ha contribuido a caotizar el tema. Primero sugiriendo que no tenía la obligación de hablar sobre Epstein y que sus adversarios políticos podrían haber inventado partes del expediente, y después intentando apaciguar a sus bases al ordenar divulgar el testimonio de un gran jurado sobre el caso.
Por eso, y más, la saga va a seguir sonando inevitablemente. The New York Times acaba de revelar nuevas cartas y fotografías inéditas del archivo personal de Epstein y conexiones del occiso con personalidades tan distintas como Woody Allen, Noam Chomsky, Ehud Barak, Bill Clinton y Elon Musk.
La búsqueda de esa lista seguirá, persistente, como la de un nuevo santo grial.